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Consejos de Plutarco para aprender a escuchar en un mundo en el que ya no escuchamos al otro
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Consejos de Plutarco para aprender a escuchar en un mundo en el que ya no escuchamos al otro

El filósofo griego estaba convencido de que para ser un buen orador era necesario antes saber emplear bien el sentido del oído. En 'Cómo escuchar' (Rosamerón) explica cómo lograrlo

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"Para saber hablar es preciso saber escuchar", sentenció Plutarco. Para el filófofo griego, ser un buen oyente es un arte que todos deberíamos aprender. El libro Cómo escuchar: Sabiduría clásica en tiempos de dispersión (Rosamerón) reuné varios textos en los que Plutarco explica las claves para una escucha inteligente. Publicamos un extracto.

Dedicatoria a un joven

Tras haber puesto por escrito mi disertación sobre Cómo escuchar, Nicandro, te la envío para que aprendas a escuchar correctamente a quien trate de aconsejarte ahora que has tomado la toga viril y te has apartado de quienes te guiaban con sus instrucciones. La ausencia de alguien que te ponga normas que algunos jóvenes, por falta de formación, toman por libertad, como dejar libres de sujeciones a los deseos, los pone como dueños y señores, aún más severos que los maestros y pedagogos de cuando éramos niños.

E igual que, según Heródoto, las mujeres se desvisten del pudor al tiempo que de la túnica, así algunos jóvenes al quitarse la toga infantil, abandonando el respeto y el temor y despojándose de la vestimenta que modelaba su comportamiento, se llenan de grosería. Pero tú, que has oído muchas veces que obedecer a la razón es lo mismo que seguir a la divinidad, piensa que para los jóvenes sensatos el paso de niños a hombres no representa la supresión de la autoridad, sino un cambio de mentor; en vez de tomar a alguien a sueldo o comprado con dinero, toman por guía divina de la vida a la razón, que solo quienes la siguen merecen el nombre de libres; y es que solo viven como quieren quienes han aprendido a querer lo que deben; en los impulsos y las acciones ineducados y carentes de raciocinio hay algo innoble, y en quien cambia muchas veces de intención algo de ruin.

El oído, vía de entrada de la virtud

Además, igual que de los recién inscritos en los registros de ciudadanos, unos, que han nacido en otra parte y son extranjeros por completo, se quejan de muchas cosas y se enfadan por lo que sucede mientras que otros, que llevan tiempo de residentes, que se han criado allí y están acostumbrados a las normas, las aceptan sin dificultades y se contentan con lo que se les impone, así tú, que recibes de la filosofía tu alimento desde hace mucho y estás acostumbrado desde el principio a que todo género de lección y disertación para principiantes se te ofrezca mezclada con razonamientos filosóficos, has de acercarte a la filosofía como lo haría una persona bien dispuesta y familiarizada con ella, pues es la única que verdaderamente envuelve a los jóvenes en el decoro varonil y pleno que procede del raciocinio.

Creo que previamente oirás con agrado algo respecto al sentido del oído, del que Teofrasto dice que es el más sensible de todos, pues ni la vista ni el gusto ni el tacto producen enajenaciones, trastornos y arrebatos semejantes a los que se apoderan del alma cuando se presentan bruscamente al sentido del oído estrépitos, crujidos y zumbidos y que, por otra parte, tiene más de racional que de emocional. Muchas zonas y partes del cuerpo proporcionan a la maldad una vía para que penetre a través de ellas y alcance el alma, pero los oídos de los jóvenes son para la virtud como presas si son puros e inaccesibles a la adulación y se mantienen desde el principio inalcanzables a los razonamientos despreciables. Por eso prescribía Jenócrates poner orejeras a los niños antes que a los atletas: no por precaución ante la falta de atención o la sordera, sino exhortando a guardarlos de las malas palabras, pues si a estos últimos les protegen los oídos de los golpes, a los primeros les evitan que su carácter se pervierta por las palabras viles que oyen hasta que otras palabras, virtuosas, alentadas por la filosofía como salvaguarda de su carácter, se adueñen de la parte que puede ser más influenciada y persuadida.

También el antiguo Bías, una vez que le ordenaron que enviara a Amasis la porción de la víctima del sacrificio que a la vez era la mejor y la peor, eligió la lengua y se la mandó, en la idea de que hablar produce tanto los mayores perjuicios como los mayores beneficios

Muchos, cuando hacen carantoñas a los niños, les tocan las orejas y les mandan que hagan ellos también eso mismo, dando a entender con esa broma que hemos de querer sobre todo a los que nos benefician por medio del oído; pues es evidente que el joven excluido de toda disertación y que no puede saborear ningún discurso no solo es completamente improductivo y estéril para la virtud, sino que incluso podría torcerse a la maldad, y su alma, como tierra sin remover ni roturar, daría gran cantidad de maleza. Porque los impulsos hacia el placer y los resquemores frente al esfuerzo —que no son de origen externo ni introducidos por las palabras, sino como fuentes innatas de miles de padecimientos y enfermedades—, si uno los deja sueltos para que se muevan por donde los lleve su natural y no disciplinar su naturaleza arrancándolos o encarrilándolos mediante razones buenas y útiles, no hay animal que no parezca más manso que el hombre.

