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Playa Muerto, un remoto rincón de la selva del Darién donde vive una aislada comunidad
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Playa Muerto, un remoto rincón de la selva del Darién donde vive una aislada comunidad

Una vieja leyenda de un tesoro escondido da nombre a este desconocido lugar donde conviven indígenas de etnia emberá

Foto: Dos indígenas de la etnia emberá (Imagen: Rafael Pola)
Dos indígenas de la etnia emberá (Imagen: Rafael Pola)

A mediados del siglo XVI un grupo de soldados españoles que recorría el Camino Real que unía la antigua ciudad de Panamá (en el Pacífico Sur) con el puerto de Nombre de Dios (en el Caribe), custodiando tesoros de la conquista, en lugar de cumplir con su misión y entregar a la Flota de Indias el tributo de oro y plata debido a la Corona Española, conocido como “quinto real”, decidió apropiarse de las riquezas provenientes del Perú y enterrarlas en una playa perdida de la selva del Darién.

Cuando llegó la hora del reparto del inmenso botín no tardaron mucho en empezar a producirse sangrientas disputas entre los desertores huidos. Como consecuencia de ellas únicamente sobrevivió un prófugo que, después de hacer un plano del lugar en el que se hallaba el tesoro, huyó hacia Nueva Granada (lo que hoy es Colombia), donde, al poco tiempo de llegar y casarse, perdió la vida. Posteriormente su mujer y los hermanos de ella, sirviéndose del mapa, trataron de localizar la plata y el oro enterrados, pero como víctimas de una funesta maldición, todos fueron fracasando y muriendo en el intento. Según se cuenta, después de infinidad de peripecias y penalidades, el último superviviente de los hermanos localizó finalmente la remota playa selvática; pero antes de poder dar con el oro de los incas, también murió. Esta vieja leyenda está en el origen del nombre de Playa Muerto, un remoto y todavía poco conocido lugar en el que habita una aislada comunidad indígena de la etnia emberá.

placeholder Vistas de la playa (Imagen: Rafael Pola)
Vistas de la playa (Imagen: Rafael Pola)

Nuestro propósito al viajar a Panamá era, sobre todo, tratar de visitar la selva del Darién y, más específicamente, llegar a Playa Muerto. La Selva del Darién se conoce también como Tapón del Darién porque esta pantanosa y espesa jungla tropical, con sus 5750 km2, más grande que toda Cantabria, interrumpe a lo largo de 100 km la Ruta Panamericana que, con sus casi 3.000 km de longitud, se considera la carretera más larga del mundo; al unir Alaska con Tierra de Fuego en Argentina. La Selva del Darién a pesar de haber visto como el Parque Nacional que alberga fue declarado Patrimonio de la Humanidad en 1981 y Reserva de la Biosfera en 1983, arrastra desde tiempo inmemorial una oscura y penosa fama como triste escenario de lamentables y luctuosos episodios relacionados con el narcotráfico, la guerrilla, la minería ilegal, la explotación petrolífera, el drama de la migración, la trata de blancas… Esta mala reputación, unida a la carencia de comunicaciones en la zona ha mantenido olvidado y prácticamente ajeno al turismo al mayor espacio tropical protegido de toda América Central y Caribe; ignorando los indudables y singulares atractivos del área, como puede ser su incomparable riqueza y diversidad de fauna y flora. Este triste aislamiento, sin embargo, también ha hecho posible la preservación de la genuina virginidad del territorio. Una de estas positivas consecuencias es la existencia de comunidades humanas como la del grupo de etnia emberá que habita Playa Muerto, que ha conseguido mantener prácticamente intactas muchas de sus esencias, costumbres y ancestrales formas de vida.

