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Duelo de malditos: Charles Baudelaire contra Gustave Flaubert
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Duelo de malditos: Charles Baudelaire contra Gustave Flaubert

Ambos nacieron hace justo doscientos años y juntos tejieron las redes de la Modernidad a mediados del siglo XIX, si bien desde métodos y perspectivas a priori dispares

Foto: Flaubert y Baudelaire
Flaubert y Baudelaire

Uno ve las fotos y reconoce a dos espejos irreconciliables, por eso mismo cercanos. Las barricadas de 1848 ayudan a corroborar la metáfora. Uno al pie del cañón, siempre desde una sobreactuación retórica, clamando por la muerte de su padrastro, el general Aupick. El otro como espectador, turista en ese París constipado para resfriar a toda Europa con la Primavera de los Pueblos. El semblante de Charles Baudelaire, su intencionalidad ante la cámara del pionero Nadar, aspira a ser maldito y expresa un tormento desquiciado. Gustave Flaubert mira a la posteridad desde una óptica burguesa, disgustándole, es una mera suposición, toda la parafernalia del retrato. Ambos nacieron hace justo doscientos años y juntos tejieron las redes de la Modernidad a mediados del siglo XIX, si bien desde métodos y perspectivas a priori dispares.

Las consecuencias de la revolución de 1848, con una segunda fase trágica para los triunfales obreros de la primera, se consolidaron en 1852 con el Segundo Imperio de Luis Napoleón Bonaparte. Durante ese intervalo el pintor Gustave Courbet presentó la polémica tela 'El entierro de Ornans', una ruptura con el pasado plagada de matices hacia el Realismo. Las dimensiones del lienzo desafiaban el discurso académico al plasmar una escena de género, un funeral de pueblo, como si fuera un acontecimiento de magnitud histórica. Periodismo dirían algunos, como años atrás en 'La balsa de la Medusa', de Théodore Géricault y en 'La Matanza de Quíos', de Eugène Delacroix. Denuncia a lo Daumier sin duda, y también un manifiesto, eso sí, más impactante por el ámbito rural, tan alejado de París, sorda ante el mensaje de borrar esa pantalla bienpensante de héroes, dioses, griegos y romanos, épica moralista para desoír las verdaderas problemáticas del país.

placeholder Gustave Courbet - 'Entierro en Ornans' (1849)
Gustave Courbet - 'Entierro en Ornans' (1849)

Courbet, quien poco después retratará a Baudelaire en dos composiciones de muy distinto calado, se asocia en este sentido a la senda de Gustave Flaubert, reacio a la capital salvo para pavonearse en los salones y casi eremita cerca de su natal Rouen, esencial para conectarse con ese mundo donde el ferrocarril liquidaba la lentitud de antaño para propiciar, en su caso, un acceso a múltiples libros y conexiones férreas.

Suplió este relativo aislamiento a través del intercambio epistolar. Un viaje a Oriente tras la muerte de su padre, cirujano en jefe del hospital de la ciudad normanda, decretó el fin de su juventud, incluso en sus apetencias sexuales, muy espaciadas en el calendario y más excitantes en las misivas a la poeta Louise Colet, la interlocutora idónea para dialogar sobre el paulatino desarrollo de sus teorías literarias. Algunas de sus cartas pueden leerse en 'El hilo del collar', una selección de la correspondencia de Flaubert publicada esta semana por Alianza Editorial.

placeholder 'El hilo del collar'
'El hilo del collar'

Desde entonces, sin cejar en su obsesión por 'La tentación de San Antonio', se empecinó en un decálogo de convicciones para su escritura. Su autoexigencia volteó el paradigma, aupándose el estilo hasta una cima inédita, alambicándose con precisión milimétrica la búsqueda del célebre 'mot juste', el término exacto, y la concepción de la forma para manejar desde una recursividad magistral, no sólo mediante el estilo indirecto libre, la trama. 'Madame Bovary', uno de los preludios fundamentales hacia otra conciencia del yo, sintetiza todo lo argumentado y se postula como antípoda a 'Las Flores del Mal' de Charles Baudelaire, pese a ver ambas la luz durante el mismo período y ser juzgadas en 1857 con la absolución para Flaubert, "Madame Bovary c’est moi", y la condena por ultraje a las buenas costumbres para el dandi, obligado a guillotinar seis poemas de esa primera edición.

