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Los lugares de Juan Marsé: geografía literaria esencial
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muerte de un escritor

Los lugares de Juan Marsé: geografía literaria esencial

El fallecido escritor catalán escribió su obra sobre un intrincado y fascinante atlas sentimental

Foto: Marsé en El Carmelo en los años 60
Marsé en El Carmelo en los años 60

A veces un lugar explica toda una literatura y sus territorios. El número 104 de la calle Martí es una frontera invisible, física y sentimental. Lo primero corresponde a su geografía, mientras lo segundo determina la de Juan Marsé, quien tras ser adoptado recaló en ese edificio con aspecto de vieja propiedad rural. Era 1933 y la zona aún estaba rodeada por los campos de Can Comte a la izquierda, mientras a la derecha el joven de clase humilde podía adentrarse en la parte alta del popular barrio de Gràcia para enamorarse de la plaza Rovira, con su homónimo cine en una esquina, bares repletos de euforia republicana y un quiosco a rebosar de novelas de vaqueros para fabular con imposibles aventuras, esas aventis de sabor añejo.

La guerra fue el único paréntesis en esta encrucijada. Cuando llegó la derrota la familia sobrevivió como buenamente pudo y en la adolescencia Marsé reincidió en Gràcia durante quince años como aprendiz de joyero. Según su versión de los hechos fue a trabajar una mañana de enero de 1949 y vislumbró un coche abandonado cerca de su domicilio, justo en el cruce de la calle Escorial con Legalitat. La visión le acompañó durante años y prosperó como ficción en 1973 con 'Si te dicen que caí', vetada en España hasta la muerte del dictador, no en vano su título era un verso del falangista 'Cara al sol'.

placeholder 'Si te dicen que caí'
'Si te dicen que caí'

Esta novela, quizá su gran hito narrativo, contiene todos los elementos necesarios para condensar un imaginario personal y colectivo. El primero nos conduce otra vez a las estribaciones, con las ruinas de la posguerra, las correrías de los chavales y la capilla de Las Ánimas como epicentro. Más abajo, en el actual paseo de San Juan, aún podemos tomar una copa en el bar Alaska, con los anarquistas enfrascados en sus conspiraciones desesperadas. Niños y hombres convergen por el desdoblamiento de un personaje femenino con aires de Verónica Lake y directamente basado en Carmen Broto, la víctima enterrada en un huerto de la calle Legalidad tras ser golpeada en ese Ford Sedán dejado de cualquier manera al alba de ese mísero y desangelado enero.

Un microcosmos falseado

El episodio de Carmen Broto sirvió a Marsé para cimentar su autoridad en la confección de un microcosmos barcelonés falseado, y nadie puede culpabilizar al escritor de repetir su cantinela, pues al fin y al cabo periodistas y lectores, algunos de ellos de gran prestigio, fueron los principales artífices de fomentar la leyenda sin consultar siquiera las fuentes. Marsé, por si lo dudaban, se escudó en su trabajo como creador de ficciones válidas para expresar su visión subjetiva de la realidad mutante, como esa frase inmortal alterada de 'Si te dicen que caí' a 'Un día volveré', de "Hombres de hierro, forjados en tantas batallas, soñando como niños a Hombres de hierro, forjados en tantas batallas, hoy llorando por los rincones de las tabernas". Pocas y significativas palabras, de la esperanza en la revolución a constatar la utopía de los viejos métodos, con la energía dilapidada entre los alcoholes de plaça Rovira, más optimista, e idealizada en el cine muy a su pesar, en 'El embrujo de Shanghái'.

Periodistas y lectores, algunos de prestigio, fueron los principales artífices de fomentar la leyenda sin consultar siquiera las fuentes

Toda literatura tiene un poso sentimental, de tanto raigambre como para enmascarar cimas y catapultar otras obras menores, aunque en este caso 'Últimas tardes con Teresa', ganadora del Biblioteca Breve de 1965, con gran polémica interna, no puede englobarse en ese adjetivo por sus valencias simbólicas y la indudable capacidad de sintetizar en sus páginas la eterna Historia de las dos Barcelonas con innegable valentía. Marsé, becado durante un breve periodo en París a principios de los años sesenta, hilvanó un monumento con alusiones a los perdedores de la Guerra Civil, el fenómeno de la inmigración de los primeros cincuenta, la lucha estudiantil algo posturera, la frase relativa a los señoritos de mierda aún retumba en muchos próceres, y la inevitable trama amorosa, inocente en apariencia como el paseo de la hermana de Gregor Samsa en 'La metamorfosis', pues todo ese color de rosa es la excusa para desarrollar una crítica social muy en consonancia no sólo con las luchas de la época sobre la catalanidad, sino más bien en torno a la quimera de reconciliar las dos almas de la capital mediterránea, algo ya denunciado en 1909 por Joan Maragall tras la Semana Trágica, cuando en un artículo censurado por Prat de la Riba, director de La veu de Catalunya y futuro president de la Mancomunitat, aconsejaba a los ricos escuchar más a los pobres para conseguir armonía social para evitar la repetición de esas jornadas de cólera y fuego.

Teresa Serrat es ese sueño rubio de mucho dinero y anhelos de prosperidad para el mañana, mientras Manolo Reyes, el Pijoaparte, es simplemente un desheredado de la tierra en la montaña pelada, el Carmelo, uno de muchos núcleos barraquistas del franquismo, miseria, desidia y pura necesidad, por eso en la Rambla roba motos; de otro modo, así de claro, no podía regresar a su casa ni sablear unas cuantas pesetas en las timbas de cartas del Bar Delicias, hasta la explosión de la crisis sanitaria copado por turistas ignorantes, como los barceloneses, de esas altitudes con vistas de película y olvido casi perpetuo.

