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Lo que el viento se llevó: ¿qué se sabe de las primeras civilizaciones de la Península?
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Un pais de traca

Lo que el viento se llevó: ¿qué se sabe de las primeras civilizaciones de la Península?

Tartesios, celtas, cartagineses o iberos fueron algunos de los pueblos que habitaron lo que ahora conocemos como España. Desentrañamos la herencia de aquellos que nos precedieron

Foto: Bronce tartésico en el Museo Arqueológico de Sevilla (Imagen: José Luiz Bernardes Ribeiro / Wikimedia)
Bronce tartésico en el Museo Arqueológico de Sevilla (Imagen: José Luiz Bernardes Ribeiro / Wikimedia)

El agua que no corre se estanca. La mente que no trabaja, también.

Víctor Hugo.

No es mucho lo que se sabe sobre los antecedentes de las poblaciones que habitaban la península en tiempos inmemoriales; la noche de los tiempos no es muy pródiga en información y sí en sorpresas mayúsculas. Por citar algunas referencias; al norte, un enigmático pueblo milenario vivía entre hayas y robles, entre montañas y ríos, entre la tierra y el mar, y se cree que vinieron a caballo de las culturas neolíticas importadas del cercano oriente, pero lo cierto, es que todavía a día de hoy la aparición de los vascos es una gran incógnita que tal vez el farragoso cierre de las investigaciones sobre el genoma humano ponga en su sitio.

Mientras, al sur, un reino aún más extraño, Tartessos con su longevo Argantonio, desaparecía sorprendentemente de la noche a la mañana, enterrado entre dunas y vientos, marismas, terremotos y quizás incluso de algunos de los tsunamis propios de la zona, hurtado a la vista de la historia por construcciones posteriores solapadas o superpuestas ¿Cádiz y su bahía? ¿La costa onubense?, todo aquello sigue presidido por un manto de silencio asentado en una cultura llena de misterios. Asimismo, otra cultura tan ancestral, los misteriosos Celtas, dejaron bajo el verde manto de los collados galaicos ingentes cantidades de construcciones rituales, sin una funcionalidad aparente más allá que la del culto a lo mágico y espiritual. Eso también ocurría hace miles de años. Más tarde, los fenicios se instalaron en el noreste (Barcino y Tarraco) de aquellos lares que ya configuraban una tesela de Escher plagados de una miríada de culturas o sedimentos de ellas.

Foto: Torre del homenaje del castillo mariní de Gibraltar. (James Cridland, Wikimedia Commons)

Tras los iberos vinieron los cartagineses arreando con las Guerras Púnicas y poco más tarde los romanos; tras ellos los bárbaros que se encontraron una Hispania profundamente romanizada - de hecho, de la península ibérica salieron para gobernar el imperio romano, Trajano, Adriano (Dinastía Antonina) y Teodosio, que no es poco. Después, los visigodos, tras siglos de convivencia, mantuvieron la identidad común, la mayoría de las normas jurídicas y la religión, pero sus diferencias entre nobles y monarcas elegidos a dedo sucumbieron a la realidad.

¿Qué no ocurrió después?

El caso de excepción, sería el de los musulmanes, los cuales llegarían con un pan bajo el brazo, pero también con una radical y excluyente concepción de la convivencia, extremadamente maniquea. A pesar de su larga estancia en nuestro lar patrio, nunca se fusionaron con sus vecinos del norte, tan habitantes peninsulares como ellos (ocho siglos dejan huella). Tímidamente, algunos califas hicieron manitas con las doncellas que los reyes navarros les proporcionaban para temas hedónicos o alianzas puntuales, pues la mujer en aquel régimen de machismo exacerbado quedaba reducida a la mínima expresión con más diligencia que la que practicaban los jíbaros con sus víctimas. La herencia cultural árabe en nuestras tierras nos dejó un legado de una riqueza enorme, pero también una tara descomunal; la afición por el debate a palos, una patología que tiende a tardar mucho en disiparse y que solo se puede tratar con sobredosis de educación. Su afición por las conductas calientes, no solo con los vecinos del norte, los hispano-visigodos, sino además entre las taifas; nos dejó una herencia de conflictos bastante efervescentes por no decir crónicos.

Lo que parece obvio, es que, pese a la coexistencia de siglos, nunca hubo una convivencia como tal. Los moros y los cristianos no compartían una misma noción de nación y mucho menos de cultura; mientras unos oraban en dirección hacia el este, los otros cultivaban un románico minimalista y acogedor en torno a una cruz que era mucho más que un símbolo que aglutinaba la idea eterna de la recuperación de las tierras perdidas antaño. Quizás aquella España temprana salvó a Europa de un devenir algo más complicado.

"¿Hubo realmente una lucha de árabes contra cristianos o fue una guerra civil permanente entre españoles islamizados contra otros que no lo eran?"

La pregunta detrás del trampantojo de la historia bendecida es: ¿Hubo realmente una lucha de árabes contra cristianos o, por el contrario, fue una guerra civil permanente entre españoles islamizados contra otros que no lo eran? Esto nos podría llevar a una reflexión como la de aquella sentencia adjudicada a Bismarck, en la que en resumidas cuentas pensaba que éramos el único pueblo incombustible de todo el orbe. Según el ínclito prusiano, éramos unos abonados al follón, una jaula de grillos, un 'kindergarten', el acabose…

Que somos un pueblo de traca, no hay duda. En el asedio de Niebla por Alfonso X, unos usábamos la pólvora con tropiezos de metralla; los otros para tunelar las minas. ¿Cómo una imaginación tan portentosa puede dilapidarse en zarandajas? Quizás a Bismarck no le faltaba razón.

Somos un caso…

El agua que no corre se estanca. La mente que no trabaja, también.

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