La enigmática princesa de Éboli, un quebradero de cabeza para el rey-emperador
Ana de Mendoza y de la Cerda fue como la laca del inmenso e incontestable arte de un jarrón chino, que encierra un enorme trabajo de artesanía oculto
“Donde quiera que estés, te gustará saber que te pude olvidar y no he querido, y por fría que fuese mi noche triste, no eché al fuego ni uno solo de los besos que me diste”
Joan Manuel Serrat
La parte ignorada de la historia de Ana de Mendoza y de la Cerda, la trama esencial, el articulado verdadero, es a la luz de lo que hoy se desconoce un embrollado enigma de trágicos ribetes, como si de los mimbres autores de una vida enterrada en el misterio más absoluto se tratara. En esa bruma de olvido y desconcierto están enterrados los secretos más oscuros de un momento fértil en conspiraciones, preguntas sin respuesta, crímenes, golpes bajos y tejemanejes palaciegos que se instalaron en nuestro país en el momento más dinámico de la expansión de nuestra gran nación.
El omnímodo poder imperante en el transito del siglo XVI, asfixiante, rancio, opresivo y sin ventilación, hablaba impostado sobre alguien que tenía voz propia y que calló, saqueada, profanada y expoliada por una horda de grosería coronada por blanqueadas y almidonadas golas de dudoso gusto, básicamente por la escasa y poco viril caballerosidad de sus propietarios, que navegaban más en la estética del oficio ministril de abrevar y medrar que en la más necesaria de atención del factor humano, algo muy frecuente en la triste clase política de este grandioso país –monumento a la historia por sus logros y despropósitos–, que se dedica a fagocitar a quienes les nutren.
Tuvo que vivir humillaciones e infamias sin cuento, pero lo que hizo, lo hizo con intensidad y con estilo y logro triunfar en su pensamiento libre
Lo que sobre la princesa de Éboli se ha escrito es como la laca de ese inmenso e incontestable arte de un jarrón chino que encierra un enorme trabajo de artesanía oculto en el que solo destaca lo evidente.
Presidida su existencia por una vida opresiva que la condenó en aquellos años de oscurantismo prieto y cerrado de filas a desarrollar unos patrones en contradicción flagrante con un talante abierto a la exploración y a la búsqueda de la experiencia vital en un mar abierto –el de su mente elegante y sofisticada–, donde se imponía el océano proceloso de la asfixiante sociedad cortesana de la época, tuvo que vivir humillaciones e infamias sin cuento; pero lo que hizo, lo hizo con intensidad, con estilo y, a pesar de la represión sufrida, triunfó en su pensamiento libre de mujer ilustrada y culta, por obra y mano de su cultísima madre.
La bella y el crápula
Hija de Diego Hurtado de Mendoza, virrey de Perú y pluriempleado funcionario,además de un elemento de mucho cuidado por su afición a las faldas, dio en traer a este infernal paraíso a una de las más bellas mujeres que la naturaleza haya creado. Aunque no existe testimonio alguno fehaciente y contrastado sobre el enigmático parche que portó durante toda su vida, la mayoría de los biógrafos asumen la historia de un posible traumatismo producido por el florete de un paje con el que jugaba a la esgrima. De haber sido una patología congénita es harto probable que se hubiera reflejado en las descripciones biográficas de la época, cosa esta que no guarda reflejo en crónica alguna.
Antonio Pérez era un personaje intrigante y ostentoso, adulador, un crápula de tomo y lomo, y de vida más que disoluta
Para poner en contexto toda esta historia, se hace necesario mencionar a un personaje infamante y rayano en la amoralidad más absoluta, eso sí, revestida de la parafernalia y pompa propia de aquellos que necesitan una buena coartada para parecer, más que ser, habida cuenta del vacío que les ocupa. El sujeto en cuestión, un tal Antonio Pérez, era de juzgado de guardia.
Una rocambolesca y alambicada historia de espionaje a varias bandas había estallado simultáneamente salpicando a varios de sus protagonistas y desvelando una trama de una envergadura inconcebible. España estaba adquiriendo en el siglo XVI un protagonismo incuestionable en el tablero internacional y su colosal poderío, en crescendo sostenido, para seguir en rumbo propicio, debía ser sometido a algunas correcciones.
El secretario de cámara de Felipe II, Antonio Pérez, era un personaje intrigante y ostentoso, adulador, un crápula de tomo y lomo, y vida más que disoluta; era un auténtico exhibicionista perfumado en una España que a duras penas empezaba a despegar de su secular pobreza, aliviada por el flujo del oro americano. De inteligencia sobrenatural, infravaloró a su rey engañándolo no solamente en delicados asuntos de estado y ocultándole información estratégica fundamental, sino que además era un perfecto traficante de influencias, vendedor al por mayor de vulnerables debilidades en la estructura militar del reino (como se demostró después en el ataque inglés a Cádiz), hábil manipulador en el arte del enfrentamiento sectario y osado Casanova que al parecer llegó a compartir como amante con su monarca a la propia princesa. Un “elemento”, en definitiva, de armas tomar.
