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Ethan Hawke, novelista: ¿qué pasaría con tu vida cuando una infidelidad se ha hecho viral?
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Ethan Hawke, novelista: ¿qué pasaría con tu vida cuando una infidelidad se ha hecho viral?

En su cuarta novela, 'Un brillante rayo de oscuridad' (Ed. Berenice), Hawke se mete en la piel de un actor que trabaja en un obra de Shakespeare mientras su vida personal se derrumba. Publicamos parte del primer capítulo

Foto: 'Un brillante rayo de oscuridad', de Ethan Hawke
'Un brillante rayo de oscuridad', de Ethan Hawke

El ensayo de Enrique IV de Shakespeare empezaba a las diez en punto de la mañana. No había pegado ojo y todavía me ardía la garganta de vomitar. Mi primera noche en el Mercury Hotel no había acabado bien. Me preocupaba que la gente pudiera oler el alcohol que seguía fi ltrando por los poros al salir del ascensor y entrar en la sala de ensayo.

Me gustan los teatros antiguos o las criptas húmedas de las iglesias, lugares cuyas paredes desprenden un cierto olor a historia. Este lugar era antiséptico. Nuestra zona de ensayo, que ocupaba la mitad de la planta veintisiete de un edificio de oficinas, tenía más o menos el tamaño de un campo de béisbol. A lo largo de las dos alejadas paredes se extendían ventanas del suelo al techo. Las luces, la policía y el caos de Times Square gritaban en silencio a través del cristal. Era tremendamente molesto.

placeholder Vista de Times Square. EFE
Vista de Times Square. EFE

Aquella mañana, temprano, había llevado a mi hija al colegio. Nos detuvimos frente a su escuela en la zona de Upper East Side y me preguntó:

—¿Estás viviendo en un hotel porque está más cerca de donde ensayas?

Me quedé ahí quieto, resacoso y en silencio.

—Es la única razón que se me ocurre —añadió.

—Bueno, es una de las razones.

—¿Vas a quedarte allí a vivir?

La escruté sin decir nada.

—Porque estaba pensando —prosiguió— que si mamá y tú ya no vais a vivir juntos nunca más, ¡sería genial! Podré tener un cachorrito y mamá no tendrá alergia.

—Esta tarde, cuando yo haya terminado el ensayo y tú el colegio, iremos a la perrera y rescataremos a un cachorrito, ¿de acuerdo?

—Pero yo elijo el nombre.

Asentí y nos estrechamos la mano.

Prometerle un cachorrito a una niña. Patético.

****

Dentro de la sala de ensayo, las mesas se agrupaban formando un gran cuadrado con sillas plegables dispuestas en los bordes exteriores. El primer día de ensayo de una obra siempre es igual: bagels, café, zumo de naranja, lápices, formularios del sindicato Actors’ Equity, charlas nerviosas, gente que no se ha vuelto a ver desde aquella aburrida producción de The Iceman Cometh allá por el 2004, la elección de un delegado sindical y los discursos del director de escena sobre la puntualidad y los accidentes laborales.

placeholder El actor y escritor Ethan Hawke. EFE
El actor y escritor Ethan Hawke. EFE

Esa mañana era algo distinto solo porque había muchísima gente: treinta y nueve miembros del reparto y unos veinticinco diseñadores, ayudantes y productores. Cuando llegué, la "estrella" ya estaba allí. Así es como sabes cuándo llegas tarde: cuando una estrella de cine como Virgil Smith está allí antes que tú. A su favor, hay que decir que tenía como cuatro guiones, todos diferentes versiones de la obra; y la obra era tremendamente larga, así que estaba rodeado de montones de papeles. Una formidable barba blanca, que debía de llevar un año dejándose crecer, le cubría la cara. Se parecía a Orson Welles; o, más bien, en realidad, a Falstaff , que era la idea. Virgil se levantó cuando me vio y se acercó a la mesa en la que yo estaba. Me dio un fuerte abrazo de oso. Sé que quería ser amable, pero resultó embarazoso, compasivo. Tenía tal resaca y estaba tan mareado que podría haber llorado en sus brazos o haberle dado un puñetazo en la cara. Él era probablemente la única estrella de cine estadounidense de verdad que también estaba considerada como un actor de teatro universalmente conocido y respetado. Era todo lo que yo siempre había querido ser, desde que era lo suficientemente mayor para desear algo. Supongo que en Inglaterra es común, pero en Estados Unidos Virgil Smith era único en su especie. Obtuvo una beca Rhodes para estudiar en Oxford, se graduó en arte dramático en Yale y ganó su primer Óscar por interpretar a un gánster en la que puede afirmarse que es la mejor película estadounidense desde Ciudadano Kane. Ganó tres premios Tony, uno por su interpretación de Macbeth y los otros dos por actuaciones en obras originales. No nos conocíamos de antes pero, como yo era más o menos famoso y él era realmente famoso, imagino que pensó que deberíamos darnos un abrazo.

