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España, EEUU y América Latina: una historia de amor y odio, solo para suscriptores
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España, EEUU y América Latina: una historia de amor y odio, solo para suscriptores

'Diálogos atlánticos', un ensayo escrito por Juan Pablo Fusi y Antonio López Vega, analiza las relaciones del siglo XIX y los años posteriores a los dos lados del 'charco'

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Tras la independencia de las repúblicas americanas, España y América vivieron de espaldas a sus respectivas realidades durante buena parte del siglo XIX. Cien años después, coincidiendo con el despertar de Estados Unidos como gran potencia internacional, España restableció el diálogo atlántico en el ámbito científico y cultural. En América, la Institución Cultural Española argentina promovió que personalidades como José Ortega y Gasset, Ramón Menéndez Pidal o Augusto Pi y Suñer viajaran allí para compartir sus saberes. Aprovechando este contexto, la editorial Galaxia Gutenberg ha lanzado 'Diálogos Atlánticos', un ensayo escrito por Juan Pablo Fusi y Antonio López Vega en el que analizan cómo las relaciones del siglo XIX y los años posteriores a los dos lados del 'charco' desembocaron en el momento actual.

En la España de la Edad de Plata, se recibió a mexicanos como Alfonso Reyes o Martín Luis Guzmán, que huían de la revolución en su país. Cuando llegaron la Guerra Civil española y el franquismo, América abrió generosamente los brazos a los transterrados, en célebre expresión de José Gaos, generándose uno de los fenómenos más fecundos de la historia con repercusiones en ambos lados del Atlántico. Los autores de esta obra desgranan algunos de los episodios fundamentales de esos caminos de ida y vuelta que unieron España con Estados Unidos, México y Argentina.

A través de las circunstancias que hubieron de afrontar personalidades singulares (Ortega y Gasset, Alfonso Reyes, Jaime Benítez), instituciones (Junta para Ampliación de Estudios, El Colegio de México, Fundación del Amo o Universidad de Puerto Rico) e industrias culturales (Revista de Occidente, Sur, Fondo de Cultura Económica o La Torre, entre otras), dibujan la silueta esencial del vasto legado y la enorme riqueza que esas relaciones han supuesto, de una u otra manera, en el siglo XX del mundo en español. Ahora, en exclusiva para suscriptores, te ofrecemos un capítulo de 'Diálogos Atlánticos', uno de los ensayos que mejor desgranan las relaciones entre España, EEUU y América Latina.

Diálogos atlánticos

Con excepción de los territorios que aún permanecían bajo dominio español (Cuba, Puerto Rico), España vivió de espaldas a América durante buena parte del siglo XIX. Las independencias de la América española (entre 1810 y 1825) y el Brasil portugués (1822) habían sido consecuencia directa, no de una reacción anticolonial, sino del colapso de las metrópolis desencadenado por la inestabilidad que introdujo en el sistema político europeo la ambición de Napoleón Bonaparte, quien sembró de sangre y fuego el suelo del Viejo Continente. En América, mientras tanto, la élite criolla evolucionó desde su inicial aspiración a ostentar mayores cotas de poder dentro de la estructura de la monarquía española a reclamar, tras el vacío de autoridad provocado por la invasión francesa de España, un autogobierno que, poco después, devino en independentismo, una opción claramente minoritaria hacia 1800.

