Historia de los test de inteligencia: así se creó el número que diferencia a los superdotados
A principios del siglo XX varios investigadores establecieron las bases para medir el intelecto del ser humano y poder compararlo
Pocos asuntos más complejos que tratar de establecer baremos para medir el nivel de inteligencia del ser humano. Para adjetivar semejante reto se podrían utilizar las mismas palabras con las que Mariano Rajoy definió la cerámica de Talavera y decir que tratar de desarrollar un cociente intelectual "no es cosa menor. O dicho de otra manera, es cosa mayor".
Aunque el estudio de nuestro propio intelecto es consustancial al ser humano y hay multitud de referencias a lo largo de la historia, es a finales del siglo XIX cuando el asunto se pone interesante y los investigadores se empiezan a aproximar a la idea de poder medir el de cada individuo. Tal y como explican Carmen Molero, Enrique Sanz y Cristina Esteban, profesores de la Universidad de Valencia, en una interesante revisión histórica sobre este campo, el psicólogo inglés Francis Galton fue probablemente pionero más destacado, dedicándose durante las últimas décadas del siglo XIX al estudio sistemático de las diferencias individuales en la capacidad mental, demostrando que esas disparidades existían incluso en los procesos más básicos.
Galton sirvió de base y referencia al psicólogo Alfred Binet y al psiquiatra Thèodore Simon, que recibieron el encargo del gobierno francés de crear un test sencillo que pudiera utilizarse en las escuelas para localizar a aquellos alumnos que no podían seguir el ritmo de su curso. En 1905, como respuesta a la petición estatal, publican 'La escala métrica de la inteligencia', en el que presentan por primera vez una serie de test de dificultad progresiva adaptados a la capacidad de respuesta correspondiente a cada edad.
Los autores propusieron un método para medir la inteligencia por el cual esta se calculaba en base a resolver tareas que exigían un dominio progresivo del vocabulario y un nivel determinado de comprensión y capacidad aritmética. Esta primera fórmula (conocida a partir de entonces como la escala de Binet-Simon) consistía a nivel práctico en atribuir a cada individuo una 'edad mental' al margen de su edad cronológica, que son sus años de vida. La edad mental no hacía referencia, por tanto, a los años que tenía la persona, sino a las pruebas que el individuo era capaz de resolver en relación a lo que lograba la media del resto de la población de las diferentes edades cronológicas.
Como se puede ver en la imagen anterior, esas pruebas estaban divididas por edades. Si un alumno conseguía completar las pruebas correspondientes a su edad, esta se consideraba como su "edad mental base", y, si seguía completando las siguientes, se debía ir añadiendo una fracción del año. Cuando fracasaba en todas las pruebas de una determinada edad el test concluía. Binet continuó perfeccionando su test, publicando en los años posteriores revisiones que incluían cambios en las pruebas por edades.
La llegada del cociente intelectual
La escala Binet-Simon aportaba una edad mental de cada alumno examinado, pero no permitía tener un cociente como resultado del test que permitiese estandarizar la prueba y comparar datos entre diferentes poblaciones. Varios expertos entran en escena para lograrlo:
El éxito académico de Goddard quedó empañado para siempre por sus planteamientos ideológicos
El primero fue Henry Hebert Goddard, que, aunque no aportó ningún cambio definitivo al análisis del resultado numérico de las pruebas, sí fue esencial para difundir el trabajo de Binet y Simon en EEUU. Tras un viaje por Europa para descubrir la metodología de otros investigadores, este polémico psicólogo publicó en diciembre de 1908 'Las pruebas de capacidad intelectual de Binet y Simon' con su versión de la escala. La promoción del autor hizo que el uso de la prueba se extendiese rápidamente: según la American Psychological Association logró convencer a los médicos estadounidenses para que usaran la prueba y en 1911 ya se usaba en las escuelas públicas. Tres años más tarde, en 1914, se convirtió en el primer psicólogo en presentar los test de Binet antes un tribunal de justicia.