—¿Es verdad? —preguntó con sus grandes ojos acuosos de ganador de Óscar.

—¿Qué es verdad? —pregunté.

—Lo que leo en los periódicos.

—Depende de lo que leas.

—Pues... —se detuvo y sonrió; había visto esa misma mirada en cientos de películas—, lo que he leído es que le pusiste los cuernos a tu mujer y que ella te ha pedido el divorcio.

—Sí, eso es básicamente lo que ha pasado, eso es —le dije, y lo dejé allí plantado. No estaba siendo la conversación de mis sueños.

A continuación fui a sentarme al sitio que tenía asignado, saqué el guion y traté de ponerme nervioso por la lectura previa que estaba a punto de empezar. Había muchas cosas en mi vida por las que tenía sentido estar nervioso, y esta era la más leve.

placeholder Orson Welles en 'Ciudadano Kane' (CP).
Orson Welles en 'Ciudadano Kane' (CP).

La noche anterior había sido peor de lo que había esperado. Abandoné el hotel y fui a casa para ver a los niños y hablar con mi mujer. No bajó a saludar, aunque podía oír sus pisadas en la planta de arriba. Le dijo a la niñera que me comunicara que podía llevar a los niños a cenar y acostarlos. Ella se reuniría conmigo en el bar de la calle de enfrente a las diez de la noche. Fui con los niños al parque. Nos lo pasamos muy bien. Me senté con los dos en el arenero del Union Square Park para jugar con la arena y ver la puesta de sol.

—¡Se está haciendo de noche otra vez! —exclamó mi hijo de tres años, mientras señalaba el sol a la deriva que se hundía bajo los edificios y la última luz dorada del día bañaba nuestros rostros.

—Pasa todos los días, tonto —dijo mi hija.

—¡Pero se está haciendo de noche otra vez! —dijo, tirándome de la camiseta y mirándome directamente a los ojos solo a un centímetro de mi cara.

—Claro, hijo. Pasa todos los días.

—No. Esta mañana no —dijo.

—El sol se pone por la noche —respondió mi hija.

—Es un milagro —dijo él.

—No —lo corrigió ella—. Es un milagro cuando sale.

—A mí me gusta cuando se va —dijo él.

Mi amor por estos dos jovencitos era sencillo, sin complicaciones y sin fi n, como el amor por el agua, las estrellas, la luz, el aire o la comida. Para mí, el matrimonio se había malogrado, pero la paternidad había sido un refl ejo placentero y espontáneo. Preparar un sándwich de mantequilla de cacahuete y mermelada, pintar con acuarelas, escuchar música de Woody Guthrie y Elizabeth Cotten, jugar a las cartas, tirar la pelota, jugar al balón prisionero, poner zapatos, buscar tesoros, pisar charcos, entonar canciones, hacer aviones de papel... Podía hacer todo eso. Cumplir con mi responsabilidad hacia estos dos era más revitalizador que dormir.