Las nuevas repúblicas americanas protagonizaron, a lo largo del siglo XIX, un proceso de construcción nacional muy problemático como consecuencia, fundamentalmente, de su condicionamiento geográfico. Si el continente europeo estaba determinado por la historia, la orografía americana hizo muy difícil la vertebración de las nuevas naciones, así como la delimitación de sus fronteras y poblaciones: había miles de kilómetros cuadrados poco poblados y situados a una altura tal sobre el nivel del mar que resultaban prácticamente inhabitables. Ese condicionante tampoco ayudó a la construcción ex novo de un sistema institucional y administrativo que diera respuesta a los complejos problemas generados ante la necesidad de integrar en un mismo país áreas en principio muy distantes y diferenciadas. Con todo, como es evidente, la evolución y los rumbos que siguió cada nación americana fueron específicos y variados. Si en Brasil el siglo XIX fue relativamente estable, fruto de la supervivencia de una monarquía limitada por la Constitución de 1824 y que perduraría hasta el golpe de Estado del 15 de noviembre de 1889 –el cual llevaría a la república un año más tarde–, en la América hispana el siglo XIX estuvo caracterizado por la inestabilidad: revoluciones, pronunciamientos militares y caudillismo fueron las notas dominantes en la configuración de los Estados nación americanos, débiles estructuralmente. Además, el mestizaje propiciado durante trescientos años por españoles y portugueses añadió una dificultad más que notable a los intentos de definición de las nuevas identidades nacionales, siempre a la búsqueda –sin demasiado éxito en esta centuria–, de sus propios símbolos, tradiciones, estructuras administrativas y sistemas institucionales, diferenciados del orden inmediatamente anterior.

Sin embargo, desde aproximadamente 1880, América Latina comenzó a disfrutar de una cierta estabilidad institucional –la evolución de Brasil sería, en cierto modo, contracíclica– que abrió diferentes posibilidades al continente según se asomaba al siglo XX. En todo caso, aquellas naciones tenían, para 1900, una entidad propia y estaban cada vez más integradas en el nuevo sistema económico mundial gracias a la exportación de sus ricos recursos naturales, lo que impulsaba la inversión de capital extranjero en, principalmente, los sectores bancario, de fuentes de energía y de transporte.

Ese despertar nacional latinoamericano tuvo también su correlato en el mundo intelectual con la obra de personalidades como el portorriqueño Eugenio María de Hostos, el uruguayo José Enrique Rodó, el cubano José Julián Martí o, un poco más tarde, el peruano José de la Riva Agüero. Desde el punto de vista cultural, América gozó de su propio modernismo gracias al nicaragüense Rubén Darío, y, en paralelo a las vanguardias europeas, surgieron figuras de gran significación intelectual, como los mexicanos Alfonso Reyes, José Vasconcelos o Martín Luis Guzmán, los argentinos Jorge Luis Borges, José Ingenieros o Victoria Ocampo, o los chilenos Pablo Neruda, Vicente Huidobro o Gabriela Mistral, entre otros muchos. Fuera de las influencias europeas, también adquirieron relieve las producciones artísticas de significación propia como la literatura indigenista o, singularmente en México, la novela revolucionaria y el muralismo, con José Clemente Orozco, Diego Rivera o David Alfaro Siqueiros como sus principales exponentes, por citar solo algunos ejemplos.

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La relación de España con Estados Unidos fue todavía más exigua que la que se mantuvo con los antiguos territorios de la monarquía española. De hecho, no fue sino hasta 1913 cuando, ante la evidencia del despertar de la gran nación, Madrid abrió embajada en Washington. En los años posteriores a su guerra de independencia contra Gran Bretaña en 1776, los padres fundadores de Estados Unidos articularon un debate en torno a la posición que el país debía adoptar en el escenario internacional, simbolizado en las tesis contrapuestas de Thomas Jefferson y Alexander Hamilton. Además de otras consecuencias de orden interno –como la delimitación de ambos partidos, Federalista y Demócrata-Republicano–, el resultado final de la discusión quedó fijado en el 'Discurso de despedida' del presidente George Washington (1796), que, de facto, constituye el fundamento del aislacionismo respecto de los asuntos europeos que caracterizaría la política norteamericana hasta inicios del siglo XX. De esta manera, superada la Guerra de Secesión (1861-1865) la política exterior de Estados Unidos consistió, básicamente, en la conquista del Oeste, expresión inmortalizada por el célebre libro que Theodore Roosevelt publicaría con ese título en 1895, de manera que no fue antes de los albores del siglo XX cuando miraron fuera de sus fronteras. Si en 1895 obligaron al Reino Unido a recurrir al arbitraje internacional para resolver el enconado conflicto fronterizo entre Venezuela y la Guayana Británica, en 1898 infligieron a España una humillante derrota, haciendo explícita su ambición de tener una posición preponderante en la zona del Caribe.

