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El Picasso salvaje, pistolero y ladrón
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El Picasso salvaje, pistolero y ladrón

Aquel tal Pablo Picasso era un salvaje. Tras un par de estancias cortas en París, finalmente había instalado estudio en la capital del Sena, en el

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El Picasso salvaje, pistolero y ladrón

Aquel tal Pablo Picasso era un salvaje. Tras un par de estancias cortas en París, finalmente había instalado estudio en la capital del Sena, en el número 13 de la plaza Ravignan, Montmartre. Picasso bautizó aquel inmueble de madera como el Bateau Lavoir, el barco lavadero, y, aunque no está documentado, se supone que fue viviendo allí cuando el pintor malagueño compró su primera pistola.

No era inhabitual ver a los artistas de aquel París de principios de siglo portando armas y utilizándolas. Al fin y al cabo, las vanguardias que afloraban entonces estaban muy salpicadas de actitudes personales de un romanticismo atroz. Algunos artistas dirimían sus diferencias estéticas a tiros, aunque lo más frecuente y civilizado era que se citaran para boxear en los gimnasios de Montmartre, ante la atenta y sádica mirada de la mecenas y escritora norteamericana Gertrude Stein.

Picasso era hombre de pistola fácil. Lo rememora en sus Recuerdos íntimos Fernande Olivier, musa y amante del pintor entre 1905 y 1912: “Vinieron unos alemanes que admiran a Picasso y se lo llevaron en triunfo. A las tres de la mañana, para deshacerse de ellos, Pablo empezó a disparar su revólver en medio de la plazuela. Rápida como el rayo, me metí en casa de Laurent para acostarme. Todo aquella exaltación me daba un poco de miedo”. 

Arianna Huffington, en su biografía Creador y destructor, detalla otra anécdota balística (1908) del redignificador del rosa y del azul. “En Horta, Picasso era feliz y nada consiguió impedírselo. Ni siquiera la rotura de sus ventanas por parte de unos aldeanos que habían descubierto con pavor el espantoso secreto de que Fernande y él vivían en concubinato. Realmente aquello más bien le divirtió, y respondió a las pedradas, como habría hecho Alfred Jarry, disparando al aire su revólver, lo que aquietó inmediatamente a sus agresores. Picasso continuó pintando y paseándose del brazo de Fernande por toda la aldea”.

La violencia y la suburbialidad anímica pregenética (de Jean Genet) eran la diástole existencial de Picasso y sus amigos de entonces. Guillaume Apollinaire quería incendiar los museos; a Max Jacob, en sus arrebatos opiáceos o sus pasotes de coñá, se le aparecía Cristo en persona... Y Carlès Casagemas, el joven maestro del diletantismo barcelonés que enseñó a Picasso la importancia de ser un dandy sin interrupción, se había suicidado el 17 de febrero de 1901, a los 20 años, tras intentar degollar a su amante Germaine, una bailarina del Moulin Rouge que lo había abandonado por otro. Costumbres epocales de aquellas vanguardias artísticas y amatorias.

Ahora Fernando Colomo resucita a aquel Picasso salvaje en su película La banda Picasso, recién estrenada. Recrea Colomo la imputación contra Picasso y su íntimo Apollinaire por el robo de La Gioconda, en el Louvre, el 21 de agosto de 1911. Un asunto turbio. Tan turbio que todavía hoy algunos expertos sostienen que el Da Vinci del Louvre no es el auténtico. Y eso hace aún más enigmática la sonrisa de la Monna Lisa.

Los coqueteos de Picasso y Apollinaire con el arte de robar arte se remontan a 1905, cuando ambos conocieron a Géry Pieret, un encantador bandido de refinados modales y notable cultura que los encandiló hasta el extremo de ser contratado por el poeta como secretario.

Pieret había trabajado antes como vigilante del Louvre, y presumía ante el joven pintor (24 años) y el inventor de la palabra surrealismo (25) de lo fácil que era robar en el museo. Picasso, que entonces visitaba a menudo el Louvre para empaparse del primitivo arte íbero, que tanto iba a influir en el diseño de sus facies cubistas, retó al truhán ofreciéndole 50 francos a cambio de dos máscaras íberas. Apollinaire se encaprichó de una estatuilla del mismo origen.

Aunque tanto Fernande Olivier como el propio Picasso o Apollinaire nunca lo reconocieron, algunos autores y amigos de entonces del grupo de artistas han rumoreado que tanto el malagueño como el inventor del caligrama se aficionaron a visitar el Louvre y a incautarse, de propia mano, de ciertas piezas escasamente vigiladas y altamente inspiradoras para su vanguardia primitivista. Pero son solo rumores.

El caso es que el exhibicionista Pieret, una semana después del robo de La Gioconda, se presentó en la redacción del Paris Journal, explicó a los periodistas su tesis sobre la facilidad de ejecutar robos en el Louvre y aportó una prueba física: otra estatuilla que acababa de sustraer.

El 29 de agosto de 1911, cuando Picasso y Apollinaire leyeron las confesiones de Pieret en el Journal, sufrieron un unívoco ataque de pánico. Estaban seguros, y con razón, de que el ostentoso Pieret los había delatado. Y, en su casa del Boulevard de Clichy, urdieron un plan para no ser descubiertos. Sencillo: arrojarían las piezas robadas al Sena. Quizá esta decisión, adoptada por dos artistas, de tirar al río piezas de museo que los habían inspirado, pueda sonar escasamente delicada. Pero el terror de la pareja estaba justificado: en París ya aromaba la xenofobia anunciadora de la I Guerra Mundial. Picasso era español y Apollinaire, polaco. Y temían que el nudo corredero de la ley se ensañara con ellos. El robo de La Gioconda se había convertido en una afrenta nacional. Francia clamaba venganza.

Cuenta Fernande Olivier que aquella noche los dos artistas metieron los objetos robados en una maleta y recorrieron el Sena sin atreverse a arrojarlos. Demasiadas sombras acechantes. Quizá la gendarmerie. Otras versiones apuntan a qué sí se deshicieron de un buen lote de figuritas, incluyendo algunas valiosísimas tanagras. Y que solo al segundo viaje desistieron de sumergir en el Sena las últimas piezas.

También cuenta Fernande Olivier que, tras aquella primera excursión nocturna, Picasso y Apollinaire regresaron a su casa del Boulevard de Clichy y pasaron el resto de la noche jugando, nerviosos, a las cartas. Y que ninguno de los dos sabía jugar cartas.

El 8 de septiembre, los gendarmes detuvieron a Apollinaire en su domicilio. Se le acusó de encabezar “una banda internacional venida a Francia para expoliar museos”. En la noche del día 12 salió en libertad provisional.

Picasso corrió mejor suerte. Solo tuvo que ir a declarar. Negó su participación en los hechos e, incluso, conocer a Apollinaire. La amistad se rompió entonces. Para siempre. Se dice que Picasso lloró toda su vida a Apollinaire, que se alistó voluntario en la Gran Guerra, fue herido en la cabeza y murió de gripe española en 1918.

Aquel tal Pablo Picasso era un salvaje. Tras un par de estancias cortas en París, finalmente había instalado estudio en la capital del Sena, en el número 13 de la plaza Ravignan, Montmartre. Picasso bautizó aquel inmueble de madera como el Bateau Lavoir, el barco lavadero, y, aunque no está documentado, se supone que fue viviendo allí cuando el pintor malagueño compró su primera pistola.

Pablo Picasso