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Cuando los héroes caen ante el monstruo
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Cuando los héroes caen ante el monstruo

Las culturas antiguas se erigieron sobre mitos heroicos. La griega lo hizo sobre Heracles y su limpia de monstruos a lo largo y ancho del Mediterráneo

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Cuando los héroes caen ante el monstruo

Las culturas antiguas se erigieron sobre mitos heroicos. La griega lo hizo sobre Heracles y su limpia de monstruos a lo largo y ancho del Mediterráneo –incluyendo la Península Ibérica-; en la nórdica, héroes como Beowulf o su equivalente cristiano, San Jorge, hicieron lo propio con quimeras y dragones. Los héroes eliminaban a las criaturas infernales que estorbaban la supervivencia del hombre y dejaban habitable un mundo con anterioridad tenebroso y mortal. Pero el ser humano quedó entonces a solas con su propia monstruosidad, más terrible, más cruel, que la de cualquier demonio. Y los héroes, en la vida real, muchas veces quedan atrapados en las fauces del lobo.

Adolf Hitler era un monstruo, pero no era el único de aquella época. En España tuvimos unos cuantos, dentro de la variada pantonera política. Rusia tuvo a su Stalin. Y América se salvó por los pelos; como sugiere la novela de Philip Roth La conjura contra América, sólo el ejemplo de la barbarie nazi impidió que las tendencias totalitarias se consolidasen. El mundo está lleno de führercitos deseando la posibilidad de una Nacht der langen Messer; ahora bien, tampoco faltan stauffenbergs que se atrevan a disputar con ellos. Y eso permite conservar la esperanza en el ser humano. Porque el oficial encarnado en el cine por Tom Cruise (ver crítica de la película) quizá tuviera motivaciones distintas a las de su leyenda pero, a la postre, vale como símbolo y por tal se le tiene en Alemania.

No era el primer atentado al que Hitler sobrevivía, pero sí el que más cerca estuvo de llevársele por delante. Confirmó así que tenía baraka, como Franco, como muchos malvados de la historia. Eso lleva a pensar en qué les protege, en si el fanatismo y la crueldad prestan una coraza protectora. Y aunque todo esto son tonterías, lo cierto es que aquel 20 de julio se dieron todos los acasos para que el atentado fracasara: la reunión no se realizó en el habitual búnker, sino en una cabaña de madera; la mesa bajo la que se dispuso la bomba resultó sorprendentemente resistente; y sólo se pudo activar una de las cargas. En definitiva, los daños provocados fueron de orden más psicológico que físico algo que, en una mente ya perturbada, tampoco cambió nada. La guerra continuó.

Peter Steinbach acude al periodo juvenil de Claus von Stauffenberg para encontrar el origen de su disidencia. Su pertenencia al Círculo de George habría explicado, según el autor, la independencia de sus juicios, así como la inicial coincidencia con los nacionalsocialistas. Las enseñanzas  acerca de la “Alemania secreta” de Stefan George no eran muy distintas en apariencia del credo nazi, si bien el afamado poeta rechazó, cuando le fue ofrecida, toda colaboración con el partido de Hitler. Pues había una diferencia fundamental entre ambos cuerpos de doctrina: mientras unos predicaban la sumisión absoluta al líder, el otro instruía a sus seguidores en la independencia de juicio. También influyó en el coronel golpista su identificación con la ética tradicional de la aristocracia militar, carrera por la que se sintió atraído desde bien joven y es evidente que siempre se sintió más que molesto con Hitler por su arrogancia y el desprecio que manifestaba por el ejército, al que sólo consideraba una herramienta.

No obstante, el libro no cancela la perenne duda sobre los motivos que llevaron a Stauffenberg a traicionar su juramento militar y tratar de eliminar a Hitler. Ni el propio autor lo tiene claro, pues aunque en diversos lugares alaba la respuesta moral del coronel suabo, también afirma que “oponerse es algo que sólo puede hacerse en los comienzos”. Si se repasa la cronología, Stauffenberg y su grupo sólo se pusieron en marcha cuando era evidente que la guerra estaba perdida –y, en el caso de nuestro protagonista, especialmente después de ser gravemente herido en el frente africano-. Steinbach, por su parte, intenta suavizar en lo posible las valoraciones sobre alguien a quien, a pesar de todo, considera un héroe: los conjurados “son la confirmación de que las dictaduras totalitarias hacen culpables a las personas: a todas sin excepción”.  Ello apunta a que sus motivaciones pudieron no ser morales, como así lo entendieron los Aliados cuando supieron de la conspiración.

Las culturas antiguas se erigieron sobre mitos heroicos, héroes victoriosos. Nuestros héroes pueden fracasar, como lo hizo Stauffenberg, pero aún así permanecen triunfantes en cuanto referentes morales: el monstruo puede ganar una batalla, pero el espíritu noble, el ejemplo moral hará suya la guerra. O eso quisiéramos creer. Eso tiene que ser.

 

LO MEJOR: el intento por inscribir al personaje en sus circunstancias histórico-sociales.

LO PEOR: la circunspección de las conclusiones.  

Las culturas antiguas se erigieron sobre mitos heroicos. La griega lo hizo sobre Heracles y su limpia de monstruos a lo largo y ancho del Mediterráneo –incluyendo la Península Ibérica-; en la nórdica, héroes como Beowulf o su equivalente cristiano, San Jorge, hicieron lo propio con quimeras y dragones. Los héroes eliminaban a las criaturas infernales que estorbaban la supervivencia del hombre y dejaban habitable un mundo con anterioridad tenebroso y mortal. Pero el ser humano quedó entonces a solas con su propia monstruosidad, más terrible, más cruel, que la de cualquier demonio. Y los héroes, en la vida real, muchas veces quedan atrapados en las fauces del lobo.