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Desobedecer es agotador
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RECOMENDACIONES PARA LECTORES CURIOSOS, INSURRECTOS Y 'ALICIOS' DE CUENTO

Desobedecer es agotador

Hay libros con vocación de resistencia, de insurrección y de combate. También hay libros desobedientes. La resistencia y la desobediencia se colocan semánticamente un paso por

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Desobedecer es agotador

Hay libros con vocación de resistencia, de insurrección y de combate. También hay libros desobedientes. La resistencia y la desobediencia se colocan semánticamente un paso por detrás de la insurrección o el combate. Aun así, son actitudes de agradecer porque implican una incomodidad para el que lee que se traduce en un riesgo para el que escribe: la de ser invisible o la de que te llamen tonto. Cuando escribes libros desobedientes y te nombran y, en lugar de “tonto”, te llaman “malo”, posiblemente eso significa que vas por buen camino.

Para desobedecer, en el ámbito del arte, hace falta no aspirar a ser “monedita de oro para gustarles a todos”, intuir que sólo los idiotas suscitan unanimidades y rehuir, como de la peste bubónica, de la posibilidad de que la palabra “desobediencia” se reduzca a una marca como la que se usa para anunciar fijadores del bucle rebelde –otra palabra que la publicidad ha adocenado-, blue jeans o refrescos con mucha, mucha cafeína.

Ser desobediente es, por tanto, una meta difícil. Un reto que afecta a esa manera de contar las cosas que es la cosa misma. Con la desobediencia en literatura pasa algo similar a lo que sucede con el rock and roll: se pasa de ser un outsider malote a un miembro prominente del star system que toma el té con la reina a las five o´clock -cuando se habla de discurso dominante, uno siempre termina escribiendo en inglés.

Hambre de novedad

La voracidad del sistema para integrar y neutralizar actitudes culturalmente víricas que puedan afectar a la tranquilidad el consumidor cultural es grande y polimorfa. Colette era una escritora muy desobediente que acabó siendo un clásico. Como Valle-Inclán o Antonin Artaud. Como Maiakovski.

Luego también están los escritores dóciles de nacimiento y los que nunca dejaron de desobedecer: esos virus que no sufrieron mutación y que curiosamente coinciden con aquellos que, aunque escriban, no colocan la literatura en el primer puesto de sus intereses vitales -¿será que la literatura no solo desclasa sino que también domestica?-. Cuando pienso en ese tipo de escritor ingobernable, me acuerdo de Borís Sávinkov, “nuestro amigo terrorista” según Picasso, que escribió El caballo amarillo, un libro de colorido fauvista, y El caballo negro que justo ahora acabar de publicar Impedimenta.

Los virus de muchos desobedientes, llegados a cierto volumen bibliográfico o a cierta edad, desean -deseamos- ser fagocitados. Porque desobedecer es agotador y, llegados a cierto punto, todos decimos “Cómeme, cómeme” como las galletas modificadoras del tamaño en Alicia en la país de las maravillas.

Lectores desobedientes

Últimamente he leído dos textos desobedientes. Porque no quieren ser una nota más del hilo musical de la literatura de ascensor o aeropuerto, porque aspiran a que la palabra sea un acto político y porque colocan a los lectores, y por extensión al crítico, en una tesitura problemática: ¿Leemos con desobediencia los libros desobedientes o nos sometemos al discurso que proponen de modo que la desobediencia se desarticula como los comandos terroristas o las células guerrilleras?, ¿cuándo podemos decir que un crítico o un lector desobedecen: cuando no se ciñen a las pautas de lectura que marca un libro? ¿Y si esas pautas de lectura apuntan hacia la insurrección?

Si un lector o un crítico emiten un juicio negativo sobre un libro desobediente, se estarían ahogando en la paradoja de ser conservadores al no admitir la propuesta y, a la vez, transformadores, radicales e incluso violentos al admitirla hasta el punto de no admitirla en absoluto y desobedecer. Me gusta que los libros me hagan experimentar estos sofismas, juegos de palabras, el oxímoron cultural y la paradoja: justo lo que me ha sucedido con Los combatientes de Cristina Morales (Caballo de Troya) y con m de Juan Vilá (Piel de Zapa). 

Lectores alicios

m es un libro sobre universos paralelos que se abre con una explicación de la Teoría-M como Teoría universal que unifica las cinco teorías de las Supercuerdas. Empezamos mal. Porque los lectores comunes no solemos sentirnos especialmente magnetizados por arranques como éste. Por mucho que en ciertas novelas se hayan puesto de moda las alusiones electromagnéticas y las series de televisión, y en ciertos poemarios se haga alusión al gato de Schrödinger que no sabemos si está vivo o muerto dentro de su caja.

En m el gato de Schöringer se cambiaría el apellido, sonreiría y diría que es el gato de Cheshire, a quien Alicia pregunta: “Sólo quiero saber qué camino tomar”, para que él conteste: “Eso depende de hacia donde quieras ir”. Vilá se trasviste de director de Jo qué noche o de gato de Cheshire o de sí mismo sin ser él mismo, practicando la mística teresiana del vivo sin vivir en mí, y logra que cada lector se convierta en una Alicia que, desde detrás del espejo, no puede parar de hacerse preguntas y no sabe qué camino tomar.