El cambio de París

El subtítulo de 'Madame Bovary' es 'Costumbres de provincia'. A poco más de veinte quilómetros de Rouen se halla el pueblecito de Ry, apenas una carretera de doscientos metros, idílica por el paisaje y el silencio. Su gran reclamo es un museo de los autómatas, con todos los personajes de una novela clínica y fundacional. Al otro lado de la calle un cartel invita al viajero, los turistas no suelen esforzarse tanto, a seguir el itinerario por los lugares donde Emma fue tan desventurada, hasta suicidarse, víctima de arsénico, desamor y el incipiente capitalismo del crédito, encarnado en Monsieur Lhereux, de significativo apellido.

En Flaubert, con la excepción de 'La educación sentimental, París no es una referencia indispensable, aunque siempre merodea su horizonte. Los sublimes idiotas que son 'Bouvard y Pécuchet', copistas de profesión, la abandonarán para dedicarse en su propiedad normanda a querer dominar mil ciencias y fracasar en todas y cada una de ellas. El plácido y delirante encierro de sus protagonistas, afortunados con un inesperado testamento, supuso a Flaubert, irónico en este parecido con sus criaturas, la lectura de más de mil quinientos volúmenes, entre cuatro paredes, sin tanto ruido urbano.

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Gustave Flaubert

En cambio, el tráfago de París era la mejor droga, sin consumir los paraísos artificiales del vino y el hachís, para Charles Baudelaire, un espía en medio de la muchedumbre, novedad producto de la metamorfosis de la ciudad de la luz encargada al Barón Haussmann por Luis Napoleón. El odiado prefecto inició una reforma consistente en erradicar insalubridades y desplazar a la población tradicional a una indigna periferia. La construcción de grandes avenidas desde una estructura radial, con confluencia en la actual place Charles de Gaulle, creía resolver la tentación de nuevas barricadas en calles estrechas mientras se preparaba para eventuales revueltas.

Los campos Elíseos eran el alfa y omega de esa transformación, la Meca. Baudelaire escribe dos fantásticas escenas con suficiente prestancia para definir ese instante. En una de ellas camina por la avenida y un carruaje le salpica de barro cuando se disponía a cruzar para ir a la puerta de un prostíbulo. El laurel del poeta cae al suelo y el Olimpo ingresa en la superficie, la épica es esa normalidad mutante a cada segundo, reflejada en los versos de 'À une passante', la mirada de una chica en un santiamén y la imposibilidad, por el fenómeno de la multitud, de reencontrarla en un futuro, o al menos ignorarlo.

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Charles Baudelaire

La multitud remite al ímpetu de Baudelaire en su traducción de E.A. Poe, asimismo vinculados en nuestro siglo con Patrick Modiano, quien reivindicó esta cadena en su discurso de aceptación del Premio Nobel de 2014. Baudelaire entre el gentío es un detective reconocible al lucir las vestimentas propias de un dandi excéntrico, rey del tedio contemporáneo al ser consciente de su inevitabilidad, el esplín. En esa encrucijada del ritmo y la velocidad su heterodoxia estética se ha vuelto invisible para sus semejantes, demasiado atareados en el vaivén impuesto por París, descarnada con sus bajos fondos y ociosa en el esplendor de su escaparate, del Bois de Boulogne a las Exposiciones Universales.

Este desdén de los demás le reconcome hasta cierto punto. Pese a su pelo en ocasiones teñido, la querencia a frecuentar los peores antros o su relación con una amante mulata, Jeanne Duval, el gran estigma para el díscolo genio era la paradoja entre su disipación y el anhelo de ser aceptado por las instituciones burguesas. Quiso ser académico y se ganó las mofas de coetáneos en quien confiaba, como Sainte-Beuve, masacrado más tarde por Marcel Proust.

Baudelaire, además de ser uno de los hombres más inteligentes de su época, fue muy cabal al decretar el derecho a contradecirse e irse

Baudelaire, además de ser uno de los hombres más inteligentes de su época, fue muy cabal al decretar el derecho a contradecirse e irse, de la mano en su errática biografía, marcada por dilapidar la herencia paterna y tener un capataz en el general Aupick, con quien reposa en el cementerio de Montparnasse, a no confundir su tumba con el inquietante cenotafio, erigido en 1902 tras una suscripción popular.

