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"Gracias por no fumar"
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Galo Abrain

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"Gracias por no fumar"

Cuando se prohibió el tabaco en interiores, hubo tantos enrabietados como fumadores que vieron con buenos ojos evitar que todo el mundo volviese a casa con la camisa apestando a Eau de Alquitrán

Foto: Una persona tira la ceniza de su cigarro. (EFE/Marcelo Sayão)
Una persona tira la ceniza de su cigarro. (EFE/Marcelo Sayão)
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Fumo de casualidad. Si pudieran mirar por un agujerito mis años tiernos; esos en los que te dan miedo cosas que acabarán por parecerte normales y eres temerario con otras que acabarán por aterrorizarte, jamás me pondrían un pitillo entre los labios. Fui de esos mocosos insolentes e impertinentes que siempre querían salirse con la suya, aunque rara vez lo consiguiera —un poco como ahora—. Mi santa madre, Dios la guarde por lo que tuvo que aguantar, fumaba de forma compulsiva. Y yo, de forma compulsiva, la convidaba a dejarlo. Mamá, es malo. Caca. Para. Y mi madre; sí, hijo. Malo. Caca. Pero calla.

Finalmente, la obstinación dio frutos y la mujer taconeó sus paquetes de Marlboro. Tremenda hazaña, contando con que debió quedarse a un tris de ganarse una visita privada con el vaquero del anuncio. Años después, tuvo que aguantar verme pagar el chiripitifláutico márquetin que le hacen de tanto en tanto a los paquetes del Camello. Ahora le toca a ella el turno. Galo, es malo. Caca. Para. Y yo; sí, madre. Malo. Caca. Pero calla.

Un niño es incapaz de entender que el bienestar físico no siempre pesa tanto como las pecaminosas satisfacciones que lo agreden. La llegada de cierta madurez trae consigo una conspiración precocinada —una conjura necia— destinada a encerrar, de tanto en tanto, el instinto de supervivencia en un cajón. Si no flirteas a ratos con el peligro, menudo chasco de desafío levantarse cada mañana. Incluso en la muerte, es un consuelo regocijarse en esa podrida decisión que, al menos, es de uno.

Cuando a Sartre, sometido frente al cercano espejismo del final, le preguntaron qué merecía la pena en la vida, él dijo: fumar. Y lo entiendo, porque los mejores momentos son los que se degustan con mimo y distancia, cuando la mística de la pausa le brinda un poquito, una miaja nah má, de sentido a las cosas. Un paréntesis que los fumadores, sobre todo los que vemos el tabaco como una doncella de la literatura a la que tirar los trastos, conocemos bien.

Foto: Un hombre fuma un cigarro en una terraza. (EFE/Ana Escobar)

Ya he dicho que fumo de casualidad. Porque fue la casualidad lo que me llevó a encapricharme de una imponente joven que solía atesorar un cigarro en su boca. Y no fue otra cosa, sino la casualidad, lo que me llevó a quedar un día con el mismo grupo de gente. Y fue la casualidad, de nuevo, la que quiso que en el juego de las sillas de una terraza del centro de Madrid, mi culo fuese a caer a la vera del suyo. Ahora, lo que no tuvo nada que ver con la casualidad fue que le pidiese un pitillo para abreviar las distancias con ella, casi al roce de un primer beso, cuando me postré para recibir su fuego. Ahí logré mantener la compostura de la tos, y me gustó. Ahí supe que quería quedarme con las dos, con la chica y el cigarro. Y ahí supe también que la chica era lesbiana, así que no se quedó conmigo. Pero, bueno, al menos me quedé con el tabaco.

En mi vida ha llovido la de Noé desde aquel desflore ahumado, pero todavía conservo con cariño la imagen de esa terraza, y de aquel cigarro como excusa cipotuda para el flirteo. Cuando me enteré de que Mónica García, ministra de Sanidad, pretende desempolvar una ley con olor a covid para prohibir fumar en playas, parques y terrazas, regresé a aquel momento. A un lugar donde, por un instante, fui feliz. Y bien sabe la experiencia que no hay que volver a esos sitios porque el tiempo habrá hecho sus destrozos. En este caso, el tiempo lo encarna esta creciente manía por venerar la conservación de la vida, incluso por encima de los humildes gozos que la hacen tolerable.

