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Operación Trump: Rusia y las revoluciones de colores
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Operación Trump: Rusia y las revoluciones de colores

Dado el cariz hiperpolarizado de las elecciones de EEUU, la advertencia desde el trumpismo de "un golpe" no resulta tan llamativa como la insistencia en el concepto de 'revolución de color'

Foto: El presidente Donald Trump junto a su homólogo ruso, Vladímir Putin, en un encuentro del G20 en 2019. (Reuters)
El presidente Donald Trump junto a su homólogo ruso, Vladímir Putin, en un encuentro del G20 en 2019. (Reuters)

“Lo que estamos viendo [en EEUU contra el presidente Trump] es un tipo muy específico de golpe [de Estado] llamado 'revolución de color'. Es el modelo de cambio de régimen favorito de nuestro aparato de seguridad nacional, particularmente para deponer regímenes que no les gustan en países de Europa del Este […] En este modelo se genera artificialmente un escenario de resultado electoral disputado, combinado con manifestaciones masivas presentadas como ‘protestas pacíficas’ y actos de desobediencia civil” afirmaba Darren Beattie, antiguo 'speechwriter' de Donald Trump, ante un aparentemente atónito Tucker Carlson en Fox News la noche del pasado 15 de septiembre.

Días antes, Beattie había publicado un artículo dando toda suerte de detalles y nombres de personas involucradas en esta supuesta conspiración en ciernes contra el actual inquilino de la Casa Blanca. Y antes que él, Michael Anton, antiguo miembro del gabinete de seguridad nacional de Trump, se había expresado en la misma línea alertando de una supuesta e inminente 'revolución de color' en EEUU simultánea con la que, según él, se está produciendo en Belarús. El artículo tuvo una importante difusión entre las comunidades digitales que simpatizan con Trump.

Foto: Donald Trump en el coche presidencial saliendo del hospital para saludar a sus seguidores. (Reuters)

Dado el cariz hiperpolarizado de las elecciones estadounidenses y los escenarios de crisis constitucional que se barajan si el resultado no es aceptado por uno de los dos contendientes, la advertencia de un golpe no resultaba tan llamativa como la insistencia en el concepto de 'revolución de color'. La sorpresa de Carlson era, con toda probabilidad, mucho menor que la perplejidad y estupefacción de cualquiera familiarizado con los asuntos de seguridad nacional y del espacio postsoviético: Rusia ha conseguido colocar una de sus narrativas centrales en el corazón del proceso electoral estadounidense de 2020.

"Eje de la resistencia antiimperialista"

El concepto de 'revolución de color' hace referencia inicialmente a las protestas populares que llevaron a la sucesiva caída de regímenes en Serbia (octubre 2000), Georgia (noviembre 2003), Ucrania (noviembre 2004) y Kirguistán (marzo 2005). Estos regímenes fueron reemplazados por nuevas elites, en teoría, más favorables a Washington que a Moscú mediante procesos en los que jugaron un papel muy visible ONG respaldadas por fundaciones conectadas con los dos grandes partidos norteamericanos. El fallecido y respetado senador republicano John McCain era la cara más visible, pero no la única, del apoyo estadounidense. Asimismo, los grandes medios europeos y estadounidenses mostraban simpatía por unos movimientos cívicos percibidos como la continuación natural de la revolución de terciopelo y otras que habían puesto fin a las dictaduras comunistas en Europa Central a mediados de los años ochenta.

Rusia ha conseguido colocar una de sus narrativas centrales en el corazón del proceso electoral estadounidense de 2020.

Esta interpretación benévola y optimista contrastaba radicalmente con la visión conspirativa en Moscú y otras capitales del espacio postsoviético. Desde su perspectiva, lo que se estaba produciendo ante sus ojos no era más que una injerencia occidental encubierta: auténticos golpes de Estado inducidos con fines geopolíticos y con Rusia como gran objetivo.