Llegar desde Ciudad de Panamá a Playa Muerto no es ni fácil, ni rápido. De entrada, hay que dirigirse en coche 250 km al sur hasta Puerto Quimba por una carretera que, sobre todo en su última parte, no está en muy buenas condiciones. El viaje por tierra, dependiendo del tráfico, puede durar entre cinco y seis horas. A lo largo del recorrido resulta frecuente ver, en los márgenes de la carretera, a grupos de emigrantes, que acaban de realizar el infernal cruce de la selva, caminar medio agotados cargando con sus escasas y miserables pertenencias sin que nadie les pare. Según nos cuenta nuestro guía la razón de esta aparente actitud indiferente e insensible es que si alguien recoge a alguno de estos tristes caminantes de la miseria y la policía le para después, puede tomarle por colaborador de las mafias que trafican con personas.

placeholder Uno de los miembros de la comunidad (Imagen: Rafael Pola)
Uno de los miembros de la comunidad (Imagen: Rafael Pola)

Una vez ya en la pequeña aldea ribereña de Puerto Quimba no hay otra forma de llegar a Playa Muerto más que a través del medio acuático; primero navegando el rio Iglesia y después bordeando la costa del Pacífico. En función de la climatología y las mareas, en lancha rápida el trayecto puede llevar de tres a cuatro horas. A lo largo del viaje, y ya en pleno golfo de San Miguel, el intenso azul oceánico que lo llena todo hasta la línea del horizonte, y el espeso manto verde que envuelve el interior selvático hasta donde alcanza la vista, ofrecen unas inolvidables panorámicas. Después de pasar cerca de la isla del Encanto –donde hay un antiguo fortín español–, y más allá de isla Conejo, se divisa en el lejano noroeste una redondeada elevación conocida en la región como “Pechito Parao”; desde donde dice la tradición que Vasco Núñez de Balboa divisó por primera vez el océano Pacífico.

Hacia las tres de la tarde, al doblar un escarpado cabo a espaldas de la Serranía del Sapo, damos por fin vista a Playa Muerto, una larguísima e impresionante playa salvaje poblada de palmeras. En la distancia divisamos numerosos indígenas que, agitando brazos y gritando, parecen celebrar nuestra llegada; aunque también da la sensación de que tratan de decirnos algo. Lo que interpreta el piloto de nuestra pequeña motora es que como no hay ningún tipo de embarcadero, nos están haciendo señas para indicarnos donde conviene abordar la playa para evitar que un golpe de mar vuelque nuestra lancha. Esperamos el momento preciso, y aprovechando una suave resaca de la marejadilla, nos dejamos llevar surfeando la cresta de una larga ola para terminar aterrizando, con cierta brusquedad, sobre la oscura arena de Playa Muerto. Nada más tocar tierra un enjambre de nativos se acerca a nuestra barca intentando ayudarnos a bajar de ella y arrastrándola después para alejarla lo antes posible del agua. Una treintena de miembros de la comunidad emberá que habita el lugar nos rodea inmediatamente. Hombres, mujeres y niños sonrientes y en atuendo tribal, nos saludan, abrazan y regalan guirnaldas de flores; mientras en su lengua entonan canticos que no comprendemos. Todos manifiestan una alborozada alegría por nuestra llegada; con ello demuestran también lo inusual de la presencia de visitantes en su poblado. Emberá en lengua nativa quiere decir ‘gente’ u ‘hombre bueno’, y ‘chaba’, amigo; quizás por eso, y dado su carácter extremadamente afable, en Panamá los conocen de forma cariñosa como ‘chabas’.

"Resulta evidente que su amable y afectuoso recibimiento parece sincero y desinteresado"

En un momento así uno tiene la sensación de estar ante el mito del “buen salvaje” de Rousseau; ese ser humano que, según el célebre pensador suizo, al no estar en contacto con la civilización, manifiesta su genuina naturaleza pacífica y generosa. No sé si en estas personas hay poco o mucho de eso, pero lo que de entrada si resulta evidente es que su amable y afectuoso recibimiento parece sincero y desinteresado.

El grupo de alrededor de doscientas personas que habita el poblado de Playa Muerto pertenece a la tribu Emberá, que junto con los Kuna y los Wounaam son los grupos indígenas, de origen amerindio, que habitaban la región selvática del Darién desde mucho antes de la llegada de los conquistadores españoles. Los emberá asentados en Playa Muerto comparten con el resto de su pueblo unas parecidas costumbres y cultura, pero probablemente sean los únicos que han mantenido con mayor autenticidad y pureza su forma de vida ancestral al estar, desde siempre, si no completamente aislados, sí más alejados de la sociedad moderna que cualquier otra comunidad de su etnia. De ahí su particular y mayor interés. Durante los días que permanecimos en este pequeño paraíso perdido pudimos disfrutar de la sincera hospitalidad de esta gente, y comprobar su estrecha y armoniosa forma de relacionarse con la naturaleza, así como su decidido empeño de proteger y mantener viva su cultura.

