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Infortunado olvido, afortunado relato
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Infortunado olvido, afortunado relato

Infortunado fue Carlos de Sigüenza y Góngora, pariente del gran poeta culterano. No sólo murió relativamente joven -55 años-, en los albores de un siglo que

Infortunado fue Carlos de Sigüenza y Góngora, pariente del gran poeta culterano. No sólo murió relativamente joven -55 años-, en los albores de un siglo que habría disfrutado más que el que vivió -falleció en 1700-, sino que además gran parte de su obra se ha perdido, así como la gran biblioteca que logró reunir, que incluía abundantes piezas arqueológicas e instrumentos científicos de la época. Tanta mala suerte le ha llevado al olvido, especialmente en España, pese a ser una de las mentes más lúcidas de la época -fue llamado por Luis XIV a su corte de genios, aunque declinó la invitación-. No así en México, donde se le tiene más presente aunque por motivos espurios, como fundador del nacionalismo mexicano.

Lejos queda el nacionalismo mexicano del último tercio del XVII, que es cuando desarrolló su carrera intelectual este gran polígrafo, amigo de sor Juana Inés de la Cruz -y se dice que algo más- que defendió la dignidad del pasado precolombino, equiparando su cultura al sustrato grecorromano metropolitano. Desarrollado este novedoso y relevante propósito en el Teatro de virtudes políticas de 1680, no se puede decir que con ello renegase de su españolidad cuando en estos Infortunios de Alonso Ramírez, compuestos una década después, nada de ello se deje ver; antes bien, los personajes se presentan como españoles y no como mexicanos, ni siquiera como novohispanos. En cualquier caso, su influencia en el pensamiento nacionalista posterior -no confundir con indigenista- es evidente.

Mucho más justo sería recordar a Sigüenza y Góngora por sus obras científicas como la Libra astronómica y filosófica (1690), donde niega los atributos morales de los cometas, o por esta curiosidad deliciosa que son los Infortunios, al tiempo novela picaresca, hoja de méritos, de aventuras y relato de testimonio. Aunque con una sintaxis barroca, que la editorial La tinta del calamar no ha alterado -al contrario que la puntuación y algunos elementos léxicos y ortográficos, que se detallan en una Nota-, es de fácil y gozosa lectura. Es el testimonio de los infortunios de Alonso Ramírez, puertorriqueño, quien para escapar de la miseria busca fortuna en Nueva España, y luego en Filipinas, donde es capturado por piratas ingleses. A partir de ahí, la narración pierde verosimilitud. Sus desgracias como prisionero de piratas le llevan a dar la vuelta al mundo y regresar enriquecido a México, de manera sorprendente.

Allí las autoridades incautan su barco encallado y todo lo que contenía, por lo que se dirige al virrey para reclamar su devolución, pero nada obtiene. Le envían con Sigüenza y Góngora, a la sazón Cosmógrafo Real, para ver qué mediciones podía aportar un marino que había dado la vuelta al mundo. Aunque su testimonio resulta poco creíble, al menos desde su captura, el eminente polígrafo accede a relatar su periplo, comprometiendo así su prestigio apoyando a quien, a todas luces, había sido pirata. La razón de este compromiso nadie la da, y no es posible que creyera la versión de Ramírez. Lo más probable es que Sigüenza, siempre justo de dineros, aceptase algún tipo de compensación, porque la argumentación no se sostiene.

Aunque Ramírez infla la maldad británica -a quienes acusa hasta de canibalismo- y, al tiempo, se presenta como un católico que roza la santidad, su esclavitud bajo los martirios piráticos es inexplicable, y más aún que uno de ellos, que le apreciaba, le regalara una fragata -¡a un enemigo!-, que cargó de riquezas y cañones y dos mil balas de diversos calibres, ¡sin que los demás saqueadores lo advirtiesen! Pero lo más raro es que, tras esta apología, Ramírez no sólo fue rehabilitado sino que fue recompensado con un puesto de artillero en la Real Armada del Golfo. ¿Seducidos por la elegancia de esta prosa? Es dudoso que así fuera, aunque sus virtudes literarias y narrativas son indudables.

A estos valores artísticos deben añadirse otros de índole histórica, pues como un rumor de fondo se percibe el espectro de la decadencia de un Imperio, en los funcionarios corruptos que roban al pirata Ramírez, en su largo viaje en el que no se topa con velas hispanas, sino holandesas, francesas e inglesas, incluso en el Caribe, que había dejado ya de ser un Mare Nostrum español. Y, por fortuna, no se ha perdido este testimonio del fin de una época, ni se ha olvidado la pluma que le dio vida inmortal, recuperado ahora en una edición muy bien preparada por los alumnos del Máster de Edición de la UAM, con un diseño muy atractivo y varios apéndices que facilitan la comprensión del relato. Afortunado Alonso Ramírez, y afortunados lectores del siglo XXI.

Infortunado fue Carlos de Sigüenza y Góngora, pariente del gran poeta culterano. No sólo murió relativamente joven -55 años-, en los albores de un siglo que habría disfrutado más que el que vivió -falleció en 1700-, sino que además gran parte de su obra se ha perdido, así como la gran biblioteca que logró reunir, que incluía abundantes piezas arqueológicas e instrumentos científicos de la época. Tanta mala suerte le ha llevado al olvido, especialmente en España, pese a ser una de las mentes más lúcidas de la época -fue llamado por Luis XIV a su corte de genios, aunque declinó la invitación-. No así en México, donde se le tiene más presente aunque por motivos espurios, como fundador del nacionalismo mexicano.