Que no te engañe 'MasterChef': el miserable mundo de la alta cocina, al descubierto
Los altos niveles de la industria de la restauración y la hostelería están dominados por una ideología donde los horarios abusivos, la presión constante y el acoso laboral
John abandonó los estudios antes de cumplir la mayoría de edad para trabajar en un servicio de 'catering'. Pero pronto tuvo la oportunidad de labrarse una carrera en la alta cocina cuando, inspirado por un amigo, obtuvo un puesto de ayudante de cocinero en un restaurante con estrella Michelin. Su historia se desarrolla en Inglaterra, y aunque pueda parecer excepcional, aislada y poco representativa, Robin Burrow y Christalla Yakinthou, los profesores de la Universidad de Buckingham que han puesto negro sobre blanco esta experiencia real en el estudio ‘Yes Chef’: life at the vanguard of culinary excellence', publicado en la revista 'Work, Employment and Society', aseguran que no es ninguna de estas cosas.
Las vivencias de John, explican los investigadores, son comunes en los más altos niveles de la industria de la restauración, dominados por una ideología extrema donde los horarios abusivos, la presión constante y el acoso laboral son el pan nuestro de cada día. Y en un momento en que los grandes cocineros son tan famosos como las estrellas de rock de antaño, no está de más recordar lo duro que es hacerse un hueco en la élite de la restauración. Las pruebas de Master Chef no son nada en comparación con lo que tienen que soportar los cocineros en la vida real y en esta hay que seguir ganando dinero: no basta con dejar los chuchillos e irse.
Un día durante el servicio, no mucho después de entrar, aliñé mal un plato y Peter me dio una fuerte patada en la pierna por ello
Cuenta el protagonista de esta historia que nunca olvidará su primer día de trabajo en la alta cocina. “Lo primero de lo que me di cuenta es de que los cocineros iban corriendo a todas partes”, explica. “Lo primero que hacían cuando llegaban a la cocina era agarrar las sartenes y esconderlas debajo de sus bancos o en sus frigoríficos. Más tarde me di cuenta que tenías que esconderlo todo porque si no no ibas a volver a verlo. Incluso las cebollas que habías estado picando durante 10 minutos, o un ramito de hierbas aromáticas que habías preparado para un asado, desaparecerán en un segundo si los dejas encima de la mesa. A la gente no le importa que estés en mitad de una faena, tener todo en su lugar ['mise en place'] es lo único que importa”.
Como todos los ayudantes, John empezó a trabajar en el equipo de guarniciones. Su primera labor del día consistía en recoger el pedido de verduras, cargar los sacos de 25 kilos de patatas, cebollas, zanahorias y otros vegetales y dejarlos limpios y ordenados, para después hacer con ellos lo que ordenara Peter, el segundo de cocina al cargo del equipo.
Aprender a patadas
“Peter era muy gritón y agresivo”, explica el joven cocinero. “Era el tipo de persona que impresionaba. Cuando llegaba por la mañana te enterabas. Caminaba alrededor de la cocina y nos daba una patada para darnos la bienvenida: 'buenos días', patada; 'buenos días', patada; 'buenos días', patada… Lo hacía de una forma divertida, pero en realidad estaba mostrándonos quién era el jefe. Un día durante el servicio, no mucho después de entrar, aliñé mal un plato o lo hice muy lento –no lo recuerdo exactamente–. Peter me dio una fuerte patada en la pierna por ello. Me giré y le dije: '¡No me vuelvas a tocar! Pega a todos los demás si quieres, pero a mí no me toques'. No volvió a tocarme, pero hizo todo lo que pudo para hacer que mi jornada laboral fuera miserable”.
