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Un día de lluvia: cuando José Luis López de la Calle se encontró con Jose Ignacio Guridi Lasa
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Un día de lluvia: cuando José Luis López de la Calle se encontró con Jose Ignacio Guridi Lasa

Aquel domingo era un día lento, lleno de agua y con la luz tan perdida que apenas contaba si era de día o de noche

Foto: El río Oria a su paso por Andoain (Lobo Altuna)
El río Oria a su paso por Andoain (Lobo Altuna)

Cuando se levantó recordó la suerte del domingo. Era un día lento, lleno de agua y con la luz tan perdida que apenas contaba si era de día o de noche. No era complicado, claro, pues el paisaje estaba formado por mil verdes distintos que se fundían en uno al mirarlos de frente. Además, los días nublados regalaban esa pausa atemporal que impedía la prisa; una tregua con el paso del tiempo solo rota por la intensidad del agua caída del cielo. Este parecía fundirse en el suelo bajo un manto de nubes grises y gordas, tan vagas, que ahogaban bajo su bruma los altos de las casas del pueblo. Nadie en la calle. Nadie en el ruido.

Cada uno utilizamos esa falta de obligaciones como nos da la gana. El ritual lo merece. Era un momento tan íntimo y feliz, que ni siquiera la hostil trompa de agua pudo quitarle las ganas de ir a comprar algo de bollería recién horneada: de la buena, la de panadero de viejo, lento y crujiente.

Coge el paraguas. Aunque vayas cerca no es agradable mojarse, querido —le dijo ella. Después vino el beso de siempre, el que ya no usaba labios, pues de tantos que se habían dado se encontraban con tan solo rozarse las mejillas. Ella siempre fue de patxinetas, él de cruasanes, como Alain, el niño, aunque para él llevaría de los dos tipos. También una barra de más por sí acaso. Los domingos se esperaba a quién no tenía otra calma que ellos, aunque con la que estaba cayendo era probable que no apareciese nadie. Tampoco pensaba preguntarlo y por eso el teléfono no sonaba como lo hacía hasta el sábado. Esa mañana le pertenecía a él, con el armisticio del séptimo día rodando despacio.

Pocas cosas le podían molestar más que un periódico mojado

Al salir notó un golpe de viento frío colándose por su cuello. Paró para subirse la gabardina, aunque siguió notando sobre la nuez las malas maneras que tenía el viento del norte cuando se ponía macarra. Mientras caminaba, esquivó también algunos charcos dónde el agua se estancaba sucia. Por este motivo decidió comprar los panes antes que la prosa, tratando de alejar las gotas de agua del fino papel grisáceo. Pocas cosas le podían molestar más que un periódico mojado.

Los soportales parecían sostener de puntillas los edificios, semi desnudos, sin paredes y separados por los pilares redondos que usaban los más jóvenes para pintarrajear sus demandas. Parecían un ejército de hormigón silencioso: bien formados, rectos, firmes, dejando que sonara entre ellos el silbido del viento al esquivarlos. El paraguas medio abierto y por el lado de fuera, por aquello de la mala suerte bajo techo. El paso acelerado acompasado en el eco de los mismos que sonaban más rápido y más rápido, a medida que el olor a mantequilla y pan recién hecho se acercaba tanto que casi pudo probarlos. El suelo empapado, la puerta chillando como si gritara el metal. Serrín. Ponme también un par de esos, anda. Al salir, llovía más fuerte.

Los diarios

Después cruzó la calle para entrar en el quiosco, que en los pueblos pequeños eran librerías. Allí le aguardaban los suyos, enrollados unos sobre otros, maniatados con una goma que empaquetaba Mari Luz como a él le gustaba: los más conservadores, los más radicales; le encantaba perfilar su opinión entre de las diferencias. Antes de salir, ella metió los diarios en una bolsa de plástico. Le conocía desde hacía tanto que sabía lo mucho que le molestaba que pudieran mojarse.