El mito, analizado a destajo por Georges Blin en 'El sadismo de Baudelaire' (Ediciones del Subsuelo, 2021), y la conmemoración, menguada por la pandemia, obvian su maravillosa intuición en la crítica de arte, defensor a ultranza de Gustave Courbet, Eugène Delacroix y Édouard Manet, su hermano en los pinceles, algo insinuado en el ensayo 'El pintor de la vida moderna'. Manet y Baudelaire no pueden adscribirse a ninguna escuela: eran los primeros en la decadencia de su arte, ellos mismos en su expresión de la fugacidad de lo moderno, peones del mañana medio anónimos en su presente, ufano en la burla al no comprender su propia decadencia, engalanada con fastos de auténtico progreso económico.

Una cuestión de burguesías

Una de las grandes perlas ocultas de Gustave Flaubert es su cuento sobre la leyenda de San Julián el hospitalario, quizá el vitral más emblemático de la catedral de Rouen. En esta narración de tintes edípicos los hados conducen a un parricidio. Es fácil imaginar al escritor en el interior del templo, no sin antes haberse documentado para aprehender cada minucia de la pieza. Luego volvería a sus dominios, leería o iría a su mesa de los requiebros y los milagros, donde gozaba y padecía entre palabras.

Desde su reconcentración tiene un regusto al Kant paseante por Konigsberg, con el exterior tan asumido como para desnudarlo de la fachada. Flaubert lo hizo con la literatura y el lenguaje a unos niveles demasiado omitidos hoy en día. Su 'Diccionario de ideas recibidas' podría ser un perfecto manual de lo absurdo de las construcciones léxicas para catapultar lo políticamente correcto. Al destripar cada vocablo, lo ridiculiza y nos hace soltar una risotada con mucha ironía punzante en sus entrañas. El motivo es ese mostrar la realidad de lo dicho una vez destruyes la carcasa.

El padre del poema en prosa, otro motivo para dar su sucesión a Arthur Rimbaud, se corroyó por la sífilis

El 'Diccionario de ideas recibidas' se publicó póstumamente. La sátira mediante aforismos era una faceta más desde ese ahínco para absorber la realidad. Sólo la traicionó en la fantasía histórica de 'Salambó', un tachón en su expediente, cuando hasta sería divertido calificarla de antesala de los péplums literarios y cinematográficos de finales del siglo XIX y principios del veinte. Su inmortalidad y ascendente tardaron en revelarse. En los años sesenta, así lo cuenta Mario Vargas Llosa en 'La orgía perpetua', era un faro. Sartre, en una locura inacabada, quiso totalizarlo. A Baudelaire le dedicó un volumen mucho más breve.

El padre del poema en prosa, otro motivo para dar su sucesión a Arthur Rimbaud, se corroyó por la sífilis, y tras un ataque en una iglesia belga, último exilio para redundar en la frustración de la derrota, fue trasladado por su madre a París, donde murió afásico. Baudelaire es más Giacomo Casanova en su vertiente de empaparse de todo lo sólido, la calle, las personas, viviéndolo hasta transcribirlo en sus libros. Casanova es una novela de aventuras narradas por su protagonista, una apabullante primera persona; Baudelaire es él mismo como Dante y Virgilio en la vorágine del acelerado infierno, pisándolo y asombrándose, versificándolo con porte clásico y sobreviviéndolo en una esfera demoledora en lo mental, antihéroe como 'Madame Bovary', vigente como Flaubert en su clarividencia con lo venidero.

Uno ve las fotos y reconoce a dos espejos irreconciliables, por eso mismo cercanos. Las barricadas de 1848 ayudan a corroborar la metáfora. Uno al pie del cañón, siempre desde una sobreactuación retórica, clamando por la muerte de su padrastro, el general Aupick. El otro como espectador, turista en ese París constipado para resfriar a toda Europa con la Primavera de los Pueblos. El semblante de Charles Baudelaire, su intencionalidad ante la cámara del pionero Nadar, aspira a ser maldito y expresa un tormento desquiciado. Gustave Flaubert mira a la posteridad desde una óptica burguesa, disgustándole, es una mera suposición, toda la parafernalia del retrato. Ambos nacieron hace justo doscientos años y juntos tejieron las redes de la Modernidad a mediados del siglo XIX, si bien desde métodos y perspectivas a priori dispares.