A veces sabía que estaba ocupado, me llamaba del otro lado de la cocina y, cuando llegaba para ver qué quería, me decía: 'que te follen'
John asegura que tras ese incidente el segundo chef le encargó las peores tareas de la cocina y estuvo limpiando espinacas, haciendo ensaladas y pelando patatas todos los días durante meses. Durante el servicio, cuando no había suficiente sitio en cocina para hacer estas tareas, Peter le mandaba a trabajar al patio, en pleno invierno. Y cuando le dejaba trabajar dentro no podía estar en la misma habitación que él. “Si necesitaba algo de su parte de la cocina tenía que pedir a alguien que me lo trajera”, explica.
Peter jugaba, en definitiva, a hacerle la vida imposible. “A veces sabía que estaba ocupado, me llamaba del otro lado de la cocina y, cuando llegaba para ver qué quería, me decía, 'que te follen', y se reía. Volvía a mi sección sintiéndome un estúpido, irritado por caer en la misma broma una y otra vez, pero no tenía otra opción. Si Peter me llamaba, aunque solo fuera para mandarme a la mierda, tenía que ir a ver qué quería. Todos lo hacíamos. Era el segundo chef. (…) Le odiaba con pasión, quería matarlo. Incluso ahora me saca de mis casillas pensar en él. Estaba intentando avanzar en la cocina, pero era imposible con él en medio”.
Su consejo era básicamente que me callara, me aguantara, y le hiciera pensar que tenía razón, aunque no la tuviera
Después de aguantar cuatro meses en esta situación hubo un cambio en el organigrama. El chef movió a Peter a la sección de entrantes y el otro asistente del jefe de cocina, Paul, se encargó del grupo de guarniciones. John respiró aliviado, pero no pudo librarse de su némesis.
“En seis meses hice varios amigos en la cocina y me explicaron un montón de cosas, entre ellas cómo lidiar con Peter (…) Su consejo era, básicamente, que me callara y me aguantara, y le hiciera pensar que tenía razón, aunque no la tuviera. Funcionó la mayor parte del tiempo pero hubo un día que aún está grabado en mi mente. Estaba trabajando con las carnes y Peter había pedido un cordero. Quería que lo prepara de una forma específica, pero no me lo dijo, así que lo cociné como siempre (…). Así que, claro, preparé el cordero mal y cuando Peter lo vio se volvió loco. Él no me dijo que quería algo diferente, pero la tomó conmigo y me lanzo un rollo gigante de film desde la otra punta de la cocina, que me dio muy fuerte en el pecho. Dejé mi cuchillo. Tenía una camara frigorífica a mi lado, me metí dentro y empecé a llorar incontroladamente. Nunca había llorado así”.
“Lo que paso después fue extraño”, continúa John. “Peter vino y estuvo 20 minutos hablando conmigo en el frigorífico”. El segundo chef se sentía culpable y le aseguró que no tenía nada en contra suyo. Pero la situación no cambió en absoluto.
El síndrome de Estocolmo
John se pasó dos años trabajando en esa cocina en la que, asegura, nunca se sintió cómodo. “Estaba harto de los chefs y de estar allí”, asegura. “No tenía ninguna confianza. No podía pensar, no podía trabajar. Literalmente no podía hacer nada (…) Cuando lo dejé no sabía qué otra cosa hacer. Así que me fui a casa y traté de encontrar otro trabajo, algo fácil”.
Aunque el joven cocinero pensaba que, tras abandonar el restaurante en el que trabajaba le iba a ser imposible encontrar otro puesto –“Si no podía trabajar en esa cocina ¿qué podía hacer?”– consiguió un empleo en un hotel de cinco estrellas, donde nunca se trabajaba más de 12 horas y todo el mundo era amigable.
Antes trabajaba de 7 de la mañana a 12 de la madrugada, con una hora de descanso, cinco o seis días a la semana. Aquí se trabajaba más
“Después de una semana, aunque el cocinero para el que trabajaba había tenido su propia estrella Michelin en su anterior restaurante, me di cuenta de que ese sitio no era para mi. No había ruido, ni adrenalina, ni tensión. Había pasado los últimos dos años y medio en una cocina que demandaba el más alto estándar todos los días, utilizando el mejor producto que podías encontrar en el mundo” Después de tres meses, John logró un puesto en una cocina más parecida a aquella en la que había trabajado antes.
