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La historia de los artistas que decidieron desenterrar a sus muertos
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La historia de los artistas que decidieron desenterrar a sus muertos

¿Qué lleva a alguien a apartar la arena para encontrarse de nuevo con un cuerpo que ya no respira? Quizá sea el acto de amor más sublime y desquiciado de todos

Foto: Cenicienta en la tumba de su madre. (iStock)
Cenicienta en la tumba de su madre. (iStock)

Cuando alguien se va, quedan para recordarle todos los objetos que le pertenecieron en vida. Estos pasan a ser casi santuarios, símbolos sagrados que los que se quedan en la Tierra llorándoles conservan con cariño, pues ya decía Gustavo Adolfo Bécquer aquello de qué solos se quedan los muertos.

Sin embargo, hay algunas personas a las que el dolor por la pérdida las lleva a cometer auténticas locuras. Actos románticos, que han pasado a formar parte de leyendas de fantasmas, pues hay algo tremendamente terrorífico en el acto de desenterrar a un muerto. Y así han quedado en el recuerdo colectivo los protagonistas de estas historias. ¿Qué lleva a alguien a apartar la arena para encontrarse de nuevo con un cuerpo que ya no respira? Quizá sea, al fin y al cabo, el acto de amor más sublime y desquiciado de todos.

Dante Rossetti desentierra a Elizabeth Siddal

Dante Rossetti y la que sería su esposa, Lizzie Siddal, se conocieron en 1850. Por entonces, ella trabajaba en una sombrerería, pero ya había sido modelo para varios artistas prerrafaelitas. Rossetti quedó totalmente prendado de ella y la convirtió en su musa, pues se ajustaba por completo a la concepción de belleza etérea y un poco lánguida que él solía representar en sus cuadros. Fue su Beatriz, mientras él se convertía en Dante, y tan solo unos años después decidieron casarse. Pese a que en un primer momento Rossetti había estado muy enamorado de su mujer-musa, la relación fue muy turbulenta debido a las continuas infidelidades del pintor.

placeholder La pobre Lizzie, posando para Millais como Ofelia.
La pobre Lizzie, posando para Millais como Ofelia.

El famoso cuadro 'Ofelia' de John Everett Millais, que, efectivamente, representa a Elizabeth, también marcó un punto de inflexión en la vida de la musa. Para poder ser representada como la heroína de Hamlet, Elizabeth tuvo que posar durante varias horas en una bañera con un agua que iba quedando progresivamente fría. A partir de entonces su salud se resintió y se hizo adicta al láudano para tratar sus dolencias. Las infidelidades de su marido no mejoraban su estado de ánimo, y terminó por caer en una profunda depresión cuando en 1961 la niña que esperaba nació muerta. Moriría por sobredosis de láudano poco tiempo después.

Según la leyenda, Elizabeth estaba tan bella como en el momento de su muerte, y su pelo rojo había seguido creciendo en la tumba

Rossetti introdujo en el ataúd de su esposa un diario con la única copia de sus poemas. Pese a sus infidelidades, la muerte de Elizabeth le devastó y comenzó a consumir drogas y alcohol. Como temía quedarse ciego, aparcó la pintura y decidió centrarse en la poesía, pero pronto se obsesionó con la idea de recuperar los poemas que se encontraban en el ataúd de su mujer. ¿Qué hizo entonces? Nada menos que conseguir un permiso para poder exhumar el cuerpo de Elizabeth y recuperar los manuscritos. Según la leyenda, Elizabeth estaba tan bella como en el momento de su muerte, y su pelo rojo había seguido creciendo en la tumba. De cualquier manera y sin mucha compasión, Rossetti recuperó los poemas y los publicó, junto con otros nuevos, en 1870.

José Cadalso, por amor a 'Filis'

El escritor y militar José Cadalso conoció a la actriz María Ignacia Ibañez en un extraño momento de su vida: "La mujer de mayor talento que he conocido tuvo la extravagancia de enamorarse de mí cuando estaba desnudo, pobre y desgraciado" diría. Ambos eran jóvenes, ella no tenía más de 25 años, él, 28. Pero pese a su juventud, María ya parecía destinada a convertirse en una gran estrella en los escenarios y sus contemporáneos alababan su increíble belleza. Cadalso cayó rendido ante esta mujer, a la que admiraba profundamente y decidió casarse con ella. En sus poemas fue Filis, y solo la muerte pudo truncar un destino que debía ser inmensamente feliz. Unas fiebres tifoideas.