En los primeros años del siglo, la pujante nación norteamericana descollaba como nueva potencia en el escenario internacional. Contaba ya con una población de 76 millones de habitantes –a mediados de siglo XIX eran algo más de 23 millones–; en las últimas décadas había cuadruplicado su producción de algodón, cereales y trigo; era el primer productor mundial de este cereal y de ganado vacuno; y el ferrocarril había actuado como motor de la industrialización del país –la red viaria había alcanzado una extensión de más de 300.000 kilómetros, superior a la del conjunto de toda Europa–. La producción industrial norteamericana se triplicó en las tres últimas décadas del siglo XIX y Estados Unidos era, de hecho, la primera potencia en la conocida como revolución del acero, la electricidad, la química, el motor de explosión o el petróleo. Políticamente, continuaron posicionándose en la zona del Caribe; en Venezuela en 1902, en Panamá en 1903 y en República Dominicana en 1904. Ese año su política en la zona quedó definida por el llamado corolario Roosevelt, según el cual Estados Unidos se otorgaba la potestad de intervenir militarmente en los países centroamericanos si con ello evitaba la intromisión europea. Era, en realidad, una reformulación de la doctrina Monroe condicionada por las nuevas circunstancias. Como es bien sabido, esta doctrina fue definida por el quinto presidente del país en su famoso mensaje de 1823, que fue redactado por su secretario de Estado, John Q. Adams –para muchos el mejor jefe de la historia de la diplomacia norteamericana–, y que, en síntesis, pedía a los Estados europeos que no llevasen sus disputas al suelo americano. En definitiva, a esas alturas de entresiglos, Estados Unidos era una realidad muy a tener en cuenta en un escenario internacional que estaba cambiando a velocidad de vértigo, donde Europa comenzaba a dejar de ser el eje vertebrador de las dinámicas políticas, económicas, sociales y culturales en favor de otros espacios en los que América tendría un lugar central, dentro de un proceso que abarcaría todo el siglo XX.

En ese contexto, España vio emerger las aspiraciones políticas de los nacionalismos periféricos; el inicio de la crisis de los partidos dinásticos que habían llevado a cabo la Restauración –con el asesinato de Antonio Cánovas del Castillo en 1897 y la muerte de Práxedes Mateo Sagasta en 1903–; el acompañamiento de la violencia a las legítimas reivindicaciones sociales –que encarnó el pistolerismo anarquista, fundamentalmente–; o las diferentes crisis desatadas a propósito de la errática acción política llevada a cabo en el norte de África, que culminarían con el estrepitoso fracaso de Annual en 1921. Fue por entonces cuando el sistema de la Restauración, en estado crítico al menos desde el verano de 1917, llegó a un punto de no retorno que culminaría con la irrupción de la dictadura de Primo de Rivera en septiembre de 1923, "la fecha decisiva en la historia de la España moderna, la gran divisoria", en palabras de Raymond Carr.

