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Portarse bien, por M. de la Llave
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Portarse bien, por M. de la Llave

Los miembros de mi generación fuimos buenos alumnos y malos maestros. Los hombres y las mujeres a los que educamos nos niegan ahora un respirador y malcuidan a los mayores

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EC.
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Estimado director,

pertenezco a la generación criada y crecida desde los escombros de la Guerra Incivil; muchos escuchamos desde niños la advertencia de “portarnos bien”.

Entendimos que ese enunciado genérico comprendía acabar con el analfabetismo, extender a todos la igualdad de oportunidades, valorar y equiparar los derechos de la mujer, recuperar la condición de ciudadanos frente a la de súbditos, ejercer con mesura la libertad de opinión y de expresión, ser responsables de nuestros actos.

Y lo hicimos. Salimos en paz de una dictadura, comenzamos a entendernos y a vivir en democracia, conseguimos ser admitidos en Europa, desarrollamos elementos estables de producción y riqueza. En resumen, nos portamos bien. Entre otras cosas, accedieron a centros de formación, en igualdad de oportunidades de salida, hombres y mujeres que se convirtieron en profesionales de sus materias; también las sanitarias y asistenciales. Aportamos los recursos para dotar a nuestro país de las infraestructuras básicas; también los hospitales y las residencias que iban a ayudarnos a vivir en la vejez. Mantuvimos el respeto a los ancianos, aunque apeáramos el tratamiento de usted por el tuteo a los progenitores; y protegimos a nuestros niños de las estrecheces económicas y alimentarias que acompañaron nuestra crianza. Porque sabemos que portarse bien es portarse como un ser humano. Y eso es un mérito.

Sin embargo, hemos sido buenos alumnos y malos maestros. Parte de los niños que hace años cuidamos son ahora los hombres que nos niegan la asistencia y el acceso a un respirador -no ya de forma preferente, sino incluso igual- a favor de los más jóvenes y en edad de producir, que dicen querer preservar el estado de bienestar a costa de instaurar un estado de malcuidar ¿temporalmente? Retenidos en recintos cerrados en los que (salvo contadas excepciones) solo queda a los residentes la frustración de esperar un final definitivo sin tener siquiera el consuelo de sentir la mano de un ser querido sobre la frente. ¡Hasta la despedida final se ha limitado a extremos de soledad indeseables! ¿No es eso la discriminación que nuestra Constitución proscribe? ¿La economía importa más que la humanidad?

Puede ser que no precisemos que se nos niegue el futuro que ya teníamos próximo. Pero me niego a perder la esperanza. Y espero que, suceda lo que suceda, afrontemos esta crisis con la misma entereza, orgullo y dignidad que tantas veces nos permitieron decir “nos hemos portado bien”.

Manuel de la Llave Costell

Estimado director,

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