Tan importante aprender a escuchar como a hablar

Por ello, como escuchar conlleva para los jóvenes un gran beneficio y un no menor riesgo, creo que está bien que uno discurra sobre el escuchar, tanto consigo mismo como con algún otro. Porque vemos que la mayoría lo usa mal, que se ejercita en hablar antes de haberse acostumbrado a escuchar y cree que hay un aprendizaje y un estudio de cómo hablar, pero que de escuchar uno se beneficiará lo haga como lo haga.

Muy cierto que entre quienes juegan a la pelota es simultáneo el aprender a lanzarla y a recibirla; en el uso de la palabra, sin embargo, recibirla correctamente es previo a emitirla, como concebir y gestar son previos a alumbrar un ser viable.

En el caso de las aves, se dice que los huevos y las puestas hueros son fecundaciones de ciertos residuos vanos e inanes, y en el caso de los jóvenes que ni son capaces de escuchar ni están acostumbrados a beneficiarse mediante el oído, su discurso huero, cayendo "sin gloria e ignoto, se disuelve bajo las nubes".

placeholder Portada de 'Cómo escuchar', de Plutarco.
Portada de 'Cómo escuchar', de Plutarco.

Las vasijas se inclinan y se hacen girar para llenarlas apropiadamente sin que el líquido se vierta, pero algunos jóvenes no aprenden a atender al que habla y aplicarse a la disertación con atención bastante para que no se les escape ninguna de las cosas útiles que se dicen; por el contrario —una cosa que es lo más ridículo de todo—, si se encuentran con alguien que está contando un banquete o una procesión o un sueño o los insultos que ha intercambiado con otro, escuchan atentamente en silencio y se centran en ello. Pero si alguien llevándolos aparte les enseña algo útil o los exhorta al deber o les reconviene si tienen un descuido o les aplaca cuando se enfadan, no lo soportan, sino que, si pueden, ansiando quedar por encima, se enfrentan a la reconvención y, si no, se apartan y se van a otras charlas y banalidades, llenándose los oídos, como vasijas vulgares y estropeadas, de cualquier cosa antes que de lo necesario.

Los que saben educar bien, a los caballos los hacen dóciles al bocado y a los niños dóciles a la palabra, enseñándoles a escuchar mucho y no hablar mucho. Espíntaro, alabando a Epaminondas, decía que no era fácil encontrar a otro que supiera más ni que hablara menos. Y dicen que la naturaleza nos ha dado a cada uno dos orejas y una sola lengua por que debemos hablar menos que escuchar.

Alabanza del silencio

En cualquier situación, el silencio es para el joven decoro seguro, sobre todo si mientras escucha a otro no se excita ni se pone a aullar a cada palabra, sino que, aunque el discurso no le agrade mucho, lo soporta y espera a que termine el que habla; y cuando el otro acaba, no se lanza de inmediato a la objeción, sino que, como lo aconseja Esquines, deja pasar un tiempo por si el que hablaba quisiera añadir algo a lo ya dicho o cambiar algo o retirarlo. Los que interrumpen de inmediato no guardan la compostura ni cuando escuchan ni cuando se les escucha mientras se dirigen a los que estaban hablando. Por el contrario, el que está acostumbrado a escuchar contenida y respetuosamen te recibe y guarda las palabras benéficas, pero las inútiles o falsas las distingue y reconoce con facilidad, dejando claro que es amigo de la verdad, pero no aficionado a las disputas ni apresurado ni peleón. De ahí que algunos digan —y no les falta razón— que es más necesario vaciar a los jóvenes
cómo escuchar de presunción y engreimiento que de aire a los odres si se quiere verter en ellos algo útil, pues de lo contrario, mientras estén llenos de ampulosidad y jactancia, no les cabe otra materia.

La envidia, obstáculo para escuchar adecuadamente

La presencia de la envidia junto con la maledicencia y la mala intención no son un bien para ninguna tarea, sino un obstáculo para todo lo bueno, y un pésimo compañero y consejero para el que escucha, pues le transforma lo provechoso en hiriente, desagradable y molesto, porque los envi diosos disfrutan más con cualquier otra cosa que con lo que está bien dicho.

Quien se siente dolido por la riqueza, el buen nombre o la belleza que otros poseen es, sencillamente, un envidioso, pues le pesa que a otros les vaya bien, y quien se molesta por un discurso bien dicho, se aflige de su propio bien, porque igual que la luz es un bien para los que ven, también el discurso acertado es un bien para quienes lo escuchan si quieren aceptarlo.

