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'Los fauves', energía, color y fieras en los albores del siglo XX
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del 21 de octubre al 29 de enero

'Los fauves', energía, color y fieras en los albores del siglo XX

Matisse, Derain, De Vlaminck, Marquet, Braque, Rouault o Frietz. La Fundación Mapfre dedica una importante de la producción del primer grupo de vanguardia del siglo XX

Foto: 'Restaurant de la Machine à Bougival', Maurice de Vlaminck (1905) (Maurice de Vlaminck, VEGAP, Madrid, 2016 - RMN-Grand Palais (Musée d'Orsay) / Hervé Lewandowski)
'Restaurant de la Machine à Bougival', Maurice de Vlaminck (1905) (Maurice de Vlaminck, VEGAP, Madrid, 2016 - RMN-Grand Palais (Musée d'Orsay) / Hervé Lewandowski)

Octubre de 1905. Estamos en París. En el Grand Palais se celebra el tercer Salón de Otoño. Los organizadores han dispuesto las más de 1.600 obras expuestas de modo estratégico para crear un impacto progresivo que empieza con la complacencia de los clásicos modernos, de Renoir a Rodin, progresa mediante la languidez de los nabis, acelera con dos retrospectivas dedicadas a Manet e Ingres y alcanza la séptima sala, epicentro de la exposición.

En ese punto podríamos ponernos poéticos. Lo haremos. Lasciate ogni esperanza, voi ch’entrate. En la habitación hay un pequeño busto de barro de cierto aire renacentista. Es el retrato de Jean Bagnières del escultor Albert Marque. El niño representado tiene el miedo grabado en los ojos, como si hubiera sucumbido a una visión insólita. A su alrededor una explosión de energía y color lo ridiculiza hasta convertirlo en arte vetusto, casi antediluviano.

Los lienzos que deslumbran en ese séptimo pasaje del Salón provocan que el crítico Louis Vauxcelles lanzara una broma que hizo fortuna hasta llegar a nuestros días: 'Donatello chez les fauves'.

Las fieras se llamaban Henri Matisse, André Derain, Maurice de Vlaminck, Henri Manguin, Charles Camoin y Albert Marquet, a los que más tarde se uniría un segundo grupo configurado por los Raoul Dufy, Georges Braque, Kees van Dogen, Georges Rouault y Othon Frietz, todos ellos presentes en Los fauves, exposición comisariada por María Teresa Ocaña que desde el 21 de octubre y hasta el 29 de enero acogerá en la madrileña Fundación Mapfre un grueso importante de la producción del primer grupo de vanguardia del siglo XX gracias al apoyo de más de 80 prestadores entre los que destacan la Tate, el Centre Pompidou, el Milwaukee Art Museum y la generosidad de más de 30 coleccionistas particulares.

Un breve soplo para inaugurar la centuria.

A principios de la década de 1890 Henri Matisse y muchos de los futuros fauvistas acudieron para aprender al estudio del pintor simbolista Gustave Moreau. Con ojos actuales puede sorprender un hombre de cuadros más bien decorativos y temáticas decadentistas/orientalistas fuera el artífice del pistoletazo de salida hacia la primera eclosión artística del Novecientos, pero entre sus premisas estaba privilegiar la libertad de sus alumnos, y estos estaban rodeados de demasiados estímulos como para no dejarse llevar por la corriente que fluía entre las calles de la capital francesa y de paso aprovechar el rigor compositivo de su maestro, pues si bien se tiende a considerar al Fauvismo como un arte del color lo cierto es que la ubicación del mismo y de los elementos en la tela juegan un papel fundamental si queremos entenderlos. En su concepción hay más ciencia que pura improvisación.

A mediados de la década el legado Caillebotte propició la consolidación de los impresionistas como tendencia dominante. Unos años después, en esa Francia dividida del escándalo Dreyfus, varios factores artísticos situaron a los postimpresionistas en un lugar privilegiado. El difunto Van Gogh saltó a escena y sus pinceladas empastadas quedaron en la retina de esos jóvenes con ínfulas que también aprovecharon la paulatina apreciación del antes desdeñado Cèzanne y la irreverencia absoluta de Paul Gauguin, quien desde las Islas Marquesas introducía con soltura el primitivismo en el hemisferio occidental, así como la fiereza de sus colores planos y puros.

Todas estas influencias se adentraron poco a poco en la mente de Matisse y compañía en el momento culminante de la Belle èpoque, pero para apuntalar una personalidad propia debían producirse una serie de acontecimientos fortuitos más allá del contexto histórico.

La muerte de Moreau hizo que Matisse abandonara su estudio y encontrara otro en el patio de del Vieux Colombier, donde conoció a André Derain, quien asimismo intimó con Vlaminck en junio de 1900 después de coincidir en el descarrilamiento de un tren. Al cabo de poco tiempo los tres se juntaron en una exposición dedicada a Van Gogh y de este modo se formó el triángulo básico del Fauvismo.