Una Alicia que se ve obligada a reflexionar sobre hacia dónde quiere encaminar sus pasos. Una reflexión que, para mí, marca la diferencia entre los libros que me interesan y los que no me interesan nada. Y m es de los libros más interesantes que he tenido la suerte de leer en los últimos tiempos. Un libro para lectores alicios

En la expresión “universos paralelos” confluyen lo científico y lo mágico. Y ahí es donde está también m, en un lugar de vivos y muertos, de zombis y amadas resucitadas, de espejos, agujeros deslizantes, madrigueras lisérgicas y noches que caen hacia abajo, hacia el vórtice del espiral, bajadas a los infiernos y sombras que se rebelan contra el pie al que van cosidas, individuos en los que se superponen todos los estratos de la edad, fantasmas y huecos de la escalera que se transforman en espacios míticos, alephs, asesinos y dobles, psicópatas que no reconocen su propio cuerpo, su propia mano alzada delante de los ojos, Carmen, Rebeca y Sonia, el amor y la muerte, y entre los dos conceptos abstractos, el sexo, que nos hace regresar a la idea de agujero e incluso a la m como inicial de una palabra, enigma, tabú o catalizador, que está en el subtexto de toda la novela.

Principio y fin de todas las cosas: escatología pura, que me lleva a pensar que m no es solo una novela física, sino también muy metafísica. En m se aborda el trauma de la identidad: recuerden que es, otra vez, la pequeña Alicia la que ve a una mamá con su bebé en brazos y, de repente, el bebé no es un bebé sino un cochinillo y alguien pinta de rojo las flores blancas y hay una oruga fumadora que no para de preguntar: “¿Quieeeén ereeeees tuuuuú”? Vilá convierte la autobiografía en ciencia-ficción, y el realismo en una peculiar variante de un anti-realismo corrosivo en el que las gallinejas y Esperanza Aguirre  se fusionan con la sofisticada posibilidad de estar vivo y a la vez no estarlo.   

El espectáculo y el lector  

El lector de Los combatientes de Cristina Morales tiene que ser a la fuerza curioso. O no ser. En este texto, que yo no llamaría “novela” evitando esa denominación con gozo y no con censura, Morales hace uso de nuestros resabios como lectores para permanecer impasibles, para no escandalizarnos, esa actitud tan burguesa de tolerar que un actor coma caca delante de nuestros ojos mientras permanecemos impertérritos, hace uso de ese estar de vuelta de todo o qué es lo que usted me va a mí a contar, para llevar a cabo un imperfecto ejercicio de casi libertad.

Elijo la palabra “imperfecto” con el mismo gozo con que evito la palabra “novela” y escribo “casi” porque no creo que Morales sea una autora ingenua de esas que creen que la escritura es un espacio de libertad. Como si la escritura fuera un anuncio de compresas.

Los combatientes –“los combatientes” son los que saltan a la comba- habla del fuera y del dentro, es decir, habla de follar y de la posibilidad de transgredir el sistema desde dentro del sistema. El libro de Cristina Morales respondería, mucho mejor que otros, al lema que inspira un proyecto editorial como Caballo de Troya: “Para entrar o salir de la ciudad sitiada”.

También es un libro que plantea preguntas y se atreve a dar respuestas sobre el significado del arte político y sobre quiénes son los receptores de ese arte, de esas tentativas… Como en el caso del texto de Vilá, se mezclan géneros –narrativa, poesía, teatro, discurso ensayístico…- e incluso idiomas, opciones paratextuales, la distribución de los párrafos sobre la página, para generar incertidumbre, ruido, una forma de la interferencia que nos obliga a intervenir cogiendo el hilo como lectores-actores-ciudadanos.

La repetición y el desconcierto que generan estas páginas atentan contra el prestigio de la naturalidad en la literatura. En Los combatientes no solo se engarzan la forma y el fondo, sino que además se nos coloca sobre la pista de una de las falsedades que más alimentan nuestro canon estético: el de la exigencia de que el arte sea natural cuando la naturalidad es el extremo más artificioso del arte. Del mismo modo que el silencio es un opción gárrula y el minimalismo una modalidad del manierismo barroco.

Creo que Morales apunta hacia la exigencia brechtiana de que siempre se alce una cuarta pared. La conciencia de un lenguaje que no solo es tamiz para observar la realidad sino realidad en sí mismo. Los combatientes juzga al lector. Me interesan los libros que me retan y me cuestionan.

Los combatientes es un texto necesario que, más allá de interpretaciones lingüísticas o metaliterarias, habla con un sentido del humor que no tiene nada de irónico de la juventud, la violencia, el paro, el postfeminismo o la corrección política. Ahí es nada.    

Hay libros con vocación de resistencia, de insurrección y de combate. También hay libros desobedientes. La resistencia y la desobediencia se colocan semánticamente un paso por detrás de la insurrección o el combate. Aun así, son actitudes de agradecer porque implican una incomodidad para el que lee que se traduce en un riesgo para el que escribe: la de ser invisible o la de que te llamen tonto. Cuando escribes libros desobedientes y te nombran y, en lugar de “tonto”, te llaman “malo”, posiblemente eso significa que vas por buen camino.