Su arrogancia y excesos, su autocomplacencia en la aparente impunidad en la que estaba instalado, fueron su sentencia. Se puede engañar puntualmente y no pasa nada, también hacerlo durante mucho tiempo y tener suerte, pero no permanentemente, sin cometer un error en algún momento. Al final, los disolutos tienen su San Martín, y el efecto de la gravedad también opera sobre los ambiciosos recordándoles su "memento mori".
Graduado en conspiraciones domésticas
Los frentes abiertos para afrontar los retos que se le presentaban a España en el complejo tablero geoestratégico en el que intervenían accionistas del calado de la talla de Francia, los berberiscos, Inglaterra y los turcos, eran más que suficientes como para aderezarlos con conspiraciones domésticas, especialidad en la que este primoroso conspirador se dedicó a enfrentar a las facciones representadas por los Éboli por un lado y los partidarios de los Alba y Juan de Austria por otro. A duras penas, la creciente hegemonía de los reinos de España podía mantenerse en equilibrio con tal desaguisado en la tramoya.
A cubierto de miradas indiscretas y ocultos tras sus embozos, un grupo de matones tendieron una vil celada al secretario de Juan de Austria
Para complicar las cosas aún más, el último día de marzo de 1578, hacia las once de la noche, seis expertos sicarios, hábiles con el cruel acero y elegidos de entre los de peor ralea, aguardaban al hombre de confianza de Juan de Austria, Juan de Escobedo, en un esquinazo en aquel alambicado dédalo de calles que era, y es, el precioso barrio madrileño de los Austrias. A cubierto de miradas indiscretas y ocultos tras sus embozos, un grupo de matones tendieron una vil celada al secretario de Juan de Austria (hermanastro de Felipe II), Juan de Escobedo, que era su mano derecha y hombre de absoluta confianza. El futuro interfecto no tuvo tiempo ni para santiguarse.
El espigado cántabro iba absorto en las complejas decisiones de la Guerra de Flandes y el proyecto de invasión de Inglaterra, y sus distraídos pajes no advirtieron nada anormal, por lo que no se procedió a tomar precaución alguna. El trote de los jinetes era más que relajado y nada indicaba signo alguno de alarma.
Entonces, de la esquina donde se alojaba la tiniebla, salió fulgurante una espada toledana que no dio lugar a reacción alguna. Sin tiempo para el asombro por lo certero de la estocada y en el desconcierto generalizado, el golpe de mano había segado el aliento de un incondicional y leal amigo de Juan de Austria. La muerte siempre es una sensación sin peso.
La impresión causada en Juan de Austria por la desaparición de su enorme amigo de la infancia, sumada a la pérdida de confianza de su hermanastro el rey-emperador y las insalubres condiciones de la guerra en Flandes, más una pésima operación de hemorroides complicada probablemente con un tifus galopante que la negligencia médica de los cirujanos militares no pudieron evitar, provocó una tremenda hemorragia en el ya eximio y amortizado cuerpo del general que lo desangró en un abrir y cerrar de ojos.
Tarde ya, y fallecido su hermano, el rey se percataría de las manipulaciones que ejercía Antonio Pérez sobre él y, por ende, de la injusticia que había cometido tratándolo como a un apestado y marginal.
Una situación explosiva
El manipulador secretario había conseguido crear un desaguisado en el que la princesa no solo había quedado malparada, sino que hasta de su maternidad había sido despojada, implicándola en una conspiración que a la luz de los acontecimientos e información con la que hoy se cuenta, tenía más de 'bluff' o 'boutade' que de entresijos probados.
Nunca se llegaría a conocer la consistencia y calado de la conjura, la realidad última del entramado de aquel complot, las extrañas circunstancias que llevaron a la Princesa de Éboli a ser saqueada y su patrimonio expoliado, la extrema crueldad del monarca para con esta volcánica, temperamental y desangrada mujer, arrebatándole a sus hijos, y enterrándola viva primero en Santorcaz y luego en su palacio de Pastrana condenada a la ignominia.
Cabe la posibilidad de que Felipe II la descubriera en la ambigüedad de una relación compartida, probablemente incomprendida por el monarca
Quizás, en el trasunto del trampantojo de lo que parece real y no es, hay certeza más que probable de que fuera amante del rey y del mendaz e inicuo secretario, Antonio Pérez, al alimón. Esta explosiva situación pudiera haber conllevado la desgraciada desventura sobre su enorme figura.
Cabe la posibilidad de que Felipe II la descubriera en la ambigüedad de una relación compartida, probablemente incomprendida y no aceptada por el monarca, y con una resolución bastante vengativa para aliviar el agravio de su ego, una suma de arrebato de autoridad y complejo sumados a su incontestable poder, fueran los causantes de la muerte en vida de la princesa de Éboli.
Pero si eso hubiera sido así, como parece, ¿por qué el monarca no se deshizo antes del crápula del secretario? ¿O es que había más cera de la que arde?
El destino es promiscuo y a veces escupe en la cara.
Ana de Mendoza y de la Cerda, casi cinco siglos de misterio en torno a uno de los episodios más enigmáticos de la historia de España.
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