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Cien años del último duelo
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LA GRAN GUERRA ACABÓ CON ELLOS

Cien años del último duelo

Con los años, las transformaciones tecnológicas y determinados cambios convirtieron los duelos en una especie de reliquia del pasado empecinada en mantener su prestigio y protección

Foto: Los duelos fueron una evolución de las justas medievales que tantos réditos dieron al séptimo arte ('Los duelistas').
Los duelos fueron una evolución de las justas medievales que tantos réditos dieron al séptimo arte ('Los duelistas').

Georges Duroy está nervioso. Lleva pocos meses en el periodismo y su creciente fama no ha hecho sino granjearle un núcleo selecto de enemigos. A raíz de una información sobre una mujer de Montmartre, un periodista de otro medio ha puesto en duda su credibilidad y sus compañeros le incitan a batirse en duelo. Se prepara en un sótano, crece su inseguridad y llegada la hora comprueba cómo ha bastado un suspiro para zanjar la cuestión.

Tanto él como su contrincante han seguido las instrucciones de sus allegados. Sí, conviene caminar 20 pasos e incumplir la cuenta atrás. Si disparas el arma cuando estén a punto de decir tres, tienes más posibilidades de vencer, es un clásico. Duroy lo aplica, no da en el blanco y sale ileso del envite. Días después contará la peripecia, nutriéndola de inexistente épica. La bala nunca le rozó la oreja, pero decirlo da un cierto caché y prolongar las habladurías es otra forma de ganar notoriedad en el circo finisecular.

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Este fragmento de 'Bel-Ami', novela cumbre de Guy de Maupassant, sirve para ejemplificar el absurdo de esa institución occidental llamada duelo, una evolución de esas justas medievales que tantos réditos han dado al séptimo arte. Algunas fuentes hablan de su renacimiento a principios del siglo XIX a partir de la expansión napoleónica por el viejo mundo. Es posible, si bien la explicación resulta insuficiente. Este combate tutelado por árbitros, a los que hoy en día llamaríamos testigos, adquirió gran popularidad entre la aristocracia y la naciente burguesía. Ya no era una causa mayor de mortalidad como en los tiempos de Luis XIV y fue casi bendecida por las autoridades.

Los duelos ingresaron en el imaginario popular y uno sospecha de su carácter ritual, como si en realidad nadie quisiera morir en el lance

A nivel militar, muchos lo consideraban perfecto para mantener la disciplina y la dignidad en el ejército. Otros, desde un punto de vista social, juzgaban su existencia fundamental para perfeccionar las costumbres, y solo la muerte de uno de los contendientes oscurecía esta apreciación. En este sentido, el duelo se insertó en el tejido de la época desde una óptica romántica bien aprovechada por artistas de todo tipo y condición, como Pushkin, quien tras narrarlo en 'Eugenio Oneguin' sucumbió en 1837 a manos de su rival, el militar francés Georges d’Anthès, a quien había retado por sus actitudes provocadoras para con su esposa.

Práctica y política

En el Ochocientos, este tipo de lid estaba reglamentada y sus normas eran de público dominio. En 1836, el conde de Chateauvillard escribió un ensayo sobre el asunto. Sables, pistolas y espadas eran las armas legales para dirimir ofensas e injurias a dilucidar en un espacio acordado donde debían comparecer los testigos de cada parte. Había varias modalidades. Si era a la primera sangre, el desafío finalizaba cuando uno de los duelistas era herido. En los de pistola, cada uno de los contendientes disponía de un tiro, y si ninguno daba en el blanco, solía darse por terminado si el agraviado se consideraba satisfecho. Lo que solía suceder, aunque, en ocasiones, podía alargarse. Una posibilidad arriesgada y a la postre ridícula por la escasa pericia mostrada en la pelea.

El hábito del duelo comportaba que los testigos de ambos bandos fijaran las condiciones para dirimir la querella

A medida que el siglo avanzaba, los duelos ingresaron en el imaginario popular y uno sospecha de su carácter ritual, como si en realidad nadie quisiera morir en el lance y solo sirvieran para saldar de cara a la galería la apariencia de tanta vanidad herida. De otro modo no podría explicarse la afición de determinados personajes por ponerse el mundo por montera y reincidir hasta la extenuación. Georges Clemenceau, futuro primer ministro del Hexágono, se batió hasta en 12 ocasiones. El 23 de diciembre de 1892 quiso zanjar su disputa con Paul Déroulède, presidente de la Liga Patriótica, quien tres días antes le había acusado de corrupción en el caso del Canal de Panamá, por aquel entonces una verdadera maldición para la supervivencia de la joven Tercera República francesa. Los rivales malgastaron seis balas y exhibieron la trascendencia del duelo en la esfera política, visible en esa órbita desde 1870, año que nos ofrece dos muestras de la incidencia de esta práctica en los albores del siglo XX.

