Es noticia
El regreso de John Wall y la abusiva condena a los jugadores contrato
  1. Deportes
  2. Baloncesto
DOS AÑOS DE BAJA Y UN CALVARIO PERSONAL

El regreso de John Wall y la abusiva condena a los jugadores contrato

Nunca antes el juicio a los jugadores estuvo más expuesto al volumen de sus contratos, hasta darse casos de culpa sin que medie el atenuante de una tragedia

Foto: Wall, durante un entrenamiento con los Rockets. (Reuters)
Wall, durante un entrenamiento con los Rockets. (Reuters)

Hace tres veranos, John Wall regresó una mañana al campus de la Universidad de Kentucky. Lo hizo como alumno. Tenía intención de volver a estudiar, de completar su inacabada licenciatura en administración de empresas. “Cuando un día el balón deje de botar —tenía ya en cuenta— habrá que hacer otras cosas”. Ignoraba que ese día iba a verlo muy cerca, mucho antes de tiempo. Era además una vieja promesa hecha a su padre, fallecido cuando John contaba nueve años, un recuerdo difuminado porque la mayor parte del tiempo lo vio entre rejas, agarrado a la mano de su madre en las visitas de los domingos. Y cuando lo soltaron fue para morir días más tarde como enfermo terminal. En el entierro su hermanastro mayor prometió a voces, como si el padre bajo tierra le oyera, hacerse cargo de todos y poco después terminó encarcelado los siguientes 18 años.

Así tocó a la madre multiplicarse para mantener a sus hijos en pie, llegando a conciliar hasta cuatro empleos, los suyos, el del hijo mayor y el del marido muerto. Eso explica que cuando la mujer fue presentada a Scott Brooks, el nuevo técnico de su hijo John, casi le suplicara: “Sea duro con él, necesita un entrenador”, que era como decir un padre. Por eso lo llamaba una media de cinco veces al día, de la mañana a la noche. Y también porque el anterior técnico, Randy Wittman, no lo fue ni se acercó a esa figura. En el fondo ni Wittman ni Brooks, mientras el equipo crecía, pudieron evitar un sinfín de broncas de vestuario que, siendo habituales en la NBA, no al volumen e intensidad de aquellos Wizards. Y una mayoría de ellas tenían a Wall en el centro, como cabría esperar por su peso allí dentro. De públicas demandas a la gerencia a furiosas reuniones de jugadores al fuego cruzado con el polaco Marcin Gortat al grito de “fuck you” en un entrenamiento precisamente a Brooks, cuando pidió a todos más esfuerzo y Wall creyó injusto pagar el déficit de los demás. Nada grave. Una pérdida de nervios por los golpes de la frustración.

Luego le disgustaba lo que leía en la prensa, sedienta de tensiones que relatar, tensiones infladas que el jugador veía normales. Porque adoraba y respetaba a sus compañeros, pese a lo que algunos calentones pudieran hacer creer. A veces sentía la necesidad de demostrarlo y así en las navidades de 2018 regaló a cada uno de ellos un Rolex con motivos personalizados. Contra lo que nada podía hacer era algo por lo que mantuvo demasiado tiempo el forzado silencio de un mártir.

Foto:

A finales de aquel año dos de los mejores ortopedas del país, los doctores Robert Anderson y David Porter, uno de Green Bay y el otro de Indianápolis, fueron citados a la consulta de su colega Wiemi Douoguih, especialista en los Wizards. El paciente John Wall ocupaba una camilla tendido boca abajo. Cuando Douoguih retiró la sábana que cubría sus pies los visitantes se miraron asombrados al quedar al descubierto la monstruosa protuberancia en su talón izquierdo y comprobar que dos días antes había estado jugando, que lo había hecho un total de treinta y dos partidos desde el arranque de temporada. “¿Pero no te duele esto?”, preguntaron perplejos por una deformidad incluso excesiva para el síndrome de Haglund. “Llevo jugando con dolor mucho tiempo”, se sinceró Wall, como si fuera normal. Nadie salvo él sabía hasta qué punto. Desde semanas antes de la operación el dolor por una parada en ataque era tan terrible que suspendía su defensa, fingiendo como natural no posar el talón. Por las noches, para ir al baño, caminaba de puntillas y acostado retorcía cualquier postura que evitara el contacto con las sábanas. “Era como si me clavaran un cuchillo y lo removieran dentro”. Contaba recientemente a Chris Mannix que la mitad de su carrera había podido jugar con dolor por la cronicidad de los males que sufría. Mucho tiempo antes le habían detectado una tendinitis en su rodilla izquierda y en silencio se acostumbró a la compañía de agujas y calmantes. Cuando ya no pudo conducir el chófer lo veía estirar la pierna en el asiento trasero. Había días que al despertar, con el pie colgando fuera del colchón, llegaba a dudar de su profesión, de si a la tarde podría saltar a pista una vez más. Y así tuvo que tragarse la negativa a entrenamientos extras, tan necesarios para él.

