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Cómo desprecia la izquierda a los trabajadores
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Cómo desprecia la izquierda a los trabajadores

Cuando la clase media y la clase trabajadora se quejan de que no hay plazas en las guarderías, de que los servicios de salud están saturados

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Cómo desprecia la izquierda a los trabajadores

Cuando la clase media y la clase trabajadora se quejan de que no hay plazas en las guarderías, de que los servicios de salud están saturados o de que el precio de los pisos es muy elevado, la respuesta de la izquierda no es, como ocurría en el pasado, prometer que incrementarán los servicios públicos, ahondando en el Estado del Bienestar, sino acusar a quienes se quejan de racistas. En el corazón de este tipo de paradojas se ha zambullido Joe Bageant, periodista de pluma ágil e incisiva que documenta en Crónicas de la América profunda (Ed. Los libros del lince) cómo son los blancos pobres de los estados conservadores norteamericanos, esas gentes que acuden a las megaiglesias, que salen de caza para demostrar su hombría, que aman las armas, que ven los deportes por televisión con una cerveza en la mano y que no tienen un dólar para hacer frente al pago de sus medicinas. Bageant, nacido en Winchester (Virginia), uno de los pueblos que retrata, logra acercarnos a la así llamada basura blanca, describiendo a sus integrantes con ternura, acidez y sabiduría.

Bageant nos habla de tipos que, como afirma en su texto, les resultan tan exóticos a sus elitistas compatriotas del partido demócrata y de la prensa liberal como si fueran miembros de una remota tribu del Amazonas. Son gente que pertenece a una clase social olvidada por los políticos y a la que los medios de comunicación sólo recurren cuando necesitan unos cuantos frikis para rellenar shows televisivos. Y es que la clase trabajadora, que en otros tiempos era vista como el futuro de la nación, es hoy percibida como si sólo estuviera integrada por los desechos del pasado. “Cuando un país ya no produce nada excepto mercancías multimedia (ilusiones electrónicas para el consumo) y todo lo que hace es seguir, en las hojas de cálculo, el rastro del dinero artificialmente creado, y a eso le llama prosperidad y riqueza; cuando una nación deja de producir cosas concretas que son útiles para el ser humano, quienes de verdad trabajan dejan de ser necesarios salvo para consumir. Pero, claro está, sin una industria real de producción en nuestro país, los trabajadores no ganan el suficiente dinero para consumir como lo hacían en el pasado, con lo que no les queda más remedio que endeudarse con los créditos que les proporciona la industria financiera”.

Pero eso, en lugar de ser observado como un problema, se considera parte del entretenimiento. “La gente que tiene posiciones confortables en los medios de comunicación encuentra muy divertido ver cómo los trabajadores pobres y carentes de educación saltan uno por encima del otro en los grandes almacenes para conseguir los objetos rebajados o ver cómo se saltan la ley porque ya no pueden hacer frente a los pagos. Un buen ejemplo es la serie televisiva Mi nombre es Earl. En ella se nos retrata a un ex convicto como un amistoso, ignorante y completamente inofensivo chalado de clase trabajadora. Eso sí, las realidades de la pobreza y el alcoholismo son encubiertas: ahogan a la verdad en el cubo del entretenimiento de masas”.

Un entorno de esta clase, similar el europeo, con la clase media y la obrera endeudadas y con escasas perspectivas de futuro, con las industrias productivas instaladas en el Tercer Mundo y con entornos comunitarios cada vez más débiles, parecería proclive, si juzgamos por las experiencias del pasado, a que la izquierda floreciese. Sin embargo, no ha sido así. Más al contrario, es la derecha la que ha ocupado ese lugar. En lo electoral resulta innegable, ya que el voto del trabajador americano ha dado la presidencia a George W. Bush (igual que los barrios obreros franceses han votado a Le Pen y Sarkozy y no al Partido Comunista o que, en España, el número de currantes que votan al PP es cada vez mayor). Pero también en lo cotidiano, donde hay elementos que permiten hablar de derechización de la clase obrera. Hay varios factores en ese cambio, según Bageant. Uno de ellos tiene que ver con que la derecha (y el fundamentalismo cristiano), proporciona, “con sus ideas simplificadoras”, orgullo e identidad a quienes están sufriendo las situaciones más desfavorecidos, mientras que la izquierda sólo les dice que son gente fea y racista.

