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Alvarenga, el náufrago que pasó 438 días perdido en el mar lo cuenta todo en un libro
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LA ODISEA DE SALVADOR ALVARENGA

Alvarenga, el náufrago que pasó 438 días perdido en el mar lo cuenta todo en un libro

Pasó 13 meses a la deriva hasta que finalmente apareció en las islas Marshall, al otro lado del planeta. El salvadoreño cuenta su historia en un nuevo libro escrito por el periodista Jonathan Franklin

Foto: Alvarenga, retratado junto a su familia en su retorno a El Salvador. (Reuters/Jessica Orellana)
Alvarenga, retratado junto a su familia en su retorno a El Salvador. (Reuters/Jessica Orellana)

El 30 de enero de 2014, Emi Libokmeto y su marido Russel Laikidrik descansaban en el porche de su casa en la isla de Tile, en el atolón de Ebon, cuando algo imprevisto interrumpió la monotonía de la vida en el Pacífico. Al otro lado de un pequeño canal, un hombre blanco visiblemente demacrado, con una barba gigantesca, apareció de entre la maleza. Poco a poco, y a pesar de no hablar el mismo idioma, la pareja entendería un poco mejor lo que había ocurrido. Sí, aunque estaban acertados en su primera impresión –era un náufrago– poco podían imaginarse que ese hombre había desaparecido 13 meses antes y que, en su vagar, había llegado a recorrer más de 11.000 kilómetros en alta mar.

La historia del dominicano de 35 años Salvador Alvarenga comienza en México, a mediados del mes de noviembre de 2012, el día que se embarcó junto a su compañero Ezequiel “Piñata” Córdoba en las playas de Chiapas en un navío pesquero. Apenas dos días después, una fuerte tormenta inundaría su barco, cuando se encontraban a unos 80 kilómetros de la costa. La epopeya de Alvarenga ha sido recogida por el periodista de 'The Guardian' Jonathan Franklin en '438 days' (MacMillan), que acaba de salir a la venta, y cuyo primer extracto ha sido publicado en las páginas del rotativo inglés.

“Tenemos un problema”

No cabe duda de que el barco iba bien cargado, con 70 galones de gasolina y 16 de agua, 23 kilos de sardinas, un montón de cuchillos y arpones, una radio, teléfono móvil y GPS. Nada de ello serviría a medida que el agua de una terrible tormenta empezó a inundar la embarcación de Alvarenga, lo que dejó inutilizable el GPS que les permitía orientarse y detuvo el motor de la embarcación. Tampoco disponían de ancla, por lo que el equipo de rescate no fue capaz de localizarlos en un punto determinado. “Venid, estoy muy jodido aquí” fueron las últimas palabras de Alvarenga antes de perder todo contacto con la civilización.

El agua salada del mar no era una opción, algo que Alvarenga intentó solucionar a través de la ingeniosa pero desafortunada idea de beberse su propia orina

Las jornadas siguientes fueron una constante lucha entre el agua que anegaba el barco y los hombres, que achicaban sin parar. Alvarenga tomó la decisión de arrojar al mar los casi 500 kilos de pesca que habían conseguido almacenar, algo que tenía un problema añadido: atraer a los tiburones, por lo que caer por la borda podía ser mortal. Sin embargo, se veían obligados a hacerlo, ya que el elevado peso del barco lo hacía inestable, algo muy peligroso en mitad de un oleaje que levantaba la embarcación decenas de metros para dejarla caer a continuación. La tormenta, como si de una maldición bíblica se tratase, no pararía durante los siguientes cinco días.

Tan extrema situación obligó a los dos compañeros a ingeniárselas para conseguir comida. Alvarenga aprendió a coger los peces con sus propias manos (tras cerciorarse, eso sí, de que no había tiburones cerca), golpearlos y rajarlos sin que le mordiesen. Una dieta complementada por un pájaro ocasional, las medusas crudas que los marineros se tragaban sin pensárselo dos veces o la mayor delicia que podían permitirse: tortuga cruda. Más dificultades tuvieron para detener el imparable proceso de deshidratación, ya que el agua salada del mar no era una opción, una situación que Alvarenga intentó solucionar a través de la ingeniosa pero desafortunada alternativa que era beberse su propia orina. Finalmente, otra tormenta estallaría, lo que les permitiría repostar y darse un festín de agua de lluvia.