Más allá de las apariencias y de la superficie, lo cierto es que estas hipótesis conspirativas presentan serias debilidades y limitaciones. Sin entrar en un análisis detallado y si excluimos el caso de Mijeíl Saakashvili en Georgia, la supuesta inclinación prooccidental de estas nuevas elites se evaporó bien rápido. Los coloristas movimientos juveniles acapararon los focos, pero el poder en Ucrania o Kirguistán siguió dirimiéndose a la manera tradicional y con elites no siempre bien conectadas con Occidente. Pero lo más importante era y sigue siendo como vemos estas últimas semanas en Belarús, la incapacidad del Kremlin para aceptar cualquier capacidad de agencia de la población y la relevancia de señales tangibles de un malestar social o político legítimo.

Foto: Un hombre sostiene una imagen de Stalin en Tbilisi durante una manifestación (Reuters).
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De esta manera, en Rusia y también en China, Irán o Venezuela se ha ido consolidando una visión conspirativa que ha permeado de forma cada vez más profunda su pensamiento estratégico y las narrativas que difunden sus medios de comunicación (RT, Sputnik, Hispan TV o TeleSur) e inundan después las redes sociales. Así, cuando se producen protestas o disturbios como los de Tíbet (marzo 2008), Irán (junio 2009), Xinjiang (julio 2009), Hong Kong (2014, 2019) o Venezuela (2014, 2017, 2019-20) se busca insistentemente la conexión exterior como clave explicativa. Cualquier protesta en un país alejado de la órbita de Washington es, pues, presentada como el germen de una potencial 'revolución de color' instigada clandestinamente por EEUU.

No sorprende, por ello, que la izquierda populista europea asuma como propio este discurso que aglutina a un supuesto “eje de la resistencia” frente al “imperialismo de Washington” que se manifiesta ahora en forma de 'revolución de color'. Hasta el punto de que esta narrativa ha devenido en dogma incuestionable en el universo de la izquierda anticapitalista. De ahí las tensiones y fracturas que provocó en esta izquierda el estallido en 2011 de la llamada Primavera Árabe en general y de las revueltas en Siria en particular. Mostrar simpatía por la calle árabe si se trataba de dictadores como Bachar el-Assad respaldados por el Kremlin se convirtió en anatema frente a la inquisición tuitera.

Las Primaveras Árabes

Las llamadas Primaveras Árabes tuvieron también un enorme impacto en el propio Kremlin. Desde su perspectiva, no era más que la continuación de unas revoluciones de colores cada vez más sofisticadas y que mantenían Moscú como principal objetivo estratégico. Es más que probable que aceleraran la decisión de Vladímir Putin de retornar a la presidencia tras el interludio de un Medvédev que había expresado públicamente cierta simpatía por los jóvenes egipcios de la plaza Tahrir. Para el núcleo duro del Kremlin, empero, el asunto representaba una potencial amenaza existencial para Rusia. Los estrategas y teóricos militares rusos alertaban de que la frontera entre la guerra y la paz era (y es) cada vez más difusa y los medios no militares adquirían una creciente relevancia en las disputas geopolíticas. Mediante la manipulación de la información, la infiltración en el ecosistema mediático de un país y las confrontaciones ideológicas se podían alcanzar objetivos estratégicos de forma eficaz con costes y riesgos reducidos dado que no hacía falta recurrir a la confrontación militar directa y se podía operar por debajo del umbral de respuesta y en ocasiones, incluso de detección.