Como todo pícaro, una buena recompensa le aguardaba tras la vuelta de la esquina en su bar de siempre, que como bien dice Ray Loriga, era el más cercano. Ahí se paraba para echar un vistazo rápido a los titulares mientras se tomaba el primer cruasán empapado en café con leche. Disfrutaba de la paciencia, de su placebo lector, y sin la mirada acusadora por abusar de hojaldre y cafeína. Alguno le saludaba. Otra que pasaba le habló de lo mucho que le había gustado su escrito del domingo anterior. Era cordial con todos. Era uno de todos.

Miró de reojo la sede del Bar de los Comunistas, aquel garito que fundó hacía tanto

Tras pagar la cuenta, bromeó de lo que picaba el sol en el mes de mayo. Cada vez caía más agua y era momento de volver a casa. Lo mejor del primer café del domingo era el segundo, por lo que se apresuró caminando hasta su portal. Miró de reojo al pasar frente a la sede del Bar de los Comunistas, aquel garito que fundó hacía tantos años y dónde conoció a Mari Paz, su otra mitad. Qué años, qué locura, pensaba.

Llegando al portal se dio cuenta de lo cargado que venía el domingo. Había conseguido mantener a salvo la prensa y el desayuno de lo suyos. Paró un momento para apoyarse en la puerta y se echó la mano al bolsillo buscando las llaves. Sintió otros ecos que se acercaban; otros pasos que también sonaban con la misma prisa por no mojarse. Pero eran unos pasos distintos: pasos que de pronto pararon dejando sonar lo quietos que estaban. Y él también paró de meter la llave que abría el portal, sujetando el paraguas, el pan y las bolsas con la misma mano.

Ahí estaban frente a él, Jose Ignacio Guridi Lasa, rapado, plantado, mojado, serio y armado con una pistola FN Browning modelo 1935, de calibre nueve milímetros parabellum, mientras que su colega, Asier Arzallus, contemplaba atento al rival que, armado de panadería y prensa, recibiría cuatro balas en la cabeza, el pecho y el cuello. Cuatro disparos, dos segundos. Mientras, seguía lloviendo cada vez más fuerte.

placeholder Escena del asesinato del periodista José Luis López de Lacalle
Escena del asesinato del periodista José Luis López de Lacalle

No hace falta vestir de naranja, ni matar en nombre de dios, ni largarse tres mil kilómetros para saber que la libertad de expresión no admite opiniones. Estos días he leído de todo sobre Salman Rushdie: si se merecía o no los navajazos, si no hay razón alguna en la palabra que dicte acabar con la vida de nadie, aunque a veces, los lunes, martes o miércoles, parezcan en España ese domingo tan nublado.

A José Luis López Lacalle lo mataron de cuatro tiros en la puerta de su casa de Andoáin. Fue un tipo educado, libre, encantador, comunista, culto, de izquierdas, sindicalista, marido, padre, preso con Franco y asesinado por ETA. Un paraguas en el suelo, dos barras de pan, cruasanes, patxinetas, y las bolsas de plástico con la prensa del día, fueron esa foto eterna que nos dejó a todos como último artículo. El de un tipo tan peligroso que escribía.

Cuando se levantó recordó la suerte del domingo. Era un día lento, lleno de agua y con la luz tan perdida que apenas contaba si era de día o de noche. No era complicado, claro, pues el paisaje estaba formado por mil verdes distintos que se fundían en uno al mirarlos de frente. Además, los días nublados regalaban esa pausa atemporal que impedía la prisa; una tregua con el paso del tiempo solo rota por la intensidad del agua caída del cielo. Este parecía fundirse en el suelo bajo un manto de nubes grises y gordas, tan vagas, que ahogaban bajo su bruma los altos de las casas del pueblo. Nadie en la calle. Nadie en el ruido.

ETA (banda terrorista) Desayuno