"Hay que escuchar benévola e indulgentemente al que habla, como si a uno lo hubieran invitado a un banquete sagrado o al sacrificio de las primicias"

A veces, la envidia la hacen nacer, entre otras cosas, modos de ser groseros y perversos; la envidia a los que hablan, que viene del ansia inoportuna de renombre y de la
ambición injustificada, ni siquiera permite a quien tiene esa forma de ser prestar atención a quienes están hablando, sino que arma alboroto y distrae el pensamiento, que al tiempo se dedica a revisar su propia condición, por si es inferior a la del que habla, y a atender a los demás, a ver si les está gustando y les produce admiración; y aturdido por los elogios y enfadado con los presentes si dan por bueno al orador, desecha y rechaza la parte ya dicha del discurso porque al recordarla se disgusta; se altera ante lo que falta por decir y, temblando por si fuera mejor que lo ya dicho, apresura a los oradores para que acaben lo antes posible cuando mejor están hablando; y cuando la disertación ha terminado no está a favor de nada de lo dicho, sino que recuenta las exclamaciones y gestos de los presentes como si fueran votos, rehúye como loco a los que elogian y salta y corre para unirse a los que ponen pegas y retuercen lo que se ha dicho. Y si no hay nada que retorcer, compara al orador con otros para decir que hablaron mejor y más vigoro samente sobre ese mismo tema, hasta que echando a per der la disertación y deslustrándola consigue que también para él resulte inútil y de nulo provecho.

Saber aprovechar los aciertos y los errores del orador

Por eso es preciso, llegando a un equilibrio entre el de seo de escuchar y el deseo de buena reputación, escuchar benévola e indulgentemente al que habla, como si a uno lo hubieran invitado a un banquete sagrado o al sacrificio de las primicias; hay que alabar la parte que lo merece, deleitándose con la propia buena voluntad del que expone públicamente lo que sabe y convence a otros mediante los mismos argumentos que le han convencido a él. Se ha de considerar que los que aciertan no aciertan por azar ni espontáneamente, sino por aplicación, esfuerzo y aprendizaje, y que en eso se ha de imitar a aquellos a los que admiramos y deseamos emular y que con los que se equivocan hay que reflexionar sobre las causas y el ori gen de su error; como dice Jenofonte, igual que a los que administran bien su casa les son de provecho amigos y enemigos, a los que están alerta y atienden les benefician los que hablan tanto cuando aciertan como cuando se equivocan.

La pobreza de pensamiento, la vacuidad del lenguaje, la pose insolente, el apasionamiento con muestras groseras de alegría ante los elogios y todas esas cosas nos parecen más evidentes en los otros cuando los escuchamos que en nosotros mismos cuando hablamos.

Por eso las cuentas hemos de pedírselas no al que habla, sino a nosotros mismos, examinando con atención si nos hemos equivocado por habérsenos pasado inadvertido algo de ello, porque lo más fácil del mundo es hacer reproches al prójimo, cosa inútil y vana a menos que lo aplique mos a corregir o evitar errores semejantes. Cuando se ve a alguien que se equivoca, no hay que ser perezoso en repe tirse uno siempre a sí mismo lo que decía Platón: "¿Seré yo acaso igual que ese?". Porque igual que vemos brillar nuestros ojos en los de quienes tenemos cerca, así también en cuestión de discursos hemos de ver como en un espejo nuestros discursos en los de los demás para no despreciar los con demasiada osadía y poner mayor cuidado al hablar nosotros. A este efecto también es útil la comparación, cuando estamos a solas tras haber salido de una disertación y tomamos algo que nos parece que se ha dicho no bien o no suficientemente y nos empujamos a nosotros mismos a completar unas cosas, a corregir otras, a expresar algunas de otro modo, y otras veces a intentar reela borarlas íntegramente desde el principio hasta el punto fundamental. Eso es lo que hizo Platón con el discurso de Lisias.

Oponerse al discurso pronunciado no es difícil, sino muy fácil, pero oponerle otro mejor es sumamente costoso. Como dijo el lacedemonio al oír que Filipo había devastado Olinto: "Pero probablemente no sería capaz de levantar otra ciudad igual". Y cuando al hablar de un tema determinado salte a la vista que no somos mucho mejores que los que ya han hablado, nos cuidaremos mucho de despreciarlos y rápidamente rebajaremos nuestra arrogancia y egoísmo al vernos puestos a prueba en semejantes comparaciones.

"Para saber hablar es preciso saber escuchar", sentenció Plutarco. Para el filófofo griego, ser un buen oyente es un arte que todos deberíamos aprender. El libro Cómo escuchar: Sabiduría clásica en tiempos de dispersión (Rosamerón) reuné varios textos en los que Plutarco explica las claves para una escucha inteligente. Publicamos un extracto.

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