Paradójicamente, fue el retorno de Putin y, sobre todo, cómo se anunció a la opinión pública rusa, lo que galvanizó la oleada de protestas en Rusia de diciembre de 2011 a resultas de las sospechas de fraude en las elecciones parlamentarias. Pero a ojos del líder ruso y su círculo más cercano, estas protestas solo confirmaban sus peores temores sobre la inminente amenaza y el peligro de que se “ejecutara” una revolución de color en Rusia. Las declaraciones de respaldo a los manifestantes de la entonces secretaria de Estado norteamericana, Hillary Clinton, no hicieron sino agudizar la paranoia del Kremlin. En palabras del propio Putin, Hillary Clinton, había dado “la señal” a los líderes de la oposición que “actúan de acuerdo con un escenario bien conocido [léase revolución de color]”. Su breve pero inusitadamente emocionada alocución en la Plaza Roja durante la celebración por su triunfo electoral en las presidenciales de marzo de 2012 resulta muy elocuente y resume bien la obsesión de Putin con este supuesto plan secreto de EEUU y sus aliados para la “demolición del poder ruso”.

placeholder Manifestaciones en El Cairo, en 2012. (EFE)
Manifestaciones en El Cairo, en 2012. (EFE)

Estas protestas marcan un claro punto de inflexión para el régimen de Putin hacia dentro y hacia fuera. En ambos frentes, el Kremlin apuesta por un uso mucho más intensivo y agresivo de las campañas de desinformación y las operaciones de influencia, poniendo un énfasis cada vez mayor en las audiencias conservadoras y en la confrontación ideológica con los valores liberales de Occidente.

El triunfo del Maidán ucraniano a principios de 2014 exacerbó aún más si cabe la paranoia y el sesgo cognitivo del Kremlin. Hasta tal punto que, en palabras del reputado analista ruso Dmitri Trenin, “desde febrero de 2014, el Kremlin ha estado de facto operando en modo de guerra y el presidente ruso Vladímir Putin actúa como un líder en tiempos de guerra”. Y tal y como apuntaba otro reconocido e influyente analista ruso “el Kremlin podía invertir la estrategia de EEUU de influir en elecciones extranjeras […] y darle a probar su propia medicina”. Ese es el contexto y el marco mental que conduce a la injerencia en las elecciones estadounidense de noviembre de 2016.

Trump y las elecciones de 2016 y 2020

El papel de Rusia en la elección de Trump sigue siendo un asunto controvertido y persisten algunas incógnitas importantes. Ahora bien, los reiterados contactos del equipo de campaña de Trump con determinados personajes suponen un inédito y auténtico quebradero de cabeza “en materia de contrainteligencia”. Dejando a un lado el debate de si Trump es o no “una baza en manos de Rusia” es importante destacar que el valor y los objetivos de esa injerencia en el proceso electoral no tiene por qué tener necesariamente una correlación con decisiones adoptadas por Trump una vez alcanzada la presidencia. Es decir, tratar de determinar si efectivamente sucedió en base a los actos posteriores de Trump parte de los supuestos erróneos de que Trump era una suerte de “Manchurian candidate” cultivado durante décadas y de que el Kremlin trabajaba con el escenario de su victoria electoral.

Sin ninguna duda, Trump, como empresario prominente y con proyección pública, está en el radar de la inteligencia rusa desde su primer viaje a la Unión Soviética en 1987. Sus negocios inmobiliarios en Nueva York y Florida, escenarios destacados del desembarco del crimen organizado ruso en EEUU en los años noventa, unido a su insistente interés en construir una “torre Trump” en Moscú para albergar un casino, aumentaron su exposición y vulnerabilidad frente a los servicios rusos. Conviene tener presente, como apuntan algunos expertos del ámbito judicial, que a diferencia de Italia donde la Mafia ha infiltrado parte del Estado, en Rusia el proceso ha sido inverso con el Estado “nacionalizando” el crimen organizado para emplearlo, en ocasiones, en sus operaciones en el exterior.