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Imagen: Rafael Pola

Los emberá de Playa Muerto parecen seres de otro tiempo. Tanto los hombres como las mujeres andan descalzos y se pintan el cuerpo con imaginativos y vistosos dibujos inspirados en la naturaleza, utilizando para ello la ‘jagua’, un pigmento parecido a la henna que se extrae de una planta llamada Genipa american. También utilizan la ‘jagua’ como protector solar, camuflaje cazador y eficaz repelente contra los insectos. Ellos van en taparrabos y se adornan con tocados de plumas y colgantes de colmillos de animales de la jungla; y ellas llevan los senos al aire, visten la ‘paruma’–una llamativa falda multicolor– y exhiben guirnaldas en el pelo y llamativos y largos collares de cuentas. Aunque estos indígenas precolombinos exhiben las prácticas y atuendos descritos sobre todo en celebraciones y momentos especiales, muchos de ellos las incorporan también en su vida diaria.

Los nativos de Playa Muerto viven en tambos o palafitos, esas viviendas como suspendidas en el aire, construidas generalmente con madera y ramas de palma, y sostenidas por pilares o pilotes a varios metros del suelo. La razón de ser de este tipo de viviendas es preservar a los ocupantes de ellas tanto de las aguas de las zonas lacustres, como de las posibles crecidas de ríos, lagos, mares…, o del eventual ataque de enemigos o predadores. El habitáculo no suele tener divisiones interiores ni paredes exteriores, y toda la vida se desarrolla en ese único gran espacio diáfano, abierto y elevado, al que se asciende mediante algún tipo de rústica escalera o de profundas muescas labradas, a modo de peldaños, en un tronco. Las mujeres cocinan directamente en las lumbres que hacen sobre un espacio acotado con maderas y lleno de tierra. Todos, hombres y mujeres, duermen en esteras o hamacas. Esta singular comunidad selvática es prácticamente autosuficiente. Sus miembros cultivan plátano, yuca, arroz, maíz, piña, café…; cazan en la jungla, y pescan en el mar y en los muchos ríos de la región; no en vano Darién significa “tierra abundante en ríos”. Entre las muchas costumbres atávicas aún vigentes en el poblado están: la práctica del trueque; la existencia de chamanes conocedores de las propiedades curativas de las plantas; la obligación de saber hacer una canoa, construir un palafito y cazar los animales de la selva para adquirir la condición de hombre emberá; la elección del líder de la comunidad a través de un inequívoco y natural sistema democrático en el que los partidarios de cada candidato se colocan en fila detrás de su preferido; la práctica de danzas y canticos tribales; la elaboración de esmeradas piezas artesanales a partir de las fibras vegetales y de madera de cocobolo…

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Imagen: Rafael Pola

La remota comunidad emberá de Playa Muerto ha sabido hacer suyos y sacar provecho de los adelantos y avances tecnológicos de la civilización (uso del móvil, energía eléctrica a partir de placas solares…) sin renunciar por ello a salvaguardar la pureza y esencia de su cultura y sus tradiciones, contribuyendo, además, a preservar la flora y fauna de su privilegiado entorno selvático, al sumarse a ambiciosos programas conservacionistas que en algunos casos les ha llevado incluso a cambiar históricos hábitos de vida de su pueblo, como, por ejemplo, pasar de comerse los huevos de las tortugas que llegan a sus playas para desovar, a cuidar de sus puestas siguiendo las indicaciones de organizaciones especializadas.

El sueño de la pequeña población de Paya Muerto es, además de poder mantener viva su propia lengua vernácula y su cultura indígena, evitar la huida de los más jóvenes del pueblo hacia las ciudades, ofreciéndoles un futuro en su propia comunidad nativa; un futuro relacionado principalmente con el turismo sostenible, ecológico y medioambiental; algo no solo factible sino deseable para mantener lo más intacto posible este lugar único y mágico de la selva del Darién.

