El gran chiste del pesimismo existencial
El director sueco Roy Andersson estrena su nuevo filme tragicómico tras triunfar en la Mostra
El cine de Roy Andersson es hijo a la vez de la angustia existencial de Ingmar Bergman, la comicidad sin risas de Buster Keaton y el sentido del absurdo y del distanciamiento propio del teatro de Samuel Beckett, todo aderezado con un toque de surrealismo. Este sueco veterano no es un director al uso. Debutó en el largometraje con Una historia sueca de amor (1970), un filme de juventud, luminoso, sensual y emotivo que tuvo muy buena acogida tanto por parte del público como de la crítica.
Andersson reaccionó con talante escandinavo al éxito de su debut: cayó en una depresión y, tras un segundo largometraje de resultados irregulares, abandonó el cine para dedicarse a rodar anuncios comerciales para la televisión. Tras un paréntesis de 25 años, el sueco volvió a los platós para rodar Songs from the Second Floor (2000), lo que sería el primer volumen de la trilogía sobre “por qué el ser humano es humano” que ahora cierra Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia. En aquel filme, en las antípodas estéticas tanto de su ópera prima como de la publicidad televisiva, ya se podían detectar los rasgos estilísticos que también identifican la siguiente película de la trilogía, La comedia de la vida (2007), y esta que llega ahora a nuestras pantallas, meses después de conseguir el León de Oro en la Mostra de Venecia.
La paloma sobre la rama del largo título aparece ya en el prólogo: disecada en la sala de un museo de ciencias naturales más bien sórdido. Andersson marca desde el inicio el tono de humor negro y socarrón que preside todo el filme. La imagen que sugiere el nombre de la película, sin embargo, está presente a lo largo de todo el metraje.
Como es habitual en toda la trilogía, el director construye su película a base de diferentes escenas, muchas de ellas autónomas, rodadas la mayor parte en interiores. A través del uso recurrente del gran angular y un aprovechamiento riguroso de la profundidad de campo para componer cada plano y dotarlo de significado, la cámara adopta un punto de vista distanciado de todo aquello que filma. Como si, efectivamente, los cuadros de comedia humana que se desarrollan ante el objetivo fueran observados por un ser ajeno a nuestra especie. Solo en la secuencia final, los personajes responden con su actitud a la posible presencia de un ave por encima de sus cabezas que se hace notar a través de sus arrullos.
Desde los primeros gags que presentan la muerte como un acontecimiento desprovisto de cualquier trascendencia o dramatismo, que por el contrario solo mueve intereses prosaicos o materialistas, hasta las reflexiones finales sobre la vertiente más siniestra del homo sapiens, Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia recopila instantáneas diversas que observan con un gélido, irónico y oscuro sentido del absurdo de la existencia humana.
El tono de humor negro y socarrón preside todo el filme
Andersson reincide en construir un imaginario con un punto de irrealidad. La mayoría de personajes aparecen con la tez de un blanco enharinado, como si fueran payasos de un circo o muertos en vida. La fotografía se mueve en una paleta de colores fríos, la mayoría tonos verduzcos o amarillentos que tienden al grisáceo. Apenas hay signos de dispositivos tecnológicos contemporáneos. Si no fuera porque algunos personajes utilizan el teléfono móvil, la película podría tener lugar en cualquier momento de la segunda mitad del siglo pasado.
Filosofía y cine mudo
Si en su pesimismo existencial, Andersson entronca con una larga tradición de filosofía y pensamiento nórdico y centroeuropeo, en su concepción del humor bebe del cine mudo norteamericano. No solo por su sentido del non-sense y el protagonismo que cobra el gag visual (en algunas escenas los diálogos son prácticamente inexistentes), también en esa reivindicación formal de la autarquía del encuadre.
La mayoría de sketches del filme son independientes o en cualquier caso no están ligados por la reglas de causalidad propias de la narración clásica. Los dos personajes que se convierten en lo más parecido a un hilo conductor del filme, los dos vendedores de artículos de broma que reclaman deudas y son a su vez perseguidos por acreedores, resultan la enésima variante de la pareja de clowns, el llorón y el espabilado, que se complementan, discuten y necesitan a partes iguales. Entre el resto de fauna humana que puebla la película abundan los hombres y mujeres que solo repiten por teléfono la frase “Me alegra saber que estás bien”, como si la comunicación se hubiera reducido a un lugar común sin significado real.
La muerte se presenta como un acontecimiento desprovisto de cualquier trascendencia o dramatismo
En esta serie de observaciones socarronas sobre el comportamiento humano, Andersson introduce un elemento de (mala) conciencia histórica. En momentos concretos, inserta flashbacks al pasado de Suecia. Además de las secuencias en que en un bar del presente llega el ejército del rey Carlos XII que fue derrotado por el zar Pedro I de Rusia a principios del siglo XVIII, en lo que supuso el fin del dominio sueco en Europa, la escena más poderosa de Un paloma... es aquella alegórica en que una serie de hombres ataviados con uniforme colonial encierran a un grupo de esclavos en un gigantesco cilindro que da vueltas encima de un fuego. El aparato dispone de unos altavoces que reproducen los lamentos desesperados de quienes sufren la tortura en su interior, sonidos que escuchan con deleite un grupo de aristócratas. En otro plano en apariencia sin conexión con esta escena, uno de los dos clowns recurrentes repite en voz alta “no hemos pedido perdón”...
Evaluada de forma independiente, Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia supone una muestra de que el cine también puede articularse como compendio de anotaciones filosóficas sobre el ser humano teñidas de un humor impávido. Pero en el marco de la trilogía que clausura, la última película de Andersson no supone tanto una progresión respecto a los dos filmes anteriores como una reincidencia en estilos y recursos que por momentos ofrece cierta sensación de dejà vu. Cuando el dispositivo formal ya no resulta una declaración de intenciones en sí mismo se hace más patente la excesiva simpleza o el desgaste de algunos gags.
El cine de Roy Andersson es hijo a la vez de la angustia existencial de Ingmar Bergman, la comicidad sin risas de Buster Keaton y el sentido del absurdo y del distanciamiento propio del teatro de Samuel Beckett, todo aderezado con un toque de surrealismo. Este sueco veterano no es un director al uso. Debutó en el largometraje con Una historia sueca de amor (1970), un filme de juventud, luminoso, sensual y emotivo que tuvo muy buena acogida tanto por parte del público como de la crítica.
- El miedo es una enfermedad venérea Javier Zurro