Psicológicamente, la soledad de alta mar no era nada fácil de llevar. Los dos marineros pidieron perdón a Dios por haber sido “malos hijos” y le prometieron que trabajarían más duro. Pero dos meses después, el estado físico y mental de Córdoba había empeorado sensiblemente, sobre todo después de que un ave cruda le pusiese enfermo. El joven de 22 años había llegado a su límite, y se negó a probar bocado en adelante. Era momento de hacer un pacto, por el cual, el superviviente iría a visitar a la madre del que hubiese muerto para mandarle un mensaje de su parte.

Una mañana, Córdoba despertó a Alvarenga gritando “¡me muero, me muero!” Cuando su compañero intentó darle agua, este se quedó inmóvil y expiró entre convulsiones. Al día siguiente, Alvarenga siguió hablándole como si estuviese vivo: “¿Cómo te sientes? ¿Qué tal has dormido?” El marinero recibía respuesta… La que provenía de su propia boca, que emulaba a Córdoba. En un momento de lucidez, una semana después, finalmente tomaría la determinación de arrojar el cadáver al agua. Si la travesía había sido ya suficientemente dura acompañado, aún lo sería más en los meses que faltaban para su rescate, en los que nunca llegó a tomar la decisión de acabar con su propia vida ya que estaba seguro que, de hacerlo, nunca iría al cielo. Tan dura prueba terminaría dejando una marca indeleble en Alvarenga, que hoy en día se asusta ante la más mínima visión de agua. La única vía de escape era habitar en un mundo de fantasía, en el que “saboreaba los mejores manjares de su vida y experimentaba el sexo más delicioso”.

Lo único que quedaba de mí eran intestinos y vísceras, además de piel y huesos. Mis brazos no tenían carne. Mis muslos eran delgados y feos

Tras meses de “soledad, depresión y pensamientos suicidas”, así como de alucinaciones, un buen día, el pescador terminaría atisbando en el horizonte una mancha que se parecía sospechosamente a una isla. Esa podía ser su última oportunidad para salvar la vida, así que decidió contar las boyas que le mantenían estable y dirigirse a la playa. Una vez sobre la arena se daría cuenta de que estaba tan demacrado que apenas podía andar, por lo que se vio obligado a gatear. “Lo único que quedaba de mí eran intestinos y vísceras, además de piel y huesos. Mis brazos no tenían carne. Mis muslos eran delgados y feos”. Poco después, y a miles de kilómetros de su lugar de partida, Alvarenga se toparía con Russel y Emi en las remotas islas Marshall.

El retorno al hogar

Que el pescador no volverá a ser el mismo tras la experiencia es obvio. El proceso de reintegración en la sociedad de Alvarenga se produjo poco a poco, mientras la prensa internacional competía por ser los primeros en entrevistar a aquel hombre que tanto se parecía a Tom Hanks en 'Náufrago'. Aunque en un primer momento su presión arterial era bajísima y parecía que podría llegar a perder la movilidad en sus hinchadísimas piernas, paulatinamente su situación fue mejorando y un par de semanas después, los médicos le permitieron viajar a El Salvador donde se reunió con su hija de 14 años.

Desde entonces, Alvarenga duerme con la luz encendida, y a menudo, piensa en la muerte de su compañero. Por ello, una vez se recuperó, decidió viajar a Chiapas para hablar con la madre de Córdoba, tal y como le había prometido antes de morir. “Me pidió que le dijese a su madre que estaba triste por no poder despedirse y que no pudiese cocinarle tamales nunca más, pero que debían dejarle marchar porque se había ido con Dios”, es lo que le contó a su madre Ana Rosa durante dos horas, cumpliendo la voluntad de su compañero muerto.

El 30 de enero de 2014, Emi Libokmeto y su marido Russel Laikidrik descansaban en el porche de su casa en la isla de Tile, en el atolón de Ebon, cuando algo imprevisto interrumpió la monotonía de la vida en el Pacífico. Al otro lado de un pequeño canal, un hombre blanco visiblemente demacrado, con una barba gigantesca, apareció de entre la maleza. Poco a poco, y a pesar de no hablar el mismo idioma, la pareja entendería un poco mejor lo que había ocurrido. Sí, aunque estaban acertados en su primera impresión –era un náufrago– poco podían imaginarse que ese hombre había desaparecido 13 meses antes y que, en su vagar, había llegado a recorrer más de 11.000 kilómetros en alta mar.

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