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diez años después de la guerra

Cuando el conflicto parte tu casa: la frontera 'móvil' entre Georgia y Osetia del Sur

Una década después de la guerra de 2008, el estatus de esta región separatista del Cáucaso sigue sin resolverse. La línea de demarcación resultante es arbitraria y afecta a miles de personas

Davit, desplazado interno desde hace una década, en una de las residencias temporales facilitadas por el Gobierno georgiano. (C. Tulbure)

“Aquí está mi huerto, y al otro lado está mi casa. He nacido y me he criado aquí, no tengo otro lugar adonde ir”, explica el joven Malkhaz Vanishvili, a punto de entrar en la treintena. Tenía 19 años cuando, tras la guerra de agosto de 2008, se levantó la frontera entre Georgia y la región secesionista de Osetia del Sur, que las autoridades georgianas llaman “línea de separación”. Hasta entonces, el conflicto separatista no impedía que los vecinos se desplazasen entre el territorio osetio -que gozaba de un estatuto de autonomía desde la década de los 90- y el resto del Estado georgiano. Pero después de breve guerra y la invasión rusa de ese año, Osetia del Sur quedó bajo la presencia y el control de Rusia, que poco después la reconoció como un estado independiente.

En aquel episodio bélico -del que ahora se cumple una decada, y en el que ambos bandos fueron acusados de crímenes de guerra-, más de 200.000 personas fueron desplazadas. La mayoría no han podido regresar a sus hogares. La nueva frontera de facto atrapó a familias y pueblos enteros, que de la noche a la mañana vieron cómo sus casas y sus tierras quedaban divididas por la arbitraria demarcación.

Malkhaz es georgiano, pero su vivienda se encuentra en Osetia del Sur, a pocos metros de la alambrada: “Antes era el mismo pueblo, ahora es territorio ocupado”, dice. No hay agua ni gas, y la electricidad llega desde Georgia. Sobrevive trabajando en el huerto que se encuentra en territorio georgiano, o como jornalero en los campos colindantes a su huerto. Para regresar a su casa, debe cruzar la alambrada, lo que puede conllevar su detención por los guardias fronterizos osetios.

David Vanishvili, de otro pueblo cercano, está jubilado y no ha querido abandonar su casa, que se encuentra también a escasos metros de la valla, en el lado de Osetia. Ha trabajado toda su vida en Georgia, de donde recibe su pensión, su única fuente de ingresos. Una vez, cuando fue a cobrarla, al regresar a su casa fue detenido por los policías osetios. “Tuvo que pagar una multa para que lo dejasen en libertad”, explica el periodista Goga Aptsiauri, de Radio Free Europe, que desde hace años monitoriza la situación de los civiles desplazados por el conflicto.

Ahora son sus vecinos del lado georgiano quienes le cobran su pensión y se la entregan, para evitarle tener que cruzar la frontera. Los mismos problemas los tienen quienes quieren acudir al médico en el lado georgiano del territorio. “Entre los que viven del lado de Osetia algunos tienen las casas destrozadas y lo han perdido todo. Otros mantienen las casas o los huertos, pero no pueden acceder a ellos. Si han nacido en Osetia y quieren entrar en Georgia pueden hacerlo, pero el camino inverso es imposible. Hay detenciones entre los que intentan cruzar al lado de Osetia y son liberados tras abonar una penalización”, aclara Aptsiauri.

Rótulo señalando la frontera de facto entre Georgia y la región separatista de Osetia del Sur, en Khurvaleti, en junio de 2018. (Reuters)

Una frontera en movimiento

Patara Khurvaleti sería un atractivo pueblo de estilo georgiano, con las vides colgando de las puertas de sus casas, si no fuera por las alambradas con la advertencia "Stop: Frontera" que bordean los huertos y por los edificios arruinados por los bombardeos, de cuyo interior solo asoman los árboles y la maleza que han crecido en los últimos diez años. Los campesinos que tienen sus terrenos al otro lado de la alambrada corren el mismo riesgo de secuestro o detención si se aventuran a cruzar, lo que les ha sumido en la pobreza, porque la zona es básicamente agrícola.

“La frontera se ha dispuesto como si se tratara de un tablero de ajedrez, sin tener en cuenta a las familias”, comenta el periodista. Y a fecha de hoy, igual que las fichas de ajedrez, la alambrada se desplaza. “Mueven las vallas y se apoderan de más kilómetros. Del otro lado siguen construyendo esta frontera y la gente se sigue yendo. La línea es de 350 km, pero la valla comprende unos 52 km de más debido a cómo está posicionada”, afirma. A lo largo del trazado fronterizo, en la parte osetia existen bases militares controladas por Rusia y puestos de la policía en el lado de Georgia. En los últimos años, la República de Osetia del Sur y Rusia han ido fortificando esta línea divisoria.

