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'Los bufos madrileños': un divertido Tinder zarzuelero del siglo XIX (y cero casposo)
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hasta el 14 de enero

'Los bufos madrileños': un divertido Tinder zarzuelero del siglo XIX (y cero casposo)

Estas obras importadas de París fueron un gran éxito en el Madrid revolucionario que echó a Isabel II. Ahora, la CNTC recupera la fórmula en el Teatro de la Comedia y es una absoluta delicia

Foto: Todo el elenco de Los bufos madrileños, de Rafa Castejón (Sergio Parra)
Todo el elenco de Los bufos madrileños, de Rafa Castejón (Sergio Parra)

Podría haberse deslizado hacia el lado chulesco, rancio y casposo, pero Los bufos madrileños, de Rafa Castejón, solventan bastante bien la papeleta y caen del lado acertado. Es decir, el del divertimento puro y duro, el puntito levemente ácido y el dardo inteligente de lo malévolo que no tiene resentimiento ninguno. Y sin chulerías impostadas en los acentos. Resultado: te ríes, te lo pasas estupendamente con las canciones zarzueleras y el texto castizo y bailonguero y sales del teatro diciendo, dadme más bufos, por favor, que dramas ya existen unos cuantos en la vida real.

La obra se estrenó poco antes de las navidades en el Teatro de la Comedia de Madrid y forma parte de la programación de esta temporada de la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Y es un acierto monumental que se hayan querido detener en estas piezas cómicas que tuvieron un éxito abrumador a finales del siglo XIX. Como ha ocurrido ahora: las funciones casi están agotadas y dense prisa porque la obra pone punto final el próximo día 14 de enero.

Es muy buena idea el comienzo de este montaje: un prólogo en el que el propio director, Rafa Castejón, investido de maestro de ceremonias -cada vez se ve este recurso más en el teatro- cuenta junto a Antonio Comas al piano, Chema del Barco, Paco Déniz y David Soto Giganto intercalados entre el público, quién fue Francisco Arderius, un mal actor, pero que se convirtió, sin embargo, en uno de los grandes empresarios teatrales de la época creando los famosos bufos alrededor de los años setenta del XIX.

placeholder Escena de Los bufos madrileños (Sergio Parra)
Escena de Los bufos madrileños (Sergio Parra)

“Francisco Arderius fue un actor, cantante, inteligentísimo e innovador empresario teatral, introductor en nuestro país de la fórmula de la ópera bufa de Offenbach que con su compañía de Los Bufos Madrileños (más tarde Bufos Arderius) puso patas arriba el teatro en la España de los convulsos años que antecedieron y sucedieron a la revolución de 1868”, ha explicado Castejón. Sobre el escenario vemos cómo se llevó a cabo esta creación tras un viaje del empresario a París donde copió la idea de los bufos parisienses -obritas cómicas y musicales con mucha retranca y jolgorio- y se los trajo a Madrid -concretamente al teatro Novedades, en la calle Magdalena, que se quemaría tiempo después (ahora son unas casas)- en un momento en el que Isabel II desfilaba hacia la puerta del exilio tras el éxito de la Revolución de La Gloriosa. Aquí hay bofetada también para los Borbones y para una bandera deshilachada y sucia porque, claro, “tiene más de cien años”, como dice un personaje. Tiempos revolucionarios en los que los madrileños acudían al teatro a reírse. Por algún lado tendría que salir tanta tensión política y tanta tertulia bronca en los cafés.

A partir de ahí comienza verdaderamente la obra a representar llamada Los órganos de Móstoles y que fue escrita por Luis Mariano de Larra, que no era otro que el hijo de Mariano José, el periodista y poeta suicida, y estrenada en el Teatro del Circo de la Plaza del Rey en 1867. Los bufos atraían a tanto público que pronto los mejores escritores se hicieron partícipes (Larra hijo también fue autor después de la popularísima zarzuela El barberillo de Lavapiés, en 1874). En realidad, la obra no es que transcurra en Móstoles -está ambientada en el barrio de Pozas, entre las actuales calles de Alberto Aguilera y Princesa- sino que la expresión de los órganos de Móstoles aludía a cuando las cosas no tienen la igualdad que deberían tener. Y de eso va la función.

