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Juicios sumarísimos y ejecuciones al amanecer
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Juicios sumarísimos y ejecuciones al amanecer

Una de las cosas que aprendí cuando introduje cambios importantes en mi vida es que, inexorablemente, sería juzgado por ello. Teniendo en cuenta que todavía no

Una de las cosas que aprendí cuando introduje cambios importantes en mi vida es que, inexorablemente, sería juzgado por ello. Teniendo en cuenta que todavía no distingo muy bien si esos cambios los produje yo u ocurrieron por alguna fuerza mayor, el asunto me resultaba sorprendente y la mayoría de las veces doloroso. Con lo anterior, no pretendo eludir mi responsabilidad en el nuevo rumbo que seguía. La asumo con todas sus consecuencias.

Lo aprendí aunque no lo comprendí hasta bastante más tarde. Sobre todo cuando se trataba de juicios sumarísimos tras los cuales, sin posibilidad de defensa alguna (también es verdad que yo no hubiera podido dar muchas explicaciones), era ejecutado al amanecer. Entonces empecé a investigar sobre el juicio y las razones que podían tener personas muy cercanas a mí, que supuestamente me conocían, para emitirlo.

Mi intuición me llevó a concluir que los veredictos manifestados actuaban como mecanismo de defensa para esas personas tan queridas. Todos ellos tenían expectativas sobre mí que probablemente se habían visto defraudadas. El ‘niño bueno’ (en forma de hijo, familiar, amigo, o ejemplo de lo que fuera) ya no lo era tanto o incluso era ‘malo’. Además, ¿qué ocurriría si mi cambio resultaba ‘bien’ o yo no volvía al redil, al camino correcto? Esto les enfrentaría a ellos ante muchos de sus miedos e inseguridades que les mantenían en lugares conocidos y cómodos (la llamada zona de confort), aunque a veces nada a gusto. Esos lugares donde se suponía que un hombre hecho y derecho debe estar porque siempre se ha hecho así, porque es lo que ‘hay que hacer’.

Algunas lecturas también me ayudaron. En concreto, una frase de Heráclito que muchas veces utilizo (“Lo único inmutable es el cambio”) y un párrafo que entresaqué de un texto de Carl G. Jung sobre la crisis de la mediana edad, resonaban en mí constantemente. Las palabras del psiquiatra y psicólogo suizo dicen: “Lo peor de todas estas cosas es que personas inteligentes e instruidas languidecen sin tener ni siquiera conocimiento de la posibilidad de cambiar. Entramos en el atardecer de la vida sin la menor preparación. Peor aún, lo hacemos bajo la falsa suposición de que los ideales y las verdades que teníamos nos servirán como hasta entonces. No podemos vivir el atardecer de la vida con el mismo programa que la mañana, pues lo que en la mañana era mucho, en el atardecer será poco, y lo que en la mañana era verdadero, por la tarde será falso. He tratado a demasiadas personas mayores y mirado en la cámara secreta de sus almas, como para no estar impresionado por la verdad de esta regla elemental”. También recordaba una lectura de juventud que me dejó una profunda huella. Se trataba de ‘El filo de la navaja’ de William Somerset Maugham y en concreto de lo que los personajes entendían por éxito en la vida.

Con todo ello (intuición, observación, lecturas y conversaciones con personas sabias) fui consiguiendo algo más de paz, que en el fondo no era más que aceptación de lo que me iba ocurriendo. Entendí que cuando uno cambia, entra en una especie de guerra con su entorno. Guerra en sentido de poder, jerarquía, defensas, territorios, vencedores y vencidos. Quienes creen que uno debe hacer las cosas de un determinado modo, tal y como mandan los cánones, piensan que uno se lo debe a ellos. Son los ‘tú me debes…’ y eso es lo que traducen por amor. Son obligaciones proyectadas y que resultan de la incapacidad de quererse uno mismo, de aceptarse. Y se transmiten de generación en generación, como un acuerdo que nadie pone en duda aunque no se encuentre explicitado en ningún documento.