“Nos llevábamos muy bien, pero era muy diferente al primer estrella Michelin en el que había trabajado”, explica John. “Para empezar los horarios eran una locura. Antes trabajaba de 7 de la mañana a 12 de la madrugada, con una hora de descanso, cinco o seis días a la semana. Aquí se trabajaba más. Empezaba antes y acababa después, a veces a las dos de la mañana, y tenía que levantarme a las cinco para ir a trabajar”.
Como explica el joven cocinero, no puedes trabajar 18 ó 20 horas al día, cinco días a la semana, sin volverte un poco loco. “El restaurante se convierte en tu vida y tienes que amarlo o marcharte”, reconoce. John supo adaptarse al ambiente “agresivo, muy reglamentado, parecido a un ejército”, pero no todo el mundo lo lograba.
El cocinero cuenta la historia de un amigo suyo al que consiguió un puesto en la cocina y lo abandonó al poco tiempo, después de que uno de los chefs le propinara un puñetazo en la cara. Peor suerte tuvo un joven ayudante del restaurante, que vivía tan lejos del local que muchos días no llegaba a dormir a casa y tenía que acostarse en la parada del autobús. Aunque intentó sobrevivir estaba tan cansado que no daba pie con bola y acabaron echándole a patadas de la cocina.
Un trabajo que no es para todo el mundo
Tras estar varios años trabajando en este restaurante John había pasado por todas las secciones y era igual de bueno que sus jefes, pero no podía promocionar, sencillamente porque no había hueco para más cocineros 'senior'. “Una vez que sentí que no estaba aprendiendo, que no estaba progresando, me empecé a aburrir”, explica.
John consiguió un nuevo trabajo, esta vez como jefe de cocina, pero en otro país. Y allí intentó aplicar todo lo que le habían enseñado. Pero no pudo. “El enfoque agresivo que había aprendido no era permitido en mi nueva cocina y me metí en líos con la dirección por tratar de imponer esa clase de disciplina”, explica el chef. “Echando la vista atrás, me doy cuenta de que esto abrió mi mente”.
Si quieres ser chef en una buena cocina tienes que estar preparado para que absorba tu vida por completo
Ahora John reconoce que se puede dirigir una cocina de primer nivel sin violencia, pero el trabajo siempre será duro. Lo más sorprendente es que no se arrepiente de la carrera que escogió aunque, apunta, no es un trabajo para todo el mundo: “Si quieres ser chef en una buena cocina tienes que estar preparado para que absorba tu vida por completo, para perder a todos tus amigos, no tener una vida social normal, perderte importantes eventos familiares, estar cansado, estresado, molesto y enfermo y, aun así, querer volver a trabajar todo el día, todos los días. Si no estás preparado para esto, no cocines”.
“Si estás dispuesto a bajar la cabeza, trabajar sin descanso durante al menos seis, siete, ocho días, y escuchar y aprender todo lo que te dicen, todo estará en su lugar”, reconoce John. “Tendrás incontables posibilidades, podrás trabajar en cualquier parte del mundo, las puertas se abrirán, y tendrás un trabajo que amas”. ¿Merece la pena pagar el precio?
John abandonó los estudios antes de cumplir la mayoría de edad para trabajar en un servicio de 'catering'. Pero pronto tuvo la oportunidad de labrarse una carrera en la alta cocina cuando, inspirado por un amigo, obtuvo un puesto de ayudante de cocinero en un restaurante con estrella Michelin. Su historia se desarrolla en Inglaterra, y aunque pueda parecer excepcional, aislada y poco representativa, Robin Burrow y Christalla Yakinthou, los profesores de la Universidad de Buckingham que han puesto negro sobre blanco esta experiencia real en el estudio ‘Yes Chef’: life at the vanguard of culinary excellence', publicado en la revista 'Work, Employment and Society', aseguran que no es ninguna de estas cosas.