En mi primera noche de vuelta en Nueva York acabé vomitándolo todo y llorando a lágrima viva sin parar, tirado en el suelo junto al váter del Mercury Hotel

Una vez que acosté a los niños, les leí cuentos y les rasqué la espalda, fui al bar de enfrente a esperar a mi mujer. Mary no se presentó y me quedé allí sentado unas tres horas, aguardando mientras me empapaba de whisky, hasta que estuve borracho como una cuba y cabreado porque me hubiera dejado plantado. No creo que fuera el alcohol, sino el gazpacho rancio que comí; en cualquier caso, en mi primera noche de vuelta en Nueva York acabé vomitándolo todo y llorando a lágrima viva sin parar, tirado en el suelo junto al váter del Mercury Hotel. Al parecer había ido al bar equivocado. Mary había estado esperando en esa misma manzana. Lo curioso es que ninguno de los dos ni siquiera se molestó en llamar al otro.

Ciertamente estaba oscureciendo.

****

Un hombre musculoso entrado en los cuarenta se sentó junto a mí en la mesa de ensayo. Su nombre era Ezekiel. Llevaba un gorro rastafari de ganchillo, cinco o seis pulseras de oro y una chaqueta verde oliva del ejército de EEUU. Todo ello le hacía irradiar una vitalidad masculina. Estuvimos allí sentados un par de horas con el resto del reparto revisando toda la información necesaria para el sindicato de Actors’ Equity que había que comprobar antes de poder empezar cualquier producción. Por encima de nuestras cabezas, las luces fluorescentes zumbaban con una frecuencia que daba ganas de matar a alguien. Había un aburrimiento indescriptible mientras nos orientaban sobre los contratos. Cuántas semanas había que trabajar para tener derecho a la cobertura sindical. El representante de Actors’ Equity y su largo discurso sobre la indemnización de los trabajadores y el futuro del sindicato. Estos tipos son siempre actores desempleados y dan cada discurso sindical con un verdadero enfoque artístico, como si fuera una audición. Después de eso, se concedió a toda la compañía de teatro un descanso de quince minutos antes de que comenzara ofi cialmente el ensayo. Lo último que yo quería era tener tiempo solo conmigo mismo.

Bajé los veintisiete pisos en ascensor hasta la calle 42 y me paré en medio de Times Square para fumar. Las oleadas de gente pasaban a mi lado, chocándose y zarandeando sus bolsas de compras, de camino a alguna atracción turística. El museo de cera Madame Tussauds, la tienda oficial de Disney... Todo estaba allí. Mi hijo me preguntó una vez: "Mamá tiene dos figuras en el museo de cera y tú no tienes ninguna. ¿Por qué?".

placeholder La celda de la Prisión de Máxima Seguridad de la isla de Robben (Sudáfrica) en la que estuvo recluido durante dieciocho años Nelson Mandela. EFE
La celda de la Prisión de Máxima Seguridad de la isla de Robben (Sudáfrica) en la que estuvo recluido durante dieciocho años Nelson Mandela. EFE

Encendí el cigarrillo. Otros miembros del reparto también estaban merodeando por la zona, fumando o comprando un trozo de pizza, pero no me apetecía hablar con ellos.

Dos días antes había estado en Ciudad del Cabo grabando una película. El rodaje debería haber sido una experiencia signifi cativa y reveladora. Visité los townships sudafricanos, de una pobreza que desgarraba el alma. Un crío de nueve años trepaba por un cable de electricidad en el arcén de una carretera para conseguir electricidad para su familia. Una niña pequeña dividía su sándwich de helado en tres para sus hermanos, a pesar de que parecía que ninguno de ellos había comido en un mes. Fui a un safari y miré a un león a los ojos a solo tres metros de mi cara. Vi a un leopardo comerse un impala y arrastrar el cadáver hasta un árbol, para sus crías, mientras las hienas intentaban arrebatárselo. Pasé cuatro días en el mar viendo pingüinos salvajes, ballenas y delfines. Vi la celda en la que Nelson Mandela pasó dieciocho de los veintisiete años de prisión y silenciosamente transformó una nación. Pero, durante todo ese tiempo, yo solo podía pensar en la desintegración de mi matrimonio.