Cada uno de ellos era bien distinto. Vlaminck fue la única fiera auténtica del grupo. Ciclista, novelista erótico y violinista en sus ratos libres volcaba los colores en la tela como si antes de él no hubiera existido ninguna tradición. Sus paisajes y retratos desafían la lógica de la realidad con rotundos empastes, figuras esquemáticas y una violencia que ejercía de contrapunto al afanado estudio de sus amigos, quienes pese a exaltar los colores vivos que distribuían para conferirles hegemonía en su perfecta distribución espacial no dejaban nada al azar.

En este sentido es innegable que Matisse fue el 'chef d’école' y el más obstinado en dotarse de un tono propio que determinaría el movimiento hasta rebasarlo. Su uso del color es virulento, pero en sus composiciones se advierte un cuidado exquisito que aplicó a rajatabla una máxima de Vlaminck: Es una realidad, un mundo que lleva el germen de su propia destrucción en cuanto se lleva al límite.

Había que superar el pasado para hilvanar un nuevo presente. Matisse comprendió que para hacerlo debía beber de los maestros. En 1904 veraneó en Saint-Tropez con Paul Signac, ejemplo indiscutido junto al prematuramente fallecido Georges Seurat. De esos meses surgió 'Calma, lujo y voluptuosidad', un lienzo melancólico de una potencia cromática inusual que se inspiraba en unos versos de Baudelaire, pero bien podrían haber sido de Rimbaud, porque si el joven de 'Una temporada en el infierno' dio sinestesias a las vocales, el no tan bisoño Matisse, nació en 1869, creía que los colores debían expresar sentimientos y transmitir emociones. Atrás quedaba la captación de un instante impresionista y se abría una puerta hacia otra dimensión que del chispazo irreverente del debut viró hacia tonos más apagados y una técnica mixta donde el dibujo volvía a irrumpir para combinarse con la exuberancia de rojos, verdes, azules y amarillos.

Por su parte, Derain siguió una senda propia que no se alejaba de exceso de la ruta trazada por el futuro rival de Picasso, quien quizá no hubiese penetrado en el primitivismo que llevó en cierto modo al Cubismo sin el consejo de Derain de visitar el Museo del Hombre. Al principio le dio mucha pereza lo que veía, pero a posteriori le sacó un partido impagable.

Dufy, Marquet y Manguin prefirieron retratar la vida cotidiana. Braque, quien aterrizó en París para sacarse el título de pintor de brocha gorda, fue de los últimos en llegar y de los primeros en caminar hacia la abstracción. Sin quererlo sus paisajes se volvieron más cezanianos y auguraban un nuevo rumbo que cuajó tras 1907, cuando tras otro Salón de Otoño cada uno de los integrantes del Fauvismo tomó su propia singladura.

Entre las causas de esta previsible disolución están la pérdida de ese medida irreverencia de los principios, el creciente clasicismo de Matisse y un nuevo viraje simbolizado por un resurgir de focos de atención que podían interpretarse desde otra tesitura. Gauguin permitía dar una vuelta de tuerca al estilo y la observación de los paisajes de Cèzanne en l’Estaque indicaban que otra veda estaba disponible e iba en consonancia con otros nombres que revolucionarían el panorama. Lo curioso es que entre 'Las bañistas', muy escultóricas, de Derain, y 'Las señoritas de Avignon', de Pablo Picasso, sólo median unos meses y ambos no sabían qué estaba haciendo el otro.

La clave para concluir está en una anécdota que nunca supe si es apócrifa. Cuando Matisse pintó 'La línea verde' le preguntaron el motivo de esa vertical en la frente y la nariz de su pobre mujer. Respondió que, simplemente, así lo veía en su interior. El arte abandonaba el mero reflejo de la realidad y, correspondiéndose con el siglo, apostaba de pleno por construcciones mentales que pueden relacionarse con el psicoanálisis de Freud, el monólogo interior literario y, sobre todo, con las vertiginosas transformaciones que deparaba la sociedad. Ya nada sería igual.

* La exposición 'Los fauves. Pasión por el color' podrá verse en la Sala Fundación Mapfre Recoletos del 22 de octubre de 2016 al 29 de enero de 2017.

Octubre de 1905. Estamos en París. En el Grand Palais se celebra el tercer Salón de Otoño. Los organizadores han dispuesto las más de 1.600 obras expuestas de modo estratégico para crear un impacto progresivo que empieza con la complacencia de los clásicos modernos, de Renoir a Rodin, progresa mediante la languidez de los nabis, acelera con dos retrospectivas dedicadas a Manet e Ingres y alcanza la séptima sala, epicentro de la exposición.

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