Es noticia
La muerte de los dos condes, el mayor error de Felipe II
  1. Alma, Corazón, Vida
Fanatismo frente a flexibilidad

La muerte de los dos condes, el mayor error de Felipe II

En un momento de su ejercicio como coronado se metió en un gallinero, multiplicando temerariamente los peligros que ya vienen en el menú de la vida

Foto: Retrato de Felipe II (Fuente: Wikimedia / The Trustees of the British Museum)
Retrato de Felipe II (Fuente: Wikimedia / The Trustees of the British Museum)

Equivocarse es humano, no aprender de los errores es imperdonable.

F. Kafka.

Hay gentes que piensan que el creador era un 'crack' (dicen los que entienden que en siete días resolvió el tema, está claro que era un estajanovista de tomo y lomo), Otros argumentan que algo o alguien en un vuelo rasante nos plantó aquí, como geranios, para ver qué pasaba. Hay quienes alientan la teoría de que descendemos de un mono (etíope, para más señas), del cual somos la peor versión al parecer. Los más optimistas piensan que solo somos alegres terrícolas ahítos de soma que, cuando se dan cuenta de la realidad, les entra un soponcio de aquí te espero, aderezando su decepción con grandes dosis de agua de fuego, lo que convierte la combinación en una especie de Bloody Mary con Goma 2. Qué karma.

Como en el mito de la Caverna de Platón, casi nada es lo que parece y lo que sí parece no deja de ser un adulterio o plagio de la realidad, convenientemente manipulado por la subjetividad de nuestra mente, educación, circunstancias vitales (Ortega y Gasset), medio hostil o favorable, etc. A la postre no deja de ser un escenario en el que viviéramos en una cinta de Moebius o en un Maya Hindú, convertidos en axiomas irrefutables donde sombras falaces simulan un formato de realidad engañosa y superficial cuando no estrambótica.

Foto: Retrato de Alfonso X expuesto en el Alcázar de Segovia (Fuente: Wikimedia)
TE PUEDE INTERESAR
Los Juicios de Residencia: un susto de vez en cuando
Á. Van den Brule A.

En esa ficción se vivía durante el reinado de Felipe II y en esa ficción seguimos viviendo. Lo que fue una simple guerra de religión, pretexto que ocultaba una voluntad de control de los mercados de la especiería, cacao, tráfico de esclavos en la costa este africana y otras minucias muy lucrativas, devino en una brutal confrontación. Pero era la religión la que seguía sosteniendo toda esa hipocresía y el emperador-rey había caído en la tupida red de trampantojos que los flamencos de los Países Bajos habían tejido inteligentemente con el apoyo de los anglos insulares como siempre. Nada nuevo bajo el sol.

Una percepción caprichosa, harta de sesgo, mediatizada por la religión hasta el paroxismo desde el punto de vista de este escribano, debió de sucederle al imprevisible coronado llamado Felipe II cuando le dio un repente estratégico y se cepilló a dos excelentes colaboradores que jamás le habían fallado. O a lo mejor tenía un mal día...

En la historia del rey emperador Felipe II (los puristas dicen que “solo” era un rey), en un momento de su ejercicio como coronado, se metió en un gallinero multiplicando temerariamente los peligros que ya vienen en el menú de la vida, extraviándose sin necesidad en un follón que con cierta mano izquierda se habría resuelto mejor y desligándonos de una hipoteca de 80 años de guerra con los consiguientes costes y descosidos, corrompiendo su fama de rey prudente y llevando a la nación a dos bancarrotas. Tras una decisión más que cuestionable, el Minotauro se introdujo en las cavernas de su conciencia y le recordó cada día de su existencia el significado más castellano de lo que comporta meter la pata. Los viejos del lugar dicen que rezaba sin parar para mitigar las consecuencias de sus patinazos.

placeholder Fernando Álvarez de Toledo, III Duque de Alba, por Antonio Moro
Fernando Álvarez de Toledo, III Duque de Alba, por Antonio Moro

De todos es sabido que la Guerra de Flandes es una de las acciones militares más largas de la historia. Tan larga, que cuatro o cinco generaciones de flamencos protestantes y súbditos al servicio de La Corona Española no vieron más que sangre y luto, viudas y huérfanos y adaptación a la indefensión aprendida ante un poder abrumador.

Pero hubo un momento crítico, un punto de inflexión en el que la paz pudo ser, pero el fanatismo no dejó resquicio para que alumbrara esperanza. Los holandeses primigenios estaban en negociaciones para lograr una paz duradera a cambio de que se les dejara comerciar y pagar los correspondientes impuestos. El Duque de Alba, que estaba por aquellos pagos aporreando de forma inmisericorde a los “sublevados“, apoyaba la opción que se planteaba, por verla viable y por el ahorro que suponía para las castigadas arcas de La Corona. El Gran Duque era un militar visionario y sabía perfectamente que esa guerra solo conducía a la ruina, como así fue a la postre.