“La verdadera clase obrera siente que los liberales (se refiere a los demócratas) desprecian sus valores. La gente que hace el trabajo más duro y sucio de este país se siente insultada por los izquierdistas. Y creen además que no tienen nada en común con ellos, ya que les perciben como unos elitistas. Pero digo esto haciendo la advertencia de que no hay una verdadera izquierda en EE.UU. El público americano se ha acostumbrado a asociar la palabra izquierda con el comunismo de la guerra fría e incluso con el fascismo. Escuchaba a un amigo decir el otro día decir “es uno de esos izquierdistas como Mussolini”, lo que ilustra bien la confusión. Y es que si le dices a un americano corriente “soy de izquierdas” se encogerá de miedo, viniéndole a la mente imágenes de Stalin o de rojos subversivos, probablemente terroristas”.

Bageant lo tiene mal en ese contexto, ya que se confiesa socialista. No al modo de Zapatero, claro, sino de los que creen en la redistribución de la riqueza. Por eso le preocupa especialmente que hoy se llame izquierda “a ese espacio que hay entre la derecha y el insípido centro. Todo el mundo está muy feliz de que la izquierda ocupe ese lugar. Y yo, la verdad, no tengo tiempo de discutir con millones de capones acerca de dónde perdieron sus testículos, de manera que también les llamo izquierda y sigo adelante con mi trabajo. Mientras tanto, los capones de la granja parecen muy cómodos y están convencidos de que el carnicero que les trae el grano es su amigo, que la cuchilla que cuelga su cuello es un adorno de moda y que los gallos que chillamos para quejarnos de la situación no sufrimos más que un desafortunado desorden nervioso”.

El otro factor esencial para que la derecha haya arraigado ha sido el notable ascenso del fundamentalismo religioso. “Es algo profundamente enraizado en nuestra cultura. En los últimos 200 años, uno de cada tres americanos ha sido fundamentalista protestante. Pero lo que hace diferente el asunto ahora es que, en primer lugar, tienen sus propios medios de comunicación, con un montón de canales de televisión y más de mil emisoras de radio; y, en segundo, que intentan colocar a la religión y a Dios por encima de nuestras normas, amenazando la separación entre iglesia y estado que ha sido una de las piedras angulares de nuestra Constitución”.

Esa acción extendida a través de medios de comunicación propios permite a los fundamentalistas cristianos forjar colectividades (que suelen reunirse en megaiglesias) que ayudan a recomponer un extraviado sentido de la comunidad. Lo que es importante en un país que ha pasado de ser un lugar, como ocurría en la década de los 40 y los 50, donde la gente se apoyaba en su vecino para la supervivencia a otro en el que “cada aspecto de la vida cotidiana ha sido traducido a dinero. Tu amigo o tu vecino no pueden hacer absolutamente nada por ti en este esquema de cosas. Él tiene sus propios problemas, tú tienes los tuyos. De hecho, peleas contra él en un mercado de trabajo que aquí describimos como “el maravilloso espíritu competitivo de la innovación y de la oportunidad”. Si rechazas esa competición a lo carrera de ratas con tu vecino o con tus amigos serás etiquetado como un perdedor, que es lo peor que se puede decir de ti en América”.

Cuando la clase media y la clase trabajadora se quejan de que no hay plazas en las guarderías, de que los servicios de salud están saturados o de que el precio de los pisos es muy elevado, la respuesta de la izquierda no es, como ocurría en el pasado, prometer que incrementarán los servicios públicos, ahondando en el Estado del Bienestar, sino acusar a quienes se quejan de racistas. En el corazón de este tipo de paradojas se ha zambullido Joe Bageant, periodista de pluma ágil e incisiva que documenta en Crónicas de la América profunda (Ed. Los libros del lince) cómo son los blancos pobres de los estados conservadores norteamericanos, esas gentes que acuden a las megaiglesias, que salen de caza para demostrar su hombría, que aman las armas, que ven los deportes por televisión con una cerveza en la mano y que no tienen un dólar para hacer frente al pago de sus medicinas. Bageant, nacido en Winchester (Virginia), uno de los pueblos que retrata, logra acercarnos a la así llamada basura blanca, describiendo a sus integrantes con ternura, acidez y sabiduría.