De negros lutos me vestí llorando/ y de cipreses coroné mi frente/ eco doliente me llevó con quejas hasta su tumba

Fue enterrada en el cementerio de la iglesia de San Sebastián en Madrid, y aquí comienza la leyenda. Parece ser que, roto de dolor, habría intentado desenterrar a su amada una noche y lo hubiera conseguido de no ser por la intervención de los criados del Conde de Aranda, que era amigo suyo. ¿Verdad o mito? Quizá las ínfulas necrológicas solo existieron en su mente, pero por lo menos dejó unos bonitos versos para Filis: De negros lutos me vestí llorando/ y de cipreses coroné mi frente/ eco doliente me llevó con quejas hasta su tumba.

Carolina Coronado, la embalsamadora

Aquí hay un poco de trampa porque no puede desenterrarse lo que jamás se enterró. La historia de Carolina Coronado es aún más tétrica y bastante romántica, en el sentido literario de la palabra. Diagnosticada con catalepsia crónica, en varias ocasiones la dieron por muerta y vivía con el miedo constante de que la enterrasen viva, como si se tratase de un personaje de algún cuento de Edgar Allan Poe. Con una condición así, es de suponer que siempre tuvo una relación muy cercana, por decirlo de alguna forma, con la muerte. Se enamoró del primer secretario de la embajada de Estados Unidos en España, Horacio Perry, hasta el punto de morirse (de nuevo realmente debido a su catalepsia, no de manera figurada) cuando él le dijo que tenía que marcharse a su país. Finalmente, se casaron en Gibraltar.

Se negó a enterrar a su marido y se dirigía a él con cariñosos apelativos como "el silencioso" y "el hombre de arriba"

Sin embargo, el que acabó muriendo fue él, concretamente en 1891. La salud mental de Carolina, que ya se había resentido con el fallecimiento de su hija mayor por culpa de un sarampión, se quebró por completo. Ordenó que lo embalsamaran y colocó su cadáver en un sarcófago en la capilla del palacio, donde rezaba a su lado. Se negó a enterrarlo y se dirigía a él con cariñosos apelativos como "el silencioso" y "el hombre de arriba".

Un esqueleto y una canción

Si el amor de tu vida se muere y no puedes pagarle un entierro digno, alguien sacará rédito de la desgracia... esa parece la conclusión de la historia del periodista y aspirante a poeta Francisco Caamaño de Cárdenas. Enamorado de Irene Gay en La Habana a finales del siglo XIX, cuando ella solo contaba con 18 años, murió culpa de una tuberculosis. La enterraron con el vestido de novia, pues estaba prometida con Caamaño. Aunque fue enterrada en el llamado 'tramo de los pobres' del Cementerio de Colón, al poco tiempo le enviaron una carta al periodista informándole de que exhumarían sus restos por la falta de pago de las tarifas y lo pondrían en una fosa común. El escritor, que no toleraba esa idea, sobornó a los sepultureros para que le entregaran los restos mortales de Irene. Guardó el esqueleto en casa, lo que, irremediablemente, alentó los rumores sobre su supuesta necrofilia.

Parece ser que Caamaño se marchó del país para poner tierra de por medio y, cuando volvió, Julio Flórez había compuesto un poema con su historia y Alberto Villalón la había puesto música. Todas las noches iba al cementerio / A visitar la tumba de su hermosa/ Y la gente murmuraba con misterio/ "Es un muerto escapado de la fosa". De lo que sucedió con los restos de la pobre Irene, nadie tiene ni idea.

Cuando alguien se va, quedan para recordarle todos los objetos que le pertenecieron en vida. Estos pasan a ser casi santuarios, símbolos sagrados que los que se quedan en la Tierra llorándoles conservan con cariño, pues ya decía Gustavo Adolfo Bécquer aquello de qué solos se quedan los muertos.

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