De esta guerra sólo empecé a salir al concederme el derecho a ser feliz, sabiendo que nadie iba a asumir esa responsabilidad (sí, creo que este es nuestro mayor compromiso) y yo no tenía por qué hacer feliz a nadie (sí, así de egoísta). Entonces, cargando con esa ‘mala conciencia’, pude empezar a crecer. Todavía me quedaban, y me quedan, varios pasos que dar. Uno muy importante era tratar de encajar sin rabia, sin guerra y sin necesidad de contestar agresivamente a aquellos que, sin conocerme o habiendo tenido un mínimo trato conmigo, enjuiciaban y todavía enjuician mis actos. Esto fue posible al hacerme consciente de que ningún juicio habla del enjuiciado, sino que es una proyección del enjuiciador. Lo sentí muy claro después de leer un libro que me permitió alcanzar una comprensión profunda al enseñarme la diferencia entre opinión y juicio. Se trata de ‘Comunicación no violenta. Un lenguaje de vida’ de Marshall B. Rosenberg.

Su lectura provocó un cambio en mi manera de actuar y en la interpretación del veredicto que otros arrojaban como si de un arma se tratase. Detrás del juicio de alguien pude ver que estaba o bien lo que esa persona no se permite (envidiando a quien lo hace), o bien lo que no conoce o bien todo aquello que le revele lo que se esmera en ocultar. Por ejemplo, si alguien critica la situación en la que se encuentran fulanito y menganita (aquello que antes era cotilleo y hoy se ha ‘elevado’ a la categoría de espectáculo de máxima audiencia) muy probablemente, tenga algo que ver con su propia relación de pareja (si algo te molesta, mira primero si no es tuyo).

Muchas veces juzgamos con imágenes que pertenecen al pasado. Al ayer que interesa a quien dicta la sentencia. Criticamos a alguien durante el verano por llevar abrigo, cuando lo vestía en pleno invierno. Yo trato de seguir las lecciones de Rosenberg e integrar esta idea: “De aquel a quien algunos llaman perezoso, otros dicen que está cansado o que toma las cosas con calma. De aquel a quien algunos llaman tonto, otros dicen que sabe cosas diferentes. Llego a la conclusión de que, para evitar confusiones, es mejor no mezclar nunca lo que veo con lo que opino. Porque tal vez tú lo hagas, quiero también decir: sé que eso es tan sólo mi opinión”.

Me inspira lo que dijo el presidente norteamericano Theodore Roosevelt: “No es el crítico el que cuenta, ni quien señala cómo tropezó el hombre fuerte, o cuando el hacedor de las cosas podría haberlo hecho mejor. El mérito pertenece al hombre que está realmente en el ruedo, cuyo rostro está desfigurado por el polvo y el sudor y la sangre, aquél que se esfuerza con valentía, que se equivoca y se queda corto una y otra vez, porque no hay esfuerzo sin error o deficiencia; aquél que sabe de grandes entusiasmos, de grandes devociones y se sacrifica por una causa digna; que a lo mejor logra conocer al final el triunfo del alto rendimiento, y que, en el peor de los casos, si fracasa, al menos lo hace por atreverse a mucho, de modo que su lugar nunca estará con aquellas almas frías y tímidas que no conocen ni la victoria ni la derrota.”

Finalmente, he podido comprender más a unos y a otros (personas cercanas o no) respecto a sus juicios, cuando he podido mirar con compasión. Compasión que nada tiene que ver con la pena, pues nace de la empatía y de acoger a los demás con respeto. Compasión que nada tiene que ver con el juicio del ‘yo bien y tú mal’ que lleva implícita la lástima. Y cuando he sentido y sabido que cada día que soy, soy el mejor intento de ser yo mismo.

Una de las cosas que aprendí cuando introduje cambios importantes en mi vida es que, inexorablemente, sería juzgado por ello. Teniendo en cuenta que todavía no distingo muy bien si esos cambios los produje yo u ocurrieron por alguna fuerza mayor, el asunto me resultaba sorprendente y la mayoría de las veces doloroso. Con lo anterior, no pretendo eludir mi responsabilidad en el nuevo rumbo que seguía. La asumo con todas sus consecuencias.

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