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Jean de Bethencourt, un normando entre guanches
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Jean de Bethencourt, un normando entre guanches

Fue un emisario, explorador y comisionado del rey de Castilla. Los castellanos, durante parte de este periodo histórico, estaban desatados y repartían estopa a diestro y siniestro

Foto: Jean de Bethencourt (Fuente: Wikimedia)
Jean de Bethencourt (Fuente: Wikimedia)

Nada es más despreciable que el respeto basado en el miedo.

Albert Camus.

Era una ironía. Cuando Jean de Bethencourt huía de la Guerra de los 100 años buscando otro mundo, un lugar de paz y serenidad, se dio de bruces con la realidad. Se había engañado con su fantasía. ¿Su conclusión? La violencia florece sin necesidad de riego.

Es muy factible que los seres humanos seamos una solitaria comunidad u orfanato perdidos en la inmensidad del universo. Es más probable todavía que no exista un dios salvador y que, si existiera, le fuéramos totalmente indiferentes, lo que, por otra parte, sería la actitud correcta de cualquier observador ante esta desconcertante melé o avifauna de humanoides instalados en la banal inercia de vivir y en la gresca permanente.

Quizá lo más real y asequible para nuestras comprimidas y salteadas neuronas sea aquello que desde la borda de su nave pensaba Bethencourt en su larga singladura desde las costas normandas hacia el archipiélago canario; que estamos a merced de titánicas fuerzas desconocidas que escapan a nuestra elemental y arrogante comprensión.

Foto: Enfrentamiento, que tuvo lugar hacia 1710, entre una fragata española y un navío británico (Fuente: Wikimedia/ Ángel Cortellini Sánchez)
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La noche era estrellada y nítida, luminosa e inquietante, una enorme masa de medusas luminosas propias de esas aguas, las noctilucas, abrazaban la solitaria nave indicando un cambio de temperatura en las aguas, la costa se acercaba. La nao se enfrentaba a la nada mientras comenzaba a dibujar el contorno de las islas Canarias. La mente del marino afrontaba retos no pautados, pero si latentes en lo más íntimo del ser humano, esos retos que habitan en ese recóndito lugar donde reside la necesidad de sobrevivir a través de la aventura, poniendo en valor lo incierto cuando ya eres consciente de que la materia en la que habitas tiene su caducidad programada en el registro de los días contados. Es como si de una pulsión salvavidas se tratara.

La sed de ser, la necesidad de reconocimiento ante el atronador vacío circundante, solo roto por las olas, batiendo la línea de flotación, la consciencia de lo finito, el balance de lo perdido y ganado, lo imaginado, los espectros del pasado y la fragilidad del porvenir; todo ello iba surtiendo de presencias y sensaciones, de emociones olvidadas a la vez que actualizadas y repuestas en un recordatorio, ora pausado ora vertiginoso, en el discurrir de la mente del navegante enfrentado ante sí mismo en el rumbo hacia lo incógnito.

Cronistas en la época greco-macedónica ya hablaban de la localización de los Campos Elíseos, lugar de residencia de los héroes y mitos helénicos en las misteriosas Islas Canarias. El famoso historiador alejandrino Manetón y el griego Heródoto ya revelaron como la expedición fenicia financiada por el faraón Necao II, muerto en los albores del siglo VI a. C había avistado Lanzarote y Fuerteventura. Asimismo, Plinio el Viejo, probablemente uno de los mayores eruditos de la Roma eterna, muerto en el año 79 d. C en la brutal explosión del Vesubio que sepultó Pompeya y Herculano, hacía clara alusión en sus escritos sobre este particular.

"Hay que recordar que los únicos que se habían internado profundamente en el Atlántico eran nuestros hermanos portugueses"

Lo que es incuestionable es el hecho de que toda una escuela de historiadores habla de una expedición fenicia que desembarcó en las islas hacia el XII a. C, y que el famoso líder marino cartaginés Hannón el Navegante las registró en sus cartas en el 470 a.C.

Antes de la conquista del s. XV, al final de la Baja Edad Media - principios del Renacimiento, se estima que la población autóctona oscilaba en torno a varios centenares entre Lanzarote y Fuerteventura, cerca de 30. 000 individuos en Tenerife y Gran Canaria y no más de 5.000 entre La Palma, La Gomera y El Hierro.

Pero, si tantas referencias había, ¿por qué era tan nula la constancia cartográfica?

Hay que recordar que los únicos que se habían internado profundamente en el Atlántico eran nuestros hermanos portugueses. Los lusos tenían un amplio conocimiento de las costas del oeste de África. Bartolomé Diaz y, posteriormente, Vasco de Gama ya habían doblado el Cabo de las Tormentas (Buena Esperanza) llegando el segundo a Calcuta. El problema estribaba en que la escuela de cartógrafos de Sagres usaba unos métodos de encriptamiento muy rigurosos y elaborados para confundir, en caso de sustracción o espionaje, a sus adversarios militares o comerciales.

"Cuando no era Bocanegra, era Pero Niño o Tovar los que estaban muy subidos, en plan pirómano y requisando todo lo que pillaban"

Jean o Juan de Bethencourt era un emisario, explorador y comisionado del rey de Castilla. Los castellanos años antes y durante parte de este periodo histórico estaban desatados por aquel tiempo y todo hay que decirlo, repartían estopa a diestro y siniestro. Ora aligeraban los barriles de cerveza de Brie o Plymouth, ora le pegaban fuego al puerto de Londres - Gravesend. Cuando no era Bocanegra, era Pero Niño o Tovar los que estaban muy subidos, en plan pirómano y requisando todo lo que pillaban.