Su éxito académico quedó empañado por sus tesis ideológicas: Goddard argumentaba que la sociedad debería evitar que las personas débiles mentales tuviesen descendencia mediante el aislamiento institucional o la esterilización sexual, lo que le convirtió en uno de los autores favoritos de los defensores de la eugenesia (la autodirección de la evolución humana para la mejora de la especie).
El segundo protagonista es William Stern. Este psicólogo y filósofo alemán, pionero del personalismo crítico, es considerado el inventor del famoso cociente intelectual (C.I.) tras proponer que los resultados de los test como los de Binet y Simon no fuesen una simple diferencia entre su edad mental y su edad cronológica sino una división de la primera por la segunda para obtener una proporción única.
En 1916 el psicólogo estadounidense Lewis Terman publica su revisión de las escalas y del test de Binet-Simon, elaborando las llamadas escalas de inteligencia Stanford-Binet, que siguen siendo una referencia importante para las pruebas de hoy en día. Terman, que llegó a ser presidente de la Asociación Estadounidense de Psicología, fue el que sugirió que, además de dividir la edad mental entre la edad cronológica, ese cociente se multiplicase por 100 y así obtener el número sin decimales que nos sirve a día de hoy de referencia cuando hablamos de resultados en los test.
Frentes abiertos
Con la aportación final de Terman se resuelve simplemente la duda de por qué a día de hoy cuando hablamos de datos sobre lo listo o no que es alguien los justificamos en cifras de test que van desde los 60 u 80 hasta poder superar los 180, pero quedan muchísimas cuestiones abiertas en este campo. Diferentes ramas de las ciencias sociales han debatido durante décadas cuestiones relativas al estudio del intelecto que siguen sin una respuesta definitiva. El departamento de Psicología de la Salud de la Universidad de Alicante resume algunas de las preguntas que los investigadores siguen analizando:
¿La inteligencia es una capacidad general o una suma de capacidades específicas? Es un debate que sigue vivo hoy en día. Investigadores como Charles Spearman defendieron la "existencia de una inteligencia general ('factor g') que subyacía a los factores específicos". Howard Gardner, tras el estudio de personas con lesiones cerebrales, postuló por contra que los seres humanos tenemos diferentes inteligencias y que todas son relativamente independientes del resto. El psicólogo y profesor de la Universidad de Yale Robert Sternberg, coincide con Gardner, sin embargo, solo distingue tres tipos: la analítica, la creativa y la práctica.
Otro de los grandes debates gira en torno a las influencias. ¿Nuestra inteligencia es innata y/o adquirida? Genetistas y ambientalistas tienen estudios a su favor que sustentan sus planteamientos. Por un lado, los estudios a nivel genético han demostrado una inteligencia similar en gemelos, incluso si han sido educados en ambientes diferentes. Se han identificado genes que influyen directamente en el nivel de inteligencia y se ha observado una materia gris similar en zonas del cerebro asociado a ella en esos gemelos que tienen una inteligencia similar. Por otro lado, los efectos del nivel de recursos y de la escolarización temprana han demostrado cambios significativos en el rendimiento en los test de inteligencia.
El último de los muchos que se podrían destacar hace referencia al tema de este artículo: los propios test de inteligencia, que han seguido en constante evolución desde las primeras décadas del siglo XX hasta ahora. A partir de las bases que los primeros investigadores plantearon se ha seguido estudiando la mejor forma de establecer una estandarización de los mismos, de darles fiabilidad y validez y de enfocarlos correctamente en función de si se intenta analizar lo que un sujeto ha aprendido o la capacidad que tiene de hacerlo.
En definitiva, un campo de estudio inmenso y en constante evolución lleno de argumentos interesantes con los que poder rebatir que alguien te llame tonto.
Pocos asuntos más complejos que tratar de establecer baremos para medir el nivel de inteligencia del ser humano. Para adjetivar semejante reto se podrían utilizar las mismas palabras con las que Mariano Rajoy definió la cerámica de Talavera y decir que tratar de desarrollar un cociente intelectual "no es cosa menor. O dicho de otra manera, es cosa mayor".