Por consiguiente, una vez confirmada la nominación de Trump como candidato del Partido Republicano, al Kremlin se le presentaba una oportunidad para, efectivamente, dar a EEUU “su propia medicina”, al tiempo que se le “devolvía” la (supuesta) jugada de 2011 a Hillary Clinton. Ahora bien, y este es otro punto clave, en mi opinión y tal y como vengo apuntando desde entonces, con toda probabilidad el Kremlin trabajaba con el escenario base de la victoria de los Demócratas. Sencillamente porque todas las encuestas e indicadores apuntaban en esa línea y porque el Kremlin está firmemente convencido de que lo que denomina Estado profundo ('deep State') existe realmente y jamás permitiría el triunfo de un 'outsider' como Trump y de que, por consiguiente, la democracia occidental es pura hipocresía. En otras palabras, que el establishment controla férreamente todos los acontecimientos bajo una apariencia ilusoria de libertades democráticas. De esta manera, se trataba de embarrar el proceso electoral y perjudicar la campaña de Hillary Clinton. Si eso contribuía a que el resultado, al contrario de lo que indicaban los sondeos, fuera más ajustado, las denuncias del fraude que según el propio Trump se estaba preparando, resultarían más creíbles y eso deslegitimaría el sistema electoral y previsiblemente tensionaría el panorama político estadounidense. Es decir, en 2016 se buscaba generar un escenario como el que muchos temen puede producirse en 2020 sin que esta vez esté necesariamente inducido desde el exterior, aunque el FBI ya ha dado la voz de alarma.

En los últimos cuatro años, en privado muchos analistas rusos solían desvincularse del asunto argumentando que la cuestión se había convertido en “politiqueo interno” ('domestic politics') de EEUU. Y ciertamente, algo de eso ha habido en la medida que la operación adquiere vida propia, se entrelaza y enmaraña con dinámicas locales y se desenvuelve así espontáneamente por otras dimensiones. De ahí, cabe insistir, el error conceptual de tratar de evaluar aquella operación en función de acontecimientos postelectorales. De igual forma, lo urgente en este momento no es determinar si los referidos Beattie o Anton actúan inducidos o por convicción propia. Ambas opciones son razonablemente posibles, pero lo cierto es que plantearlo en plena campaña facilita que se reciclen y relanzan viejas operaciones de desinformación ya desactivas. Lo urgente y relevante es comprender y tratar de anticipar los peligrosos efectos y las implicaciones profundas que puede suponer introducir ésta y otras narrativas conspirativas en el proceso electoral.

Sobre las implicaciones, sorprende que quienes difunden esta narrativa -si lo hacen de buena fe- no atisben a comprender que entraña asumir como propia la narrativa principal de un adversario geopolítico que busca, precisamente, erosionar el liderazgo global de EEUU e idealmente neutralizarlo estratégicamente desde dentro. El clima de hiperpolarización facilita que la potencial actividad rusa se enmarañe y confunda con genuinas dinámicas endógenas y nutra, al mismo tiempo, a ambos lados alimentado los peores escenarios de confrontación civil. Además, es una narrativa dirigida de forma explícita contra la comunidad de inteligencia de EEUU que suele ser exquisitamente neutral en asuntos políticos en clave partidista. Y resulta igualmente absurdo pensar que está controlada o mayoritariamente poblada por una suerte de izquierdistas radicales hostiles a los valores tradicionales estadounidenses. Por no mencionar que sitúa a este irreconocible segmento del Partido Republicano en el mismo frente discursivo que la izquierda bolivariana o el Irán de los ayatolás. Vivir para ver.

*Nicolás de Pedro, Head of Research & Senior Fellow, The Institute for Statecraft, @nicolasdepedro

“Lo que estamos viendo [en EEUU contra el presidente Trump] es un tipo muy específico de golpe [de Estado] llamado 'revolución de color'. Es el modelo de cambio de régimen favorito de nuestro aparato de seguridad nacional, particularmente para deponer regímenes que no les gustan en países de Europa del Este […] En este modelo se genera artificialmente un escenario de resultado electoral disputado, combinado con manifestaciones masivas presentadas como ‘protestas pacíficas’ y actos de desobediencia civil” afirmaba Darren Beattie, antiguo 'speechwriter' de Donald Trump, ante un aparentemente atónito Tucker Carlson en Fox News la noche del pasado 15 de septiembre.

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