Playa Muerto puede ser un destino perfecto para aquellos viajeros deseosos de vivir experiencias en íntimo contacto con la naturaleza más intocada y exuberante; durmiendo, comiendo y viviendo como lo hacen los nativos de lugar. Hoy por hoy los escasos visitantes que se aventuran a llegar a Playa Muerto, o bien son pasajeros de algún pequeño crucero que alcanzan en zodiac la playa y pasan un rato con la comunidad aborigen, o pequeños grupos que se adentran en la selva para explorarla y hacer rutas de varios días en su interior, teniendo como base el poblado emberá. Practicar en estos privilegiados entornos 'trekking', 'hiking', observación de aves –especialmente la emblemática y rara águila arpía–, localizar huellas o ejemplares de jaguar, puma, tigrillo, diferentes especies de monos…, es posible, aunque son muy pocas las organizaciones locales que te lo pueden ofrecer; entre las más profesionales y recomendables están Ecotourdarien y Dynamotravel. Sus respectivos responsables, Erasmo de León y Gustavo Zeballos, además de ser los personajes más autorizados de la zona para introducirte y hacerte disfrutar de la flora y fauna del ecosistema prácticamente virgen del Darién, están ayudando a la población nativa de Playa Muerto, junto con la Autoridad de Turismo de Panamá, a mantener su cultura, proporcionándoles los recursos necesarios y creándoles las oportunidades adecuadas para que su comunidad pueda disfrutar de un desarrollo sostenible. También hay que decir que, entre los muchos atractivos y actividades de naturaleza que es posible disfrutar en Playa Muerto, están el avistamiento de ballenas y de las tortugas loro y carey.

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Imagen grupal de parte de la comunidad indígena (Foto: Rafael Pola)

Al borde de la playa, en un decorado de luz de luna reflejada en un sereno y pacífico Pacifico, Severiano (uno de los hombres de respeto de la comunidad) nos muestra un cuaderno en el que está confeccionando una especie de diccionario con las grafías y sonidos de las principales palabras de la lengua emberá. El anciano indígena nos cuenta historias sobre su etnia y sobre la sabiduría acumulada por su gente a lo largo de siglos de vida selvática. Nos refiere, por ejemplo –señalando una luna deslumbrante que ilumina un espléndido palmeral costero– que el mejor momento para sacar madera del bosque y que no le entre la termita, es hacerlo tres días después del plenilunio; las razones científicas tendrán seguramente que ver con complicados fenómenos relacionados con la ralentización de la fotosíntesis, pero Severiano, sin más conocimiento que la mera observación secular del fenómeno por parte de sus antepasados, está plenamente seguro de lo que dice. Nos avisan de que la cena está lista. De camino al tambo nos cruzamos con un chaval que acaba de sacar del rio una cesta llena de una especie de langostinos de agua dulce que entraran a formar parte de nuestra ingesta nocturna. Mientras una extraña zarigüeya selvática se pasea por el comedor, y Severiano sigue relatándonos leyendas y sucedidos emberás, como que las ballenas se dejan ver cuando alguien del poblado hace sonar un enorme tambor llamado chimbombo, empezamos a dar cuenta de patacones, yucas, otoes, arroz con coco y una larga lista de pescados curiosamente coincidentes, incluso en nombres, con muchos del litoral canario: viejas, cabrillas, cherne… Todos servidos en recipientes naturalmente sostenibles y enteramente biodegradables: cuencos, vasos y cubiertos obtenidos a partir de la cáscara endurecida de calabazo, un tipo de fruto de gran tamaño, similar al coco.

Llegado el momento de irnos lo primero que nos viene a la cabeza es que acabamos de conocer unas gentes y un lugar de los que van quedando pocos en el planeta; que todos tenemos la obligación de proteger y preservar. Al alejarnos de Playa Muerto, nuestro último pensamiento no puede ser otro que el de intentar volver lo antes posible.

A mediados del siglo XVI un grupo de soldados españoles que recorría el Camino Real que unía la antigua ciudad de Panamá (en el Pacífico Sur) con el puerto de Nombre de Dios (en el Caribe), custodiando tesoros de la conquista, en lugar de cumplir con su misión y entregar a la Flota de Indias el tributo de oro y plata debido a la Corona Española, conocido como “quinto real”, decidió apropiarse de las riquezas provenientes del Perú y enterrarlas en una playa perdida de la selva del Darién.

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