Wall tuvo que acostumbrarse a jugar con el talón izquierdo lesionado

Wall era sometido a los mejores tratamientos, pero el dolor no desaparecía. Y tampoco dejaba de jugar ni reprimía su baloncesto suicida. Dos años antes, en una clínica de Cleveland, el doctor Richard Parker le extrajo de la rodilla un huesecillo de 5 mm crecido en forma de apéndice, como un colmillo, cuya radiografía Wall enseñaba luego a sus compañeros. “¿Pero qué coño es eso?”, retiraban la vista aprensivos. Hasta puede haberse olvidado que en el estreno de las semifinales del Este de 2015 Wall se fracturó la mano izquierda por cinco partes, completó el partido, fue apartado y exigió volver para los dos últimos de la serie. Nada de aquello contaría Wall, porque en el código de algunos jugadores hacerlo equivale a “buscar excusas”.

De este compromiso cercano al martirio, ahora que por su regreso el mundo vuelve a recordar la existencia de John Wall, apenas se ha reparado. Porque hace tiempo que Wall dejó de ser un jugador para ser su contrato. Acertaba Zach Lowe en referir estos casos como condenatorios al señalar que un máximo fuera del Top 5 se convierte a menudo en una rémora, dándose la paradoja de convertir en castigo el premio al que te hiciste acreedor. Cuando además desapareces el contrato del lesionado adquiere su apogeo tóxico. Si perder un año es una tragedia hacerlo dos supone el olvido, salvo para denunciar el despilfarro. Hasta que un día, cerca de reaparecer, no hay manera de que tu nombre figure en ningún sitio separado del contrato, de los millones que toca pagar a un zombi. Esta secuela es una ley que en la NBA actual no discrimina perfiles, dándose igualmente en Chris Paul, Russell Westbrook o el propio John Wall. Una mezcla macabra de contratos y lesiones.

placeholder

Lesiones sufre una mayoría de jugadores. Pero el infortunio se ceba con algunos hasta el calvario. Cuando Wall ya no pudo camuflar más sus dolencias hubo de pasar por el quirófano. Poco después de su operación en el pie izquierdo sufría un dolor que ni los calmantes podían aliviar. Resultaba que una de las incisiones le había provocado una severa infección interna y tuvo que reingresar. De vuelta a casa cometió la imprudencia de creer valerse por sí solo, hasta resbalar y romperse allí el Aquiles. Otros doce meses fuera. Era como acumular condenas.

Poco después de operarse del pie, Wall resbaló y se rompió el talón de Aquiles

Una mañana, cuando intentó levantar medio palmo la pierna, ahogada por la férula en forma de bota, sintió que no podía, que hasta el músculo había perdido la fuerza. Al cuarto o quinto mes, hundido en el sofá mañana y tarde, cuando se sucedían los días iguales, ya había revisado toda su carrera en la enorme pantalla del salón. La serie ante los Celtics de 2017 se la pudo ver íntegramente no menos de veinte veces, como si a cada nueva revisión aguardase la posibilidad de otro desenlace, de que los Wizards se metieran en las finales del Este. No estuvieron lejos. Cuatro abajo a mitad de último cuarto en aquel séptimo partido, momento de apagar allí la imagen una vez más.

Era normal su insistencia en aquel punto de carrera. Luego de ser incluido en el tercer equipo del año Wall había dominado a los Hawks en primera ronda, como en el barrido a los Raptors dos años atrás. Cerca de treinta puntos por encima del 50% de acierto y más de diez asistencias por noche. Casi la mitad de los pases de canasta del equipo salían de sus manos. Lo había revisado todo desde su año rookie. Pero se detenía una y otra vez en aquella temporada, la mejor en la capital desde el subcampeonato de 1979 y la más sólida etapa sostenida desde entonces, incluyendo tres semifinales de conferencia. Wall no salió anímicamente mal de aquella derrota. La panorámica lo impedía. “Creo que mi tiempo comienza ahora”. Estaba convencido. Más cuando ese verano firmó la extensión por cuatro años y 170 millones de dólares. Una montaña de dinero que lo iba a terminar sepultando.