Atención al planteamiento, que pudiera ser el dramón shakesperiano de El rey Lear o la canción de Celtas Cortos, pero nada más lejos: un padre viudo -Chema del Barco- pone un anuncio en el periódico en el que cuenta que sus tres hijas - Clara Altarriba, Eva Diago y Natalia Hernández- ya están casaderas y que vengan por la casa los pretendientes. Todo esto sin consultarlas a ellas o pedirles su permiso. Y por allí se presentan tres especímenes a cada cual con sus taras, sin tenerlas ellos demasiado en cuenta, dispuestos a llevarse la dote (que es lo que importa) y dándoles completamente igual si les gustan más o menos. Y ahí empieza el enredo.

Por allí se presentan tres especímenes a cada cual con sus taras, sin tenerlas ellos demasiado en cuenta, a por la dote (que es lo que les importa)

Porque ellas van a decir que no. Que esos tres que les han salido en este Tinder decimonónico no les van y que lo arreglen porque con esos no se casan. Por allí va a pulular también un vecino llamado Juan Tenorio -el propio Rafa Castejón-, que es, evidentemente, una sátira del Don Juan de Zorrilla más bravucón y ladrador que mordedor (porque morder con ese polito Lacoste y esa raquetita no muerde nada). En definitiva, ellos se llevan lo suyo, pero ellas tampoco se quedan atrás, que tampoco aparecen retratadas como seres de luz sin mácula sino como presumidas, pedantonas y, en ocasiones, unas pijas petardas. La parodia alcanza a todos y a muchos temas que estaban en boca de todos en aquellos años como el ferrocarril, el telégrafo o el espiritismo, que era la última moda. Los políticos, porque lo de la desafección no es de ahora, tampoco se van de rositas.

Y todo esta madeja se va enredando y desenredando entre cantes zarzueleros, coreografías que a veces parecen de Beyoncé y otras de Rafaella Carrá -la atinada coreógrafa es Nuria Castejón- y una escenografía parca que deja espacio a los actores-cantantes-bailarines para que hagan su trabajo por todo el escenario. A destacar también por lo carnavalesco el vestuario y peluquines de Gabriela Salaverri.

placeholder Escena de Los bufos madrileños (Sergio Parra)
Escena de Los bufos madrileños (Sergio Parra)

Se pasa la obra en un parpadeo porque además es que no dura más de una hora y veinte. Y esos primeros veinte son del prólogo. La hora restante corre como la pólvora al ritmo de letrillas como “me gustan todas, me gustan todas” o “me gustan todos, me gustan todos”. No hay que olvidar aquí a la pianista Beatriz Miralles.

Desde la propia Compañía Nacional de Teatro Clásico recordaban que el estreno original de esta obra trajo consigo la escandalera. Acudió el todo Madrid y a no todos les hizo mucha gracia. De hecho, se tuvieron que cortar algunos chistes y el Gobernador secuestró la primera edición del libreto. Pero el empresario Arderius lo tenía bastante claro: que hablen de mí aunque sea mal. La representó durante más de diez años e incluso la llevó a Lisboa con una versión en portugués. Un exitazo. Como ha sucedido ahora más de un siglo después. Sí, es una obrita pequeña, menor, sin pretensiones. Pero cuando se hace con gusto y gracia una comedia, desde luego, qué bien sienta.

Podría haberse deslizado hacia el lado chulesco, rancio y casposo, pero Los bufos madrileños, de Rafa Castejón, solventan bastante bien la papeleta y caen del lado acertado. Es decir, el del divertimento puro y duro, el puntito levemente ácido y el dardo inteligente de lo malévolo que no tiene resentimiento ninguno. Y sin chulerías impostadas en los acentos. Resultado: te ríes, te lo pasas estupendamente con las canciones zarzueleras y el texto castizo y bailonguero y sales del teatro diciendo, dadme más bufos, por favor, que dramas ya existen unos cuantos en la vida real.

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