Pero las negociaciones tomaron otros derroteros y la hecatombe hizo presencia ante los atónitos ojos del Duque, que tenía un punto fuerte tal que era su vis diplomática. No todo era repartir mandobles. En el escenario de la guerra, entre bambalinas, se movía el espionaje español de forma acertada, pero no dejaba de ser un órgano consultivo sin capacidad de decisión. La última palabra, el elemento decisorio, siempre era el rey emperador Felipe II.

"Dos condes de una reputación intachable y fidelidad probada a La Corona Española hacían un trabajo eficiente en pro de la pacificación. Eran Egmont y Horn"

En las actuales Holanda y Bélgica, mientras discurría el tiempo en que se perfilaba su identidad nacional y religiosa, intermediarios de nivel, correos y postas hacían un trabajo de orfebrería para que la información llegara rápida y eficazmente a sus destinatarios.

Dos condes de una reputación intachable y fidelidad probada a La Corona Española hacían un trabajo eficiente en pro de la pacificación de aquella guerra interminable. Ellos eran Egmont y Horn. En las Gravelinas, en el año 1558, el Conde de Egmont aplicaría a Francia con una táctica audaz uno de los mayores correctivos en un campo de batalla. Una disciplinada infantería peninsular daría un recital militar de una precisión suiza como nunca antes se había visto.

Al igual que Egmont, el cabal Montmorency, Conde de Horn, deseaban quitar hierro a la sangría que devoraba los Países Bajos y desnudar el hipócrita trasunto que envolvía otra realidad que no era más que la de una participación en los asuntos comerciales en los que los habitantes de la Provincias del Norte eran duchos en extremo. El manejo del comercio, como lo ha demostrado posteriormente la historia, era su punto fuerte y en una nación de recursos muy limitados, ellos sabían moverse como pez en el agua en los temas mercantiles.

placeholder Conde de Egmont (Fuente: Wikimedia)
Conde de Egmont (Fuente: Wikimedia)

Los holandeses de aquel entonces eran más prácticos y visionarios que el hermético católico español, y manejaban la realidad cotidiana con mucha más cintura que el apolillado, en términos religiosos, líder imperial. Guillermo de Orange, el noble levantisco, que tantos dolores de cabeza había dado con su cerrada defensa de los intereses de las provincias del norte, se oponía rotundamente a la implantación de las huestes del Santo Oficio, por el terror que emanaban los tristes antecedentes de esta organización con un cartel bastante oscuro. Una población con una clara vocación orientada al libre pensamiento no podía admitir que una banda de iluminados fuera prendiendo fuego a los disidentes locales. El Cardenal Granvela, máximo instigador de esta solución, tenía aterrorizados a los pobladores del norte de Francia y los ecos de los desgraciados que caían en sus manos no eran disimulados con sordina, sino al revés, potenciados con una acústica muy estudiada para paralizar cualquier desacato. Las gentes sublevadas estaban hartas de la religión y de una interpretación tan drástica y radical cuando, según la teoría teológica, deberían de discurrir por caminos más compasivos cuando no comprensivos y tolerantes.

Alarmado por la situación, Guillermo de Orange, líder de la liga protestante de la sublevación en los Países Bajos, se dio a la fuga al ver venir el imponente ejército español con el Gran Duque de Alba al frente. Entrado el otoño del año 1567, Alba, que hasta ese momento había sido un caballero intachable, invitó a los dos condes, Egmont y Horn, a la sazón con poderes negociadores al más alto nivel y pasaporte diplomático a un prolijo ágape. El capitán español Sancho Dávila, cumpliendo órdenes del Gran Duque de Alba, llegados los postres, echaría el guante a los dos nobles acusados de disidentes. Se cree, y parece ser información objetiva y contrastada, que Henri Kamen, el famoso hispanista inglés, asegura que varios amigos de los dos condes les advirtieron que no fueran al condumio, pero estos rechazaron la información como un infundio.

Foto: Jean de Bethencourt (Fuente: Wikimedia)
TE PUEDE INTERESAR
Jean de Bethencourt, un normando entre guanches
Á. Van den Brule A.

Condenados a muerte por alta traición, fueron decapitados sin miramientos ante una multitud silenciosa, impotente y sollozante. La Plaza Mayor de Bruselas, tal que un día 5 de junio de 1568, se tiñó con la sangre de la infamia de uno de los errores políticos más retorcidos y discutidos de la historia de España. El Duque de Alba se haría cargo para los restos del mantenimiento de las dos viudas e hijos de los ejecutados. Al parecer, su fidelidad al monarca tenía zonas de umbría que su conciencia no podía admitir.

Como en las laberínticas y enigmáticas escaleras teseladas de estilo Moebius, el artista neerlandés Escher, en su inabarcable originalidad y con la distancia del tiempo, sentenciaba cuatro siglos después, en un proceso de tiempo inverso, el mal pronóstico del laberinto español en Zelanda y Frisia. España estaba ganando una guerra perdida.

Equivocarse es humano, no aprender de los errores es imperdonable.

Ortega y Gasset Historia de España