Mary y yo nos habíamos conocido seis años antes, entre bastidores, después de uno de sus conciertos, durante la mayor tormenta de nieve que se recuerde. Al verla cantar y bailar, quedé fascinado con la idea de que alguien de mi propia generación pudiera tener tanta confianza en sí misma. Todo el mundo en la Irving Plaza sintió el calor de la luz que irradiaba. Sobre el escenario, desprendía una intensidad feroz y abrasadora. En el camerino, igual. Le estreché la mano. Estaba sudorosa, la actuación acababa de terminar. La atracción entre nosotros fue inmediata e incómoda. Esto fue en los días que siguieron al estreno de mi primera gran película de estudio. Ella me felicitó por la película. Yo elogié su último álbum. Entendió todo lo que me había pasado. Los dos estábamos dentro del bullicio de la fama, y nos sentimos comprendidos por el otro. Compartíamos una conexión simple e inevitable, como la ley de la gravedad. Me sentí agradecido por tener una amiga. Después de horas de conversación, miré alrededor y me di cuenta de que éramos los únicos que seguíamos en el camerino. Sus compañeros de banda y su representante la estaban esperando en el autobús. Nos despedimos con un apretón de manos, aunque costó trabajo no desnudarnos y follar allí mismo, sobre las mesas llenas de aperitivos y cerveza. Era como si ya pudiera oler a nuestros hijos. Me fui a casa, a mi apartamento en East Village, y miré por la ventana. A la luz de las farolas podía ver la nieve que aún caía. Recé:

Te alabo a ti, quienquiera que seas que hayas creado a esta mujer.

Te entrego mi vida en cuerpo y alma, oh, Dios creador.

Déjame ser el marido de esta mujer. Cuidaré de tu creación.

Honraré cada paso que dé.

El cielo pareció descargar toda la nieve del mundo.

****

placeholder Ethan Hawke firmando autógrafos. EFE
Ethan Hawke firmando autógrafos. EFE

—Eh, tío, ¿no sales tú en una peli?

Un chaval acribillado por el acné se me acercó. Luego le gritó a un par de amigos a través del ruido ensordecedor de Times Square.

—Olvídalo, hombre. No soy nadie.

—Sí que lo eres. Venga, tío, déjame hacerte una foto.

Vestía un chándal Adidas rojo brillante y desprendía una agresividad que resultaba inquietante.

—Tú no quieres una foto mía —dije, mientras trataba de que continuara moviéndose con la corriente de gente que nos rodeaba.

—Sí que la quiero —dijo simplemente, sacó su teléfono e hizo más señas a sus amigotes para que se acercaran.

—Ni siquiera sabes mi nombre —le dije.

—Sales en una peli —dijo con entusiasmo—. Te conozco.

—Bueno, vale, pues no me gustan las fotos, ¿sabes? Me hacen sentir como un bicho raro, ¿sabes lo que quiero decir? —pregunté, tratando de alejarme rápidamente de allí.

—No seas capullo, hermano —Me agarró del hombro y me dio la vuelta—. Es lo menos que puedes hacer por tus fans.

—Sí, bueno... —e intenté escabullirme.

—Déjanos hacerte una foto y ya está —dijo un amigo suyo, más grande y vigoroso, que se había acercado arrastrando los pies.

—Lo petaste en esa puta película, tío. "Hey, Jackie, dame un besito"...

Otro colega se había acercado y me imitó en una de mis películas menos apreciadas. Hay una relación inversa directa entre la calidad de una película y lo que te pagan. Cuanto más estúpida es la película, más te pagan. Esa película fue la más lucrativa para mí.

—Bueno, muchas gracias, chicos —dije, y les ofrecí mi mano para estrechar la suya—. Os lo agradezco. Un placer conoceros a todos. Simplemente no quiero que haya una foto mía de mierda por ahí colgada en Internet para siempre, ¿entendéis?

Sonreí.

Se me quedaron mirando sin comprender.

—Pero gracias de todos modos —añadí.

El tipo del chándal rojo de Adidas, los dos amigotes y ahora también dos de las novias hicieron oídos sordos. Todos me rodearon con los brazos. Otro, un tipo mayor, cogió un teléfono para hacer la foto.