No veo cuál puede ser el valor de resignar el tabaco a un complemento de las películas en blanco y negro

Me cuesta entender el horizonte de este proyecto. No veo cuál puede ser el valor de resignar el tabaco a un complemento de las películas en blanco y negro, sino es hacer ruido sordo o, indirectamente, crear nuevos desafíos para avivar la emoción de los cimarrones indómitos que no quieren bailar con esta cansina fiscalización de todo. Como dice un amigo, el siguiente lema de campaña será: "enciérrate en tu casa, pide a domicilio y ponte Netflix hasta que se te caigan los ojos", porque otra cosa ya no vas a poder hacer.

Estoy hasta los cojones de bregar con el constante aroma de la decepción generacional. Oír, en canas y pieles tersas, que se vive peor que antes. Yo intento empujar esa mala vibra lejos, revolcándome como un gorrino en los placeres que me brindan los nuevos tiempos. Pero les confesaré aquí algo; no se me está dando demasiado bien… Menos aún cuando, rodeado de condiciones materiales a la baja; de personas que no tienen donde caerse muertas y comen mortadela y viven con sus padres a los 35 y van en patinete al trabajo y acaban esperando dos meses para una cita con el ginecólogo, veo las preocupaciones gubernamentales clavándose en el humo de las terrazas. Como digo, me cuesta ver el horizonte de esto…

Un poco de masoquismo, ¿quizás? ¿Jugar a la autolesión para darse vidilla? Lo digo, más que nada, porque viniendo la ministra de un partido como Más Madrid, la prohibición de fumar en las terrazas meterá la norma en la llaga de quienes a priori dice defender. Porque no serán los adinerados caciques con multipropiedad quienes las pasen canutas cuando un guindilla les pida el autógrafo por su papel de Humphrey Bogart terracero, no. Será el currito con 3 críos y poco espacio en el hogar, o el estudiante perroflautero, fumador insobornable de Flandria Virginia, quienes paguen el pato.

¿No va Más Madrid de promocionar avanzadillas hacia la igualdad?

Y es curioso, Julio Llorente lo aclaró hace nada con mucho apaño, ya que el tabaco es de esas cosas que hermana a pobres y ricos. Incluso convierte a los peones en reinas cuando el margen calloso y machacado del espectro social tiene el fuego que el lado con pulida manicura necesita. ¿No va Más Madrid de promocionar avanzadillas hacia la igualdad? Pues arremeter contra el tabaco es un esguince de sala de operaciones en ese partido.

A lo mejor digo todo esto y, al final, la ministra recoge carrete. Cuando se prohibió fumar en interiores, hubo boca-chimeneas enrabietados a montones, pero también muchos que vieron con buenos ojos no volver a casa con la camisa apestando a Eau de Alquitrán. No veo la misma polarización ahora, sino un malestar general. Porque una cosa es abanicar un ambientador neblinoso de Ducados Negro en el nido de un hospital, y otra bien distinta hacerlo a urbe abierta, enjabonado por el sol delante de un bien merecido refrigerio tras una jornada machacona. Ni tan largo, ni tan calvo, como dicen.

Si todo esto ha sonado a apología del tabaco, sepan, efectivamente, que en parte lo es

Si todo esto ha sonado a apología del tabaco, sepan, efectivamente, que en parte lo es. No animaré, ni le bailaré el agua, a quien se fume dos paquetes al día, pero me parece muy loable poder disfrutar de un cigarrito si a uno le comen los nervios. Más aún en su hábitat natural; en una terraza, acompañado de una bebida para aliviar el carraspeo.

La insurgencia fuma, dejó escrito David Gistau. Y ese comando de tontohumos comprometidos, tiene un nuevo frente donde pelear. Sé que es una batalla perdida. Pero, ¿acaso no son esas las más nobles? Así que me voy a la trinchera del bar de enfrente a prepararme. Si ven señales de humo, sepan que la lucha sigue.

Fumo de casualidad. Si pudieran mirar por un agujerito mis años tiernos; esos en los que te dan miedo cosas que acabarán por parecerte normales y eres temerario con otras que acabarán por aterrorizarte, jamás me pondrían un pitillo entre los labios. Fui de esos mocosos insolentes e impertinentes que siempre querían salirse con la suya, aunque rara vez lo consiguiera —un poco como ahora—. Mi santa madre, Dios la guarde por lo que tuvo que aguantar, fumaba de forma compulsiva. Y yo, de forma compulsiva, la convidaba a dejarlo. Mamá, es malo. Caca. Para. Y mi madre; sí, hijo. Malo. Caca. Pero calla.

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