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La tragedia del galeón San José, un auténtico desastre español
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La tragedia del galeón San José, un auténtico desastre español

Este histórico navío es una tumba marina y, mientras no haya una renuncia expresa por parte de los gobiernos de España, seguirá siendo parte de nuestro patrimonio subacuático

Foto: Explosión del navío San José, ilustrada por Samuel Scott.
Explosión del navío San José, ilustrada por Samuel Scott.

“Una era construye ciudades. Una hora las destruye.”

Séneca

El patrimonio sumergido ha sido para España un auténtico quebradero de cabeza a través de la historia reciente y, antes de ella… Es probable que el más grande descubrimiento durante este tramo de tiempo haya ocurrido en los albores de este siglo. En el año 1698, en Aguinaga (Guipúzcoa), un pequeño pueblo donde una vibrante industria familiar fundó en 1974 una piscifactoría de angulas de crédito internacional, a una razonable distancia de la costa y en la intersección del rio Oria, afanosos carpinteros de ribera y una pequeña guarnición militar, se esmeraban en diseñar, construir y botar una de las naves más imponentes de la historia naval española, el galeón San José.

En 1699 sería entregado a la armada y, desde la rada de Pasajes, hermoso pueblo guipuzcoano asegurado estratégicamente a la vista de curiosos, hizo la travesía hacia Cádiz acompañado del San Joaquín (de similares características) para alistarse como escolta que protegería el convoy que, con carácter anual, atravesaba el océano con los impuestos de los virreinatos y otras aportaciones. Pero la Guerra de Sucesión, en la que nuestro país estaba inmerso, retrasó el viaje generando costes inadmisibles. Hubo que deshacerse de las vituallas por la larga espera a un momento favorable y por procesos de putrefacción. Desde el año 1701 se intentaría hasta en cinco ocasiones más la imperativa travesía, pero la miríada de embarcaciones piratas que rondaban Cádiz y aguas aledañas exigían una masa crítica de naves por parte española que no acababa de darse.

Tiempo después, aquel increíble bajel se dirigió en singladura tranquila hacia Cartagena de Indias y, tras cargar su preciada mercancía, se organizaron los preparativos para cubrir la travesía de oeste a este del Atlántico. En los días anteriores se habían ejercitado los marinos en ejercicios de tiro, baldeo, recogida y extensión de velas. La salida de puerto se hizo con el máximo sigilo, pues lo natural era sufrir encontronazos con la piratería; pero, en el contexto de la guerra que se estaba librando, era más que posible enfrentarse a la armada británica.

La Doctrina Monroe (1823) ya había advertido a navegantes europeos con su lapidaria frase, aquella que decía “América para los americanos”

Escoltada siempre por fragatas de la armada española o francesa indistintamente (hasta media docena en ocasiones), aquel coloso se antojaba invulnerable. Un armamento compuesto por 70 cañones, que se estima nunca embarcaría al cien por cien, más un abanico de pedreras y una tripulación que rondaba los 500 hombres dependiendo de la carga a bordo, parecían asegurar que todo fuera viento en popa. Pero el principio de incertidumbre, azar, casualidad o lo que sea que alimenta un drama. Un drama que se presentó de improviso un día del año 1708. Era el 8 de junio. La muerte, por lo general, no es indiscreta, presenta credenciales.

La Guerra de Sucesión española generada a la muerte de Carlos II el Hechizado no traería muchas bendiciones a nuestro país

Los ingleses aguardaban pacientemente escondidos a sotavento en la isla de Barú, así se llamaba en aquel entonces (hoy Rosario). La verdad es que estaban informados de sobra de todo lo que acontecía por un sistema de códigos de sabanas tendidas, una sencilla alternativa que evitaba introducir espías; era mejor pagarlos in situ. Nada nuevo bajo el sol. Invertir en espionaje ha sido su fuerte siempre, no hay que negarles capacidades. La apremiante situación de las arcas peninsulares daba para confeccionar una coreografía de ceros.

La presión era tremenda y se decidió salir de Portobelo, afrontando dos saltos intermedios incluyendo Cartagena de Indias y la Habana. Desde allí, fragatas francesas les darían escolta. La Flota española navegaba sí, pero con una alerta reforzada por las adversas circunstancias. Una decena de mercantes, dos galeones mermados de artillería y con enorme sobrecarga, un rápido patache de exploración, una urca ligeramente artillada y dos fragatas francesas, eran toda la cobertura posible en aquel momento de la contienda. La Guerra de Sucesión española, generada a la muerte de Carlos II el Hechizado, el último Austria menor, no traería muchas bendiciones a nuestro país.

placeholder Un navío de guerra británico frente a las costas de Gibraltar. (Thomas Whitcombe, 1800)
Un navío de guerra británico frente a las costas de Gibraltar. (Thomas Whitcombe, 1800)

La batalla naval de Barú es un claro ejemplo de cómo la fortuna ayuda a los audaces. Los navíos españoles y franceses tenían una buena potencia de fuego, con menos alcance, y superioridad numérica. Con buen criterio, el almirante Agustín Villanueva había sugerido al general Fernández Santillán al mando del San José redistribuir una buena parte de la carga en los navíos más rápidos. Y así se hizo, pero solo con la mitad del tesoro.

Un auténtico desastre

Los británicos eran una unión reciente; en medio de la Guerra de Sucesión, en 1707, se configuran como unidad política (sumando Escocia y Gales). A las cinco de la tarde abren fuego para tirar de abordaje. Toda su artillería estaba “levantada” para ahogar las velas del adversario. A las once horas una desgracia severa se apodera de la sobrecargada flota española. El San José vuela por los aires, diana de una certera andanada que penetra hasta la santabárbara. El San Joaquín, se retira del combate por falta de maniobra y con ciertas deficiencias en la obra muerta. A la vista de Cartagena, a unas cuarenta millas, el capitán Villanueva sigue luchando a la desesperada hasta que se pone al amparo de Bocachica; esto ya son palabras mayores para los británicos. Una de las urcas con dos vías de agua consigue achicar razonablemente y encalla: la tripulación incendia la nave ya varada.

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Para los británicos, aunque parezca otra cosa, lo acontecido es un auténtico desastre. La mitad del tesoro (el equivalente hoy a 10.000.000 de dólares), yace en el fondo del mar a unos 900 metros de profundidad. El resto de las naves españolas consigue refugio en Cartagena de Indias. Tres años después, una flota francesa custodiará el tesoro hasta la península y su almirante, Jean Ducasse, será colmado de honores. Aquel tesoro costaría, no solo la perdida de parte de él, sino la vida de sus dos comandantes y cerca de un millar de marinos españoles.

Según el principio de inmunidad soberana expresado conforme a la lectura del derecho internacional, el San José es una tumba marina y mientras no haya una renuncia expresa por parte de los gobiernos de España, seguirá siendo parte de nuestro patrimonio subacuático. Lógicamente, hay otras opiniones que considerar y, esta aproximación y posterior decisión serán arbitrados por un tribunal londinense. No obstante, dice la Convención de la UNESCO, redactada a tal efecto en el año 2001 y vinculante respecto del Patrimonio Subacuático, que los barcos pertenecen al estado del que son propiedad. En cualquier caso, el precio pagado por nuestros marinos, fue muy alto. In memoriam.

“Una era construye ciudades. Una hora las destruye.”

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