¿Por qué algunas mentiras políticas nos indignan y otras no?
Un rescate de Hannah Arendt y la serie 'Gaslit', con Julia Roberts, vuelven a acontecimientos de principios de los setenta, esa época que cada vez miraremos más por su parecido con la nuestra: inflación, guerra y, sí, mentiras
Mienten los políticos: sí.
Es inevitable la mentira en la política: sí.
Habría que ponerle un límite a la mentira en la política: sí.
¿Dónde está ese límite?: no lo sabemos.
Esto es más o menos lo que me decía mientras, por un lado, releía la nueva edición del texto clásico de la filósofa Hannah Arendt
Arendt escribe sobre los “papeles del Pentágono”, unos documentos elaborados por el propio Gobierno estadounidense que, en 1971, revelaron que este había estado mintiendo sistemáticamente sobre la guerra de Vietnam: había exagerado el peligro de una victoria comunista, ocultado operaciones ilegales y, por encima de todo, mentido sobre las posibilidades reales que tenía Estados Unidos de ganar la guerra. La política estadounidense respecto a Vietnam, a partir de mediados de los años sesenta, cuenta Arendt, no tuvo que ver tanto con la consecución de objetivos militares, como con la intención de venderle el fracaso a los estadounidenses. Y eso requirió un engaño masivo.
'Gaslit' cuenta un acontecimiento sucedido inmediatamente después, en 1972: los intentos del Gobierno de Nixon de ocultar su participación en la irrupción en las oficinas del Partido Demócrata en el edificio Watergate, con el fin de obtener información que perjudicara a los demócratas y asegurarse que Nixon era reelegido. La serie se centra en la figura de Martha Mitchell, esposa del fiscal general estadounidense, que tenía la costumbre de contar a la prensa algunas noticias reservadas de las que se enteraba. Su desparpajo y falta de filtro la convirtieron en una celebridad y, tras el intento de su marido de acallarla mediante una especie de secuestro, acabó contando que el Partido Republicano de Nixon estaba llevando a cabo una guerra sucia para ganar las elecciones.
Nixon se ha convertido en un emblema del político mentiroso (aunque los papeles del Pentágono hacían sobre todo referencia a la presidencia anterior, la de Johnson, un demócrata). El problema, cuenta Arendt, era que la política había sufrido un cambio sin precedentes: ahora ya no solo se trataba del “poder ni el beneficio económico”, ni siquiera del imperialismo de toda la vida en el caso de la guerra de Vietnam, sino de que los gobiernos se habían llenado de burócratas y profesionales de las relaciones públicas cuyo objetivo era “la imagen misma” (¿les suena?). Estos hablaban de “escenario” y “audiencias”, términos, dice Arendt, tomados del mundo del teatro, por lo que “las políticas se convirtieron en medios intercambiables”. El objetivo no era ya “conquistar el mundo sino vencer en la batalla por conquistar las mentes de los ciudadanos”. La primera nación del mundo se había convertido en un aparato burocrático destinado únicamente a dar buena imagen. Y claro, eso requería un montón de mentiras, porque lo que estaba haciendo en Vietnam no era precisamente bonito.
¿Cómo las mejores mentes de una democracia pudieron sostener todas esas mentiras?
Arendt se hace una pregunta fundamental: “¿Cómo han podido?” ¿Cómo las mejores mentes de una generación, los gobernantes de un país democrático, pudieron sostener todas esas mentiras durante tanto tiempo sin inmutarse? En parte, dice Arendt, porque quien engaña acaba autoengañándose. Por un lado están los informes veraces de quienes pretenden describir la verdad y recomendar medidas políticas que se correspondan con ella. Luego están quienes los deforman con “declaraciones públicas siempre excesivamente optimistas” (¿les suena?). Pero si al final son estas las que calan en la sociedad, quien las profiere se las acaba creyendo. “Cuanto más éxito tenga el mentiroso, cuanto más convincente haya sido, más fácilmente terminará creyendo, probablemente, sus propias mentiras”.
Una mujer del Sur
En 'Gaslit', la sociedad parece admirar la franqueza con que Martha Mitchell cuenta secretos vinculados al Gobierno; “soy una mujer del Sur —dice en una entrevista en televisión— y nosotras decimos lo que pensamos y no nos callamos nunca”. Incluso cuando le preguntan por qué está dispuesta a destruir la carrera de su marido, dice que ella solo quiere contar “la verdad”. Pero sus motivos son algo más oscuros y puede que hasta frívolos. Quienes quieren destruirla afirman que es una alcohólica (lo cierto es que bebe bastante) y su marido la acusa directamente de estar loca, porque no entiende cómo alguien puede anteponer la verdad a la conquista del poder. Simplemente, no puede entenderlo. Al final, como sabemos, Nixon cayó no tanto por el asalto a la oficina del partido rival como por la brutal cantidad de mentiras que se inventó para ocultar ese hecho y así poder mantenerse en el poder.
Algo que no sabemos definir hace que en ocasiones nos escandalicemos ante las mentiras y en otras no
Al final del ensayo de Arendt hay algo más llamativo sobre la mentira política y los papeles del Pentágono. No tiene tanto que ver con quienes engañan como con quienes nos dejamos engañar. Esos documentos, dice Arendt, “revelaron muy pocas noticias significativas que no hubieran estado anteriormente al alcance del lector medio de diarios y semanarios”. No había “argumentos” que no se hubieran “debatido públicamente durante años en revistas o programas de radio y televisión”. Simplemente, la revelación del documento desencadenó un escándalo porque… algo que no sabemos definir bien hace que en ocasiones nos escandalicemos ante las mentiras y en otras no nos inmutemos. Años más tarde, cuando Nixon ya había dimitido, se dijo que sin las filtraciones a la prensa de Martha Mitchell, el escándalo del Watergate nunca habría sucedido; la paradoja es que, al mismo tiempo, se afirmaba que en Washington todo el mundo sabía lo que estaba pasando y que el espionaje entre partidos era una práctica habitual y conocida.
De modo que, por responder a la pregunta inicial, después de releer el librito de Harendt y ver la serie de Roberts, ¿cuál es el límite a partir del cual la mentira en política deja de ser un asunto cotidiano y asumible para ser un escándalo indignante que provoca que rueden cabezas? La respuesta no está muy clara. Quizá la pregunta debería reformularse: ¿por qué algunas mentiras políticas nos indignan y otras no?
Mienten los políticos: sí.