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En febrero de este año fallecía el georgiano Archil Tatunashvili tras ser detenido en Osetia del Sur .“Hasta ahora, Georgia no ha podido hacer nada en el plano legal para resolver la situación de las personas muertas al intentar pasar la frontera, el cuerpo no fue devuelto a la familia hasta pasados 20 días. Las zonas están separadas físicamente, pero no jurídicamente,” explica Aptsiauri.

La casa de Malkhaz está pegada a la frontera. Dice que quiere irse a la ciudad de Gori a buscar trabajo, y sonríe cuando cuenta que se va a casar. Sus dificultades residen, sobre todo, en la falta de ingresos. Los desplazados reciben unos 45 lari (unos 15 euros) al mes del Gobierno georgiano, pero con esta suma no puede pagar un alquiler en Gori.

"En diez años no ha cambiado nada"

No lejos del punto de control de la policía georgiana se despliega un campamento de modestas edificaciones, donde viven los georgianos que lo perdieron todo durante la guerra: sus hogares y sus terrenos, sobre todo los que se encontraban cerca de Tskhinvali. Además de esta nueva casa, han recibido una pequeña porción de tierra para poder practicar una agricultura de supervivencia. Davit procedente de un pueblo cerca de Tskhinvali, que había sido epicentro del conflicto armado y vive en esta discreta vivienda desde hace 10 años. Durante la guerra su casa ardió, y perdió a su hermano. Sus padres, muy mayores entonces, han fallecido. No tiene a nadie en el lado georgiano y vive solo desde que acabó la guerra. Pero no puede visitar las tumbas de sus familiares, que están al otro lado de la alambrada.

En Georgia, la religión ortodoxa tiene peso en las zonas rurales, y el culto a los familiares fallecidos se practica en reuniones y comidas al lado de las tumbas. Para Davit la soledad se acrecienta al no poder acceder al cementerio durante las fiestas religiosas: “No puedo ni siquiera ir allí a encender una vela en su tumba”. Recibe unos 60 lari por parte del Gobierno georgiano como ayuda por ser desplazado interno, y trabaja como jornalero en la zona. Al preguntarle cómo ve su futuro, se ríe. “Solo Dios lo sabe. En los últimos diez años no ha cambiado nada”. Tanto él como otras personas del campamento explican que están cansados tras diez años en situación de desplazados. Aunque la guerra haya terminado, ellos se han quedado en el limbo. Para los georgianos que viven en la frontera, las heridas de la guerra nunca se han cerrado.

Malkhaz Vanishvili, cuyo huerto se encuentra en el lado georgiano de la frontera y su casa en el lado osetio. (C. Tulbure)

La vida de Davit se reduce a la agricultura de subsistencia y a vender algún producto agrícola o trabajar como jornalero. Tiene pocas o ninguna perspectiva de emigrar en busca de trabajo, dado que no podría costearse los gastos con la magra ayuda gubernamental, de la cual tienen que pagar también los recibos de agua y electricidad en las casas del asentamiento. En los propios campamentos las expectativas tampoco son mucho mejores para los jóvenes, aunque exista una infraestructura básica como escuelas o guarderías en los campamentos de desplazados, y prefieren emigrar a Gori o Tiblisi.

En Gori se abrió un Museo de la guerra de 2008, como algo del pasado, pero tanto en las palabras de los refugiados como en sus muros ametrallados el conflicto sigue visible. Natia es originaria de Disevi y su pueblo se encuentra a fecha de hoy en un área a la que ella no puede acceder legalmente. Tiene 30 años, es abogada, tiene dos hijos, y vive desde hace diez años como desplazada interna. “Nos quedamos en el pueblo hasta los últimos días. El pueblo acabó quemado, incluida la escuela. No tengo nada a lo que volver”, relata.

Explica llorando que no quiere hablar de la guerra, ha sido el pacto que ha hecho consigo misma en los últimos diez años: no recordar aquellos días. “Al principio no podía escuchar ni el idioma ruso, ahora mi suegra es rusa y hablo con ella en ruso”, añade. Lleva a cabo proyectos dentro de la comunidad de desplazados, especialmente con mujeres en la zona de Gori. Muchos de ellos están todavía a la espera de recibir una vivienda del Gobierno georgiano. Al trauma del pasado se le añade la precariedad económica con la que lidian muchos georgianos, sobre todo si proceden de las zonas rurales, donde escasea el trabajo y los jóvenes optan por emigrar. “Hemos pasado por tantas cosas malas que, si no te ríes cuando las recuerdas, no podrías contarlas”, explica Natia.

A pesar de las modestas ayudas económicas y de alojamiento, “la gente en general no piensa tanto en empezar su vida en otro lugar, sino en regresar”, comenta Iulia Kharashvili, de la organización de mujeres desplazadas “Consent”. No obstante, a diez años de la guerra, familias enteras expulsadas por el conflicto no tienen un lugar al que volver, y pelean cada día por construir un hogar al que puedan llamar “su casa”.

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