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Charlie Parker, muerte y resurrección del pájaro de fuego
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Charlie Parker, muerte y resurrección del pájaro de fuego

El centenario del nacimiento del genio del jazz convoca su encuentro con Stravinsky, la leyenda maldita y la contribución decisiva a las vanguardias del siglo XX

Foto: Charlie Parker
Charlie Parker

No está claro que la heroína o el alcohol estimularan la creatividad de Charlie Parker (1920-1955), pero sí está claro que lo mataron. Y que lo hicieron prematuramente. No había cumplido 35 años el prodigio del jazz. Y aparentaba unos 30 años más cuando el médico que certificó la muerte hubo de ocuparse de los últimos estertores del pájaro de fuego.

Tiene sentido la comparación ornitológica porque a Parker se le conocía con el sobrenombre de “Bird”. Y tiene sentido el predicado de las llamas porque la obra de Stravinsky -'El pájaro de fuego'- aproximó a los creadores en el encuentro de la caverna neoyorquina Birdland.

No está claro que la heroína o el alcohol estimularan la creatividad de Charlie Parker, pero sí está claro que lo mataron. Y que lo hicieron prematuramente


Había reservado una mesa el compositor más iconoclasta del siglo XX. Y lo había identificado Parker detrás de su fino bigote y gafas redondas. Un señor mayor de aspecto e identificación inconfundibles. Un admirador de Parker a quien el saxofonista sorprendió improvisado unas variaciones de la suite de 'El pájaro de fuego'. Conocía la obra tanto como admiraba el instinto evolutivo de Stravinsky en su capacidad de cerrar una puerta para abrir otra. Le sucedió a Picasso. Y le ocurrió a Parker en su pulsión creativa y vanguardista. Nadie mejor para reconocerlas que Stravinsky, conmovido con el homenaje del colega y testigo excepcional de un encuentro del que no hay testimonio musical ni gráfico pero del que se deriva uno de esos momentos estelares de la humanidad que podría haber inventariado Stefan Zweig.

Parker y Stravinsky

Charlie Parker y Stravinsky. Los antagonismos son elocuentes, desde los orígenes hasta los finales, pero ambos se identifican en la audacia rítmica y en el frenesí cromático. El jazz y la música clásica han merodeado la misma frontera -Shostakovich, Debussy, Gershwin, Schoenberg...-, aunque al compositor ruso le atraía el hallazgo del bebop, una derivada transgresora y trepidante cuya “mala reputación” explica que la prohibieran las emisoras californianas y que fuera considerada una perversión cultural, hasta el extremo de que Louis Armstrong denunció inquisitorialmente que esta aberración no pudiera tararearse ni bailarse.

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El veredicto condenatorio ha beneficiado la posteridad de Parker y de los otros artífices del “movimiento”, incluidos Dizzy Gillespie o Thelonius Monk. Fue una respuesta “improvisada” al amaneramiento de las bandas y al convencionalismo del jazz. Requería la competencia de solistas excepcionales. Y alojaba una radicalidad melódica, rítmica y armónica cuyo desquiciamiento atrajo y desconcertó a Stravinsky en su asiento postinero del Birland.

Igual que le sucede a los boxeadores más trágicos y oscuros y más gloriosos, Charlie Parker “The bird” solo encontraba la dicha en el cuadrilátero. Cuando tocaba

Allí y en otros locales parecidos del midtown de Manhattan transcurrieron los mejores años de Parker y transcurrieron también los peores. Cuesta diferenciarlos porque la vida y la obra de Charlie Parker se resintieron de la coreografía entre la pulsión creativa y la pulsión destructiva. Puede que no se explique la una sin la otra, pero la fascinación que ejerce el malditismo del saxofonista era la desgracia que vivió él mismo y que padecieron sus allegados. Precoz para tocar. Precoz para engancharse a la heroína. Precoz para destruirse el hígado y el estómago. Precoz para morirse o para matarse. No porque se suicidara -lo intentó en dos ocasiones consumiendo yodo-, sino porque había emprendido un camino de autodestrucción. Igual que le sucede a los boxeadores más trágicos y oscuros y más gloriosos, Charlie Parker 'The bird' solo encontraba la dicha en el cuadrilátero. Cuando tocaba. Y cuando deliraba con el saxofón entre sus brazos de estibador, como un náufrago aferrado al último salvavidas.

Se “ahogó” Parker hace cien años, un 29 de agosto, consumido por el dolor y por las úlceras. Neumonía se le diagnosticó. La misma enfermedad de la que murió su hija pequeña. Y el capítulo más atroz de la leyenda negra. No tenía recursos el genio para atenderla como se debía. Se los había bebido, se los había metido entre las venas, dejando sin aliento al pájaro de fuego, mitad humano, mitad ave, de plumaje de oro y de llamas, como lo describe el ballet de Stravinsky y como se le puede identificar un siglo después, sobrevolando en libertad su propia tumba.

No está claro que la heroína o el alcohol estimularan la creatividad de Charlie Parker (1920-1955), pero sí está claro que lo mataron. Y que lo hicieron prematuramente. No había cumplido 35 años el prodigio del jazz. Y aparentaba unos 30 años más cuando el médico que certificó la muerte hubo de ocuparse de los últimos estertores del pájaro de fuego.

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