La apuesta de Jean de Bethencourt era más sólida y estable. Nacía con buena estrella, buen padrino y un objetivo comercial claro. Había, a priori, un motivo muy potente sujeto a la demanda en alza del momento de un producto llamado la Orchilla (un liquen), tinte muy exclusivo que causaba furor entre las féminas adineradas.

Pero no todo pasaba por el filtro de las ambiciones; había que pagar un precio intangible por su obtención. Se hace necesario recordar que en las mentes de los marinos de la época estaba presente la famosa caída al vacío con el consiguiente terror reverencial a la catarata del fin del mundo.

La Corona de Castilla se atrevió a enfrentar este reto y triunfó a lo grande.

Lo primero que hizo Bethancourt y su socio de correrías, el bravucón La Salle, conflictivo a más no poder, fue ocupar la espectacular isla de La Graciosa, al norte de Lanzarote. Montaron un tinglado lo más parecido a un fuerte, pero con roca marina, nada de empalizadas, la madera (jopos y siemprevivas) era para cocinar y estas, aunque endémicas eran escasas.

placeholder Ilustración del manuscrito medieval 'Le Canarien', representando a Gadifer de La Salle en su barco durante la expedición a las Islas Canarias en 1402.
Ilustración del manuscrito medieval 'Le Canarien', representando a Gadifer de La Salle en su barco durante la expedición a las Islas Canarias en 1402.

Hay que destacar que, desde una perspectiva genética, los linajes maternos de los indígenas majoreros y guanches tenían paralelismos o raíces bereberes. De hecho, aunque su lenguaje era de desarrollo propio y marcadamente aislacionista, se hace suponer que fue una oleada u oleadas muy seguidas, generadas probablemente por algún acontecimiento determinante que a la luz de la carencia de información actual es difícil de evaluar. ¿Hay voces comunes? Si ciertamente, pero las diferencias entre árabes y bereberes son más que notables lingüísticamente.

Además, los avanzados estudios sobre la genética humana (los haplogrupos) trazan nítidamente la ascendencia a través del proceso matrilineal ,y son concluyentes. Hasta el Tato y mientras no se hagan nuevos descubrimientos, todos descendemos de los árboles sin duda, pero de árboles etíopes. Que luego nos diera por hacer excursiones por aquí y por allá es otro tema.

De entrada, el idioma bereber es de línea afroasiática, el amazigh y el rifeño son evidencias de esta categoría, mientras el árabe es una familia a pesar de sus múltiples localismos. Pero bueno, estos son temas para lingüistas. Lo que es cierto e irrefutable, es que Bethancourt y La Salle llevaban traductores majoreros que habían 'comprado' en su última parada europea en Cádiz. Ello les facilitó una comunicación fluida con los habitantes de La Graciosa y posteriormente con los de Lanzarote y Fuerteventura.

Foto: Mapa con las rutas de exploración de Colón, Magallanes y Cabot (Fuente: iStock)
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En todo este proceso habría que hacer capítulo aparte, por no decir una serie, sobre la peculiar y dantesca conquista de Lanzarote, pues tiene flecos como para una telenovela mexicana. Allá ocurrió de todo, desde lo más surrealista hasta una combinatoria de las bajas pasiones humanas en sumas que fundirían una calculadora. Pero esto es otro tema de enjundia y lo dejamos para más adelante.

Dos franciscanos insertos en la expedición desmienten en las crónicas de las dos versiones de Le Canarien la toma de Tenerife por parte del normando, que a pesar de las medallas que se enganchó a la pechera, nunca pisó aquella tierra hostil. Bethencourt y su compinche de correrías jamás llegaron a invadir dicha isla por el pasmo que les daba enfrentarse a los indígenas locales, y el recordatorio de las masacres que habían perpetrado contra los castellanos y normandos en los primeros compases de la invasión.

Más tarde y avanzada la conquista del archipiélago como consecuencia de la sangría de los nativos caídos (sobre todo en Tenerife), el mestizaje se hizo ley, pues la lucha fue de una intensidad brutal entre las partes. Según cálculos, cerca del 60% de los fallecidos en combate durante el siglo que duró este durísimo enfrentamiento generaron una más que notable pérdida de natalidad, por razones obvias; en consecuencia, la repoblación se hizo a base de castellanos y, en cierta medida, de labriegos normandos.

"Los lusos, que no estaban muy contentos con la intromisión castellana en “sus” terrenos africanos, no reconocerían la soberanía española sobre las islas Canarias hasta el año 1479"

Aunque inicialmente el permiso de los Trastámara fue otorgado al nominado, su 'sobrinito' que era un pieza de mucho cuidado, pues vivía en el despilfarro más ostentoso, intentó infructuosamente perpetrar incursiones frustradas (con ánimo recaudatorio) en las tres islas restantes que permanecían independientes. Maciot, el elemento en cuestión, vendió a Portugal los derechos sobre las cuatro islas conquistadas por su tío. Los lusos, que no estaban muy contentos con la intromisión castellana en “sus” terrenos africanos, no reconocerían la soberanía española sobre las islas Canarias hasta el año 1479, en el Tratado de Alcaçovas. Castilla, como contrapartida, aceptaba el dominio de los portugueses sobre Cabo Verde, Madeira y las Azores.

No cabe duda que Jean de Bethencourt al servicio de Castilla agrandó las fronteras de la futura Corona Española. Canarios y castellanos se tutearon en uno de los enfrentamientos más aterradores de la historia de las invasiones. Hubo mucha sangre, demasiada. Bethencourt pensaba que iba a perseguir a unos chihuahuas, pero eran mastines canarios. La ambición humana es así, no tiene miramientos.

Atemperados los ánimos, hoy España cuenta con uno de los escasísimos paraísos que se puedan calificar como tales y con gentes amables y cálidas donde las haya.

Nada es más despreciable que el respeto basado en el miedo.

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