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La primera supuso el inicio del declive del duelo. Una disputa entre periódicos corsos llegó a París. El motivo del conflicto era la siempre polémica figura de Napoleón I. Poco antes se había celebrado el centenario de su nacimiento y los ánimos andaban caldeados porque su sobrino, Luis Napoleón III, no gozaba del aprecio ganado durante la primera parte del Segundo Imperio. Pierre-Napoleón Bonaparte, primo del emperador, consideró las ofensas tan graves como para escribir una carta en la que tildaba a la redacción de 'La Revanche' de cobarde y traidora. Paschal Grousset, director del cotidiano, exigió satisfacción por los insultos recibidos y así se desencadenó la tormenta.

Las transformaciones tecnológicas y determinados cambios de paradigma convirtieron los duelos en una especie de reliquia del pasado

El hábito del duelo comportaba que los testigos de ambos bandos fijaran las condiciones para dirimir la querella, pero en esta ocasión Grousset prefirió mandarlos directamente a casa de Pierre-Napoleón, quien rechazó la propuesta al alegar que en caso de lucha prefería batirse con Henri Rochefort, director de 'La Marsellaise', mentor de Grousset y auténtico azote de la causa imperial. De repente, por motivos desconocidos para siempre jamás, sacó su pistola y asesinó a uno de los emisarios, Victor Noir, a partir de ese mismo instante encumbrado como mito republicano por mucho que su actual tumba en el Père-Lachaise se haya convertido con las décadas en una especie de atracción erótico-festiva.

placeholder La curiosa tumba de Victor Noir en el cementerio Père Lachaise, en París.
La curiosa tumba de Victor Noir en el cementerio Père Lachaise, en París.

Este fiasco de duelo rompió las convenciones y alcanzó un impacto mediático sin precedentes, aumentado más aún si cabe por la inminencia de la guerra franco-prusiana, que con la derrota de las tropas galas implicó la caída del emperador y la proclamación de la Tercera República.

Édouard Manet y Edmond Duranty eran partidarios de la misma, pero su enfrentamiento nada tuvo de político, solo fue una escaramuza ridícula como tantas otras del periodo. Manet era un burgués que siempre buscó el reconocimiento de su arte desde la oficialidad, por eso recibir críticas de plumas exigentes como la de su amigo le dolía en lo más hondo y suponía una afrenta a resolver en combate. Corría febrero de 1870 cuando el pobre Duranty entró en el café Guerbois y recibió dos sonoros sopapos del artista, quien ni corto ni perezoso lo emplazó al cabo de tres jornadas en el bosque de Saint-Germain, donde se produjo el grotesco episodio de ambos intelectuales arrojándose el uno contra el otro hasta transformar sus espadas, que nunca habían usado, en escuchimizados tirabuzones. Duranty fue herido en el hombro y se detuvo el combate. Los oponentes se reconciliaron y cambiaron sus zapatos, pues los botines de Duranty le molestaban, al ser demasiados estrechos. Por la noche, volvieron al Guerbois y brindaron para sellar su reconciliación.

Despedida y cierre

Con los años, las transformaciones tecnológicas y determinados cambios de paradigma convirtieron los duelos en una especie de reliquia del pasado empecinada en mantener su prestigio y protección. El poeta Catulle Mendès fue herido en el peritoneo por el crítico George Vanor tras su discusión sobre si Hamlet era delgado u orondo. Debussy y Maeterlinck evitaron por los pelos su escaramuza, motivada porque el músico no quiso a la mujer de su libretista como cantante de 'Peleas y Melisande'.

En 1910, Robert Sherard consagró dos capítulos al duelo, apoyándolo mientras abominaba de sus detractores. Él, como tantos otros, era víctima de la torre del orgullo, hermoso título y metáfora con que Bárbara W. Tuchman definió al universo europeo previo a la Gran Guerra, que todo alteró. Antes de la misma, la aristocracia y la burguesía parecían vivir en una especie de quimérica burbuja de formol, a la que poco o nada importaban síntomas que ahora vemos claros, desde esa persecución de Aschenbach por una Venecia enferma hasta la eclosión de las clases desfavorecidas, consideradas como peones a explotar para beneficio de unos pocos.

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La Primera Guerra Mundial hizo estallar esa mansedumbre en mil pedazos y catapultó la introducción de otra modernidad que, ahora sí, enterraba para siempre rémoras anteriores a la segunda revolución industrial. Salvo en la gran pantalla, donde Stanley Kubrick y Ridley Scott brindaron escenas memorables recordándolos, desaparecieron del mapa y solo regresaron como una excentricidad en contadas ocasiones, como cuando en 1958 Serge Lifar y el marqués de las Cuevas se enzarzaron a espadazos por una coreografía. Sin saberlo, daban la única tecla capaz de explicar la dilatada existencia del duelo, forma de figurar siempre atroz y más insensata si cabe tras las trincheras, la bomba atómica y el sinfín de desmanes destructivos de un siglo repleto de letal violencia.

Georges Duroy está nervioso. Lleva pocos meses en el periodismo y su creciente fama no ha hecho sino granjearle un núcleo selecto de enemigos. A raíz de una información sobre una mujer de Montmartre, un periodista de otro medio ha puesto en duda su credibilidad y sus compañeros le incitan a batirse en duelo. Se prepara en un sótano, crece su inseguridad y llegada la hora comprueba cómo ha bastado un suspiro para zanjar la cuestión.

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