Oscura historia

El destino del Pijoaparte se resuelve en 'La oscura Historia de la prima Montse', y en esta ocasión el protagonismo espacial vira hacia la travessera de Dalt y el barrio de la Salud, antaño feudo residencial de una cierta burguesía catalana a pocos centenares de metros de Martí 104. Manolo Reyes se venga de su previsible hecatombe teresiana con la pobre hija de una familia con aires protoconvergentes, franquista hasta la muerte del dictador y democrática a ultranza con los nuevos bríos constitucionales y catalanistas. El suicidio de la chica en el puente de Vallcarca, las vistillas barcelonesas, no deja de ser tragicómico, y quién sabe si Marsé lo redactó con esa mala leche proletaria tan característica de su personalidad, consciente de ser una excepción, como Joan Manel Serrat o Antonio Rabinad, en un panorama marcado por la cuna, con sus amigos Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo o Gabriel Ferrater bien asentados desde su abolengo.

placeholder 'La oscura historia de la prima Montse'
'La oscura historia de la prima Montse'

El Marsé geógrafo se configura desde su ópera prima, 'Encerrados con un solo juguete', mucho más casera para simbolizar la opresión del presente, y progresa siempre en sus dominios, como en 'El amante bilingüe', donde el barrio de la Salut se despliega hasta las inhóspitas latitudes en la conclusión de la emblemática calle Verdi, más conocida en su sector graciense, menos empinado y más agradecido para la concurrencia. Al situar la pensión de Juan Faneca, su nombre original, en ese límite damos, de nuevo, con otro guiño a lo que Enrique Vila-Matas definió como la calle Rimbaud, los sitios de infancia con hechuras para condicionar un ADN vital, y como el autor de 'El mal de Montano' fue gran amigo de Marsé no es de extrañar las complicidades entre sus topografías, con Vila-Matas como narrador oculto de Barcelona divirtiéndose mientras homenajea al maestro con quien compartió tantas matinales de domingo en el José Luis de la Diagonal, charlas dignas de ser espiadas desde una inexistente mirilla, conversaciones donde a buen seguro irrumpían entre risas los recuerdos de plaza Rovira, agotada por el shandy europeo en una serie de artículos muy perequianos, o la definición de la travessera de Dalt como travesía del mal por su transformación, posterior a 'La oscura historia de la prima Montse', en vía rápida con exceso de ruido y sobredosis de polución.


El Guinardó es a la izquierda

Quien escribe es del Guinardó, una de las barriadas más tranquilas de Barcelona, destrozada desde los años setenta por la especulación cuando antes era un hermoso remanso de paz con villitas de principios del siglo pasado, arrasadas por la construcción de otra autopista urbana, la 'Ronda del Guinardó', homónimo título de una nouvelle teñida de nostalgia, como casi toda la producción de Marsé, quien prefería evocar por sutileza a exhibir sin tapujos desde su inteligencia y economía de medios literarios. En más de una ocasión se la ha identificado con el Guinardó, pero quizá le acaecía como a muchos otros barceloneses, perezosos de adentrarse en sus enigmas al juzgarlo demasiado alejado del centro, y claro, el Premio Cervantes de 2008 no dejaba de ser un tipo normal y sincero al escribir sobre lo conocido desde la experiencia. Salía de casa e ingresaba en Gràcia, tan bien abordada en 'Un día volveré', la perla a recuperar de su trayectoria, 'El embrujo de Shanghái' o 'Caligrafía de los sueños'.

Hace algunos años, durante el Procés, unos imbéciles fueron a la biblioteca del Carmel que lleva su nombre y pintarrajearon sus volúmenes

Si, de repente, el Guinardó hacía acto de presencia era en sus lindes, tildados con acierto de Far West, fuera del confort de la antigua villa, tan bien enmarcada por su cuadrícula, una fortaleza con imán y hechizo, retratada con perfeccionismo y esmero por un narrador decimonónico adaptado a la contemporaneidad, pues al fin y al cabo haríamos bien en analizar su legado desde la teoría del iceberg de Hemingway y resaltar cómo lo visible sólo era una invitación a sumergirse en un mar complejo y fascinante. Hace algunos años, durante el Procés, unos imbéciles fueron a la biblioteca del Carmel que lleva su nombre y pintarrajearon sus volúmenes, insultándole por no callarse y ejercer su labor intelectual de criticar tanta insensatez entre banderas, sentimientos y céntimos. Unos caerán en la infamia. Otro se eleva, desde ya mismo, a los altares.

A veces un lugar explica toda una literatura y sus territorios. El número 104 de la calle Martí es una frontera invisible, física y sentimental. Lo primero corresponde a su geografía, mientras lo segundo determina la de Juan Marsé, quien tras ser adoptado recaló en ese edificio con aspecto de vieja propiedad rural. Era 1933 y la zona aún estaba rodeada por los campos de Can Comte a la izquierda, mientras a la derecha el joven de clase humilde podía adentrarse en la parte alta del popular barrio de Gràcia para enamorarse de la plaza Rovira, con su homónimo cine en una esquina, bares repletos de euforia republicana y un quiosco a rebosar de novelas de vaqueros para fabular con imposibles aventuras, esas aventis de sabor añejo.

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