Y puede haberse olvidado el sentido ascendente de aquella carrera abortada y el valor que llegó a alcanzar un jugador como él, muy superior a su condición de hombre bala. En esplendor Wall forma podio histórico de los jugadores más rápidos que haya visto la NBA. Esa sobrenatural velocidad se reveló en cuanto pisó el instituto, formando parte en Raleigh del equipo de atletismo campeón estatal en el relevo 4x200. En las pruebas del 'draft combine', antes de ser elegido número uno, detuvo el crono en 3.14 al esprint de tres cuartos de pista y al ingresar en la liga daba la impresión de hacerlo, más que un jugador, un velocista. Lo reflejó bien años después su compañero Markieff Morris: “Como no estés por delante de él es mejor quedarte mirando”. Por mucho que su juego evolucionara nunca se sacudió una fulminante querencia por el mate cruzado y el tapón en persecución, por devorar metros antes de arrojarse al aire sin ningún miramiento a la caída. Tardaría como Derrick Rose demasiado tiempo en moderar ese primer instinto que torturaba huesos y articulaciones. Es curioso que uno de los mejores consejos se lo diera en la banda Sam Cassell, más que un asistente de confianza un jugador con traje: “Para un poco, John —le advirtió—, un superhéroe no tiene por qué exhibir sus poderes todo el tiempo”. Así lo desafió a cubrir sus primeros vacíos, resumidos en control, tiro exterior y lectura del juego posicional. Y como todo en su metabolismo era rápido, al cabo del tiempo, al compás de lesiones y recuperaciones, Wall sufriría alteraciones de peso, como un pulso regular con la báscula. Hasta modificar por completo su dieta, perder siete kilos y dar con el cuerpo que quería y necesitaba ser. Pero el destino tampoco premió aquel esfuerzo.

Wall se liberó finalmente de todo residuo ortopédico el verano de 2019. Y cuando lo hizo era como volver a aprender a caminar. Para sentir una mayor cercanía lo unieron al equipo en viajes y partidos. Se convirtió inesperadamente en un asistente de Brooks, demostrándole intuir y manejar bien la pizarra, lo que siempre es prometedor para cuando el atletismo empiece a despedirse. Del interminable aislamiento por el magma de lesiones salió el hombre maduro, estrenando paternidad y pasando más tiempo que nunca con su madre. Pero bajo su ilusionada sonrisa el cáncer se la comía por dentro. Hasta que su cuerpo no pudo más y el pasado invierno se la llevó para siempre. En el hospital, durante las largas horas de agonía, Bradley Beal, el compañero con el que tantos falsos relatos lo habían enfrentado, estaba allí junto a Wall. Ahora que el cuerpo empezaba a sanar, la cabeza caía herida. El nuevo servicio de asistencia psicológica en la liga le aconsejó unirse al equipo, como refugio y salida. Así en enero estaba en pista y en marzo jugando, justo cuando la pandemia lo detuvo todo y circulaban vídeos de sus entrenamientos, como si nada hubiera pasado salvo el tiempo.

placeholder

Con el regreso en el horizonte supimos de él en Acción de Gracias por distribuir un millar de menús a familias desfavorecidas, 2300 mascarillas a un hospital y medio millón de dólares para sufragar alquileres a jóvenes en situación de riesgo en el área de D.C., algo que llevaba años haciendo sin mayor publicidad. Quienes lo conocen saben de su extraordinaria calidad humana. Hace unos años esa percepción pudo saltar también a la escena pública por un episodio que, otra vez, había guardado para sí. Wall se mantuvo cerca de una niña de seis años aquejada de cáncer, pendiente de cualquier deseo, como conocer en persona a Nicki Minaj, su artista favorita. La niña falleció y supimos el caso cuando una noche, tras vencer a los Celtics en dos prórrogas, le dedicó la victoria sin poder contener la emoción.

El avance de Beal al frente de la franquicia disgustó a Wall en su fuero interno

Ahora que Wall regresa el mundo ha cambiado. A las potencias conocidas de Curry, Lillard o Irving se han sumado Doncic, Young, Murray o Morant. Porque en la posición que él aspiró a dominar la competencia es siempre feroz y atropella a cualquier desaparecido, por mucha dignidad que irradie. Si el tiempo no perdona un largo paréntesis condena. Es indudable que el salto de Beal a rostro de la franquicia durante su ausencia lo disgustó en su fuero interno, como quien pierde el sitio, pero lo entendía. Hasta gestar aprisa la idea de cambiar de aires, saltando públicamente una petición irreverente, otra más, imposible para un contrato como el suyo en una organización a la que había jurado lealtad cuando no sabía que la lealtad es también negociable.