Tengo que confesar que, cuando era niño, fantaseaba con firmar autógrafos o hacerme fotos con la gente. Por lo general, imaginaba que todo el mundo sentiría admiración. Nunca imaginé los mensajes de odio.

placeholder Ethan Hawke en el preestreno de una película. EFE
Ethan Hawke en el preestreno de una película. EFE

El tipo del chándal rojo de Adidas me susurró al oído:

—Tío, eres un puto idiota.

Me rodeó los hombros con el brazo mientras nos hacían la foto y añadió:

—Deberías sentirte agradecido. Sonríe y punto, joder.

Al subir en el ascensor de vuelta para el ensayo, me apoyé contra la pared y lloré. Por lo general, cuando lloro me siento mejor después, pero estos últimos días no podía parar de llorar y nada cambiaba. En cuanto recobré la compostura y me sequé las lágrimas, se abrieron las puertas del ascensor y me vino la ansiedad por llegar tarde. Iba a defraudar al director. Lo imaginé humillándome, aprovechando mi tardanza para dar un ejemplo al resto del reparto. En algún momento de los últimos días había olvidado por completo que era un hombre adulto de treinta y dos años.

Cuando me bajé en el piso número veintisiete, todo el mundo seguía tomando café. Nadie se dio cuenta de que llegué tarde. Una mano suave me tocó el hombro. Me giré.

—Yo seré quien interprete a tu esposa.

Una joven atractiva me miró desde debajo de una melena pelirroja meticulosamente peinada. Su piel translúcida, ropa cara y brillantes ojos verdes resultaban tan embriagadores que parecía como si se hubiera escapado de un cuadro renacentista. Hasta su olor tenía clase. "Así que esta es Lady Percy", pensé para mis adentros. "Debo alejarme de ella a toda costa".

—¿Quién te abandonó? —preguntó con una cálida voz teatral.

—¿A qué te refieres?

—¿Tu padre o tu madre? Nunca he conocido a un buen actor que se precie que no haya sido abandonado por uno o por otro.

Guiñó un ojo y se fue. Traté de no quedarme mirando.

Me di la vuelta torpemente y me dirigí a la mesa de bienvenida, me serví otra taza de café y me quedé junto a Ezekiel.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—La diva está allí, quejándose un poco más —dijo refirién- dose a nuestro Falstaff . Durante toda la mañana, la «estrella» había estado revisando escrupulosamente varias copias del guion, mientras discutía sobre discrepancias textuales insignificantes con el dramaturgo.

—Más le vale ser tan bueno como se proclama —suspiró Ezekiel.

Asentí.

—¿Has probado uno de esos dulces daneses? —preguntó.

—Qué va, no tengo hambre —dije, tratando de mantener la distancia.

—¿Cómo lo llevas? —me preguntó, adoptando un tono más serio.

—A duras penas —murmuré mientras sorbía el café.

—Estás delgado —sonrió—. No te olvides de comer. Se produjo un largo silencio mientras permanecimos de pie observando al resto del reparto pasearse lánguidamente de un lado a otro. Ezekiel parecía estar analizando mi situación. Finalmente, se inclinó hacia mí y me susurró con complicidad:

—¿Tenía el coño depilado?

Lo miré y absorbí su mirada cálida y sonriente de ojos marrones.

—Sí —asentí.

—Ay, Dios mío —se lamentó—. Hoy en día todas se afeitan

—Asintió con la cabeza, con cara de asombro—. Es triste, en realidad... Yo me crie con la pelambrera. Estas chicas de hoy en día se crían con el porno. Tienen la boquita sucia y envían unos mensajes tan guarros que sacarían los colores a un marinero. ¿Tatuajes?

—Ajá —asentí, recordando.

—Pues claro —dijo, refunfuñando para sí mismo—. Bueno, pues deja que sea de los primeros en decírtelo: bien por ti.

El ensayo de Enrique IV de Shakespeare empezaba a las diez en punto de la mañana. No había pegado ojo y todavía me ardía la garganta de vomitar. Mi primera noche en el Mercury Hotel no había acabado bien. Me preocupaba que la gente pudiera oler el alcohol que seguía fi ltrando por los poros al salir del ascensor y entrar en la sala de ensayo.

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