Así hasta rematarse un traspaso, de corte desesperado, que tuvo más interés de los Rockets por hacerse con Wall que de los Wizards por deshacerse de él. Inclinados a pensar que lo mejor quedaba atrás, aceptaron. Igual que Wall despedirse de Beal tras ocho años juntos. “Sigue haciendo lo que sabes —animó a su amigo—, esta franquicia es ahora tuya”. Era momento de separarse y admitir que juntos no llegaron más lejos porque el entorno nunca fue suficiente, como tampoco lo fue su responsable Ernie Grunfeld.

placeholder

Bajo un nuevo técnico, el debutante Stephen Silas, Houston seguirá jugando ligero, pero sin la neurosis de la era D’Antoni, víctima de los Warriors, lo que invita a pensar en un higiénico encaje de Wall para renacer junto a Cousins, de nuevo a su lado como en Kentucky. Para ese posible encaje, con o sin Harden, destacaba el analista Seth Partnow que el mejor Wall fue siempre un subestimado lector de juego y que ahora es cuando comprobarlo si es que reduce uso y balón. Aguarda un Wall más fuerte y voluminoso que luce, como el pelo, hombros más abultados, intimidantes, en un cuerpo más maduro y compacto, pero de una sola pieza. Una reparación tan larga hasta cruzar la treintena provoca esa transformación. Sustentada en quintales de trabajo anaeróbico, dicen los especialistas, fortalece todo el cuerpo, como si se hinchara. El Aquiles traiciona demasiadas cosas. Una mayoría se transforma y en un velocista hay que comprobar cuánto.

Que algo en Wall ha tenido que cambiar es una evidencia que señalar antes de su reestreno, a sentir muy pronto sus días Wizards como lejanos y a percibir esta nueva oportunidad, tal vez definitiva, como un fresco y renovado comienzo, una impresión próxima al novato. Estando por fin sano emplea el recurso mental de verse a sí mismo, decía, “mejor que nunca”. Es necesario pensar así.

Foto: Dibujo de Carmelo Anthony con la selección de Estados Unidos.

Tampoco vale recomendar a su juego una mayor templanza, como si urgiera rebajar su cruzada física en ataque. Una recomendación de este tipo, aunque bienintencionada, carece de fundamento. Un jugador equivale a sus instintos y su negación al desarraigo. O hay baloncesto atlético, o ese cuerpo, aún explosivo, sigue siendo algo suicida o no habrá Wall. Ya habrá tiempo de modular el juego cuando el cuerpo obligue. Ahora necesita reconocerse, arroparse del mismo tipo de munición física que lo hizo letal mientras se sienta capaz y añadir además todo aquello que dejó a medio hacer, cuando había logrado transformarse en uno de los bases más agudos del mundo.

De lo que ocurra en los Rockets no se aventura aquí nada. No hasta observar una abundante porción del rodaje o hasta finalizar uno de los proyectos más renovados de la nueva temporada NBA. Pero mucho antes, cuando un jugador de su talla regresa a las pistas después del peor y más largo suplicio imaginable lo primero que celebrar es su regreso. De consumar esa vuelta a la vida con éxito, incluso admitiéndolo a diversa escala, Wall simbolizaría una lección que derramar a los cientos de lesionados que están por caer. Incluso de los más graves, como la actual tragedia en Klay Thompson. Aunque solo sea para demostrar que Wall no es su contrato, sino la estrella que un día se lo ganó.

Hace tres veranos, John Wall regresó una mañana al campus de la Universidad de Kentucky. Lo hizo como alumno. Tenía intención de volver a estudiar, de completar su inacabada licenciatura en administración de empresas. “Cuando un día el balón deje de botar —tenía ya en cuenta— habrá que hacer otras cosas”. Ignoraba que ese día iba a verlo muy cerca, mucho antes de tiempo. Era además una vieja promesa hecha a su padre, fallecido cuando John contaba nueve años, un recuerdo difuminado porque la mayor parte del tiempo lo vio entre rejas, agarrado a la mano de su madre en las visitas de los domingos. Y cuando lo soltaron fue para morir días más tarde como enfermo terminal. En el entierro su hermanastro mayor prometió a voces, como si el padre bajo tierra le oyera, hacerse cargo de todos y poco después terminó encarcelado los siguientes 18 años.