Entretanto, en unas circunstancias nada sencillas, las naciones americanas habían visto con estupor cómo Europa se despeñaba por el precipicio del horror con la Gran Guerra. En relación con las naciones que son objeto de atención específica en esta monografía, en Argentina –entonces una de las economías más avanzadas del mundo– la estabilidad y pujanza económicas de entresiglos trajeron una fuerte inmigración europea, fundamentalmente española e italiana, que contribuyó a la introducción de valores políticos socioliberales –como el sufragio universal masculino, que minaría el sistema oligárquico tradicional en las elecciones de 1916 cuando la Unión Cívica Radical de Hipólito Yrigoyen venció con un programa reformista–. Por su parte, México había asistido al fin del porfiriato y el inicio de su revolución, la única que ha mantenido su carácter mítico a lo largo del tiempo. Iniciada en 1910, acabó degenerando en una guerra civil entre diferentes facciones que pusieron en marcha procesos revolucionarios paralelos que concluyeron, primero, con el triunfo de Carranza y la promulgación de la Constitución de 1917, y luego, con la estabilización que acompañó en los años veinte las presidencias de Álvaro Obregón –que oficializó el indigenismo– y de Plutarco Elías Calles –que asistió al levantamiento cristero, en cuyos fundamentos se podían encontrar ideas agraristas e indigenistas–. En cuanto a Estados Unidos, con la intervención en la Gran Guerra el presidente Wilson, por su parte, puso fin de facto a más de cien años de aislacionismo norteamericano. Daba así un significado universal a la doctrina del destino manifiesto –enunciada por el periodista John L. O'Sullivan en 1845 y según la cual Estados Unidos tenía entonces el derecho y el deber de exportar las bondades de su sistema político a los territorios adyacentes–, al tiempo que concretaba sus propósitos para el nuevo escenario internacional de la posguerra a través de sus famosos 'Catorce puntos'.

A inicios del siglo XX, el presidente Wilson puso fin a más de cien años de aislacionismo, dando significado a la doctrina del destino manifiesto

Fue en ese contexto en el que España y América se reencontraron. En ello, como se verá en las próximas páginas, mucho tuvieron que ver intelectuales, instituciones, publicaciones e intercambios científicos que, al socaire de las circunstancias, se produjeron desde inicio de siglo. Entonces se asistió a la que se ha conocido Edad de Plata de la ciencia y cultura española (1898-1936). Esta jugó un papel vertebrador en los diálogos atlánticos que protagonizan este libro. Si al calor de la Junta para Ampliación de Estudios y su institución gemela argentina, la Institución Cultural Española, se produjeron los primeros viajes de españoles a América –José Ortega y Gasset, Ramón Menéndez Pidal, Augusto Pi y Suñer, entre otros–, por su parte algunas de las más distinguidas personalidades del pensamiento mexicano –Alfonso Reyes y Martín Luis Guzmán, primero, y más tarde Daniel Cosío Villegas–, huyendo de la conflictiva situación que vivía su país o con motivo de sus responsabilidades diplomáticas, residieron en Madrid por períodos prolongados de tiempo. Allí participaron de las empresas culturales puestas en marcha por los protagonistas fundamentales de aquel momento de esplendor cultural español, singularmente en torno al gran referente intelectual de entonces, José Ortega y Gasset, quien puso en marcha iniciativas culturales y educativas decisivas para el mundo en español como la Revista de Occidente, y con el que tendrían relaciones personales en ocasiones controvertidas, como se verá también en estas páginas.

Lo que devino entonces es bien conocido. Caída la dictadura de Primo de Rivera, en 1931 llegó la República reformista y liberal de los intelectuales –tal y como la bautizó Azorín en junio de ese mismo año–. Los extremismos políticos, la injusticia social, las tensiones nacionalistas periféricas –incluida la deriva golpista catalana de la revolución de 1934– y la ausencia de un contexto europeo favorable –que asistía entonces a la conocida como 'era de las tiranías', en expresión de Élie Halévy, con Adolf Hitler, Benito Mussolini o Iósif Stalin como paradigmas del horror al que se vería sometido el mundo en las siguientes décadas– fueron los mimbres que necesitaron los militares que, en el verano de 1936, encabezados por los generales Mola, Sanjurjo, Goded y Franco, dieron el golpe de Estado que, fracasado y no sometido, desembocó en la más sangrienta de las guerras civiles en suelo español. Con la misma, llegó un exilio que duró prácticamente cuatro décadas y que tuvo como lugares referenciales los protagonistas de esta monografía: México, Argentina y, en menor medida, Estados Unidos.

La situación en esos países tampoco estuvo exenta de complicaciones por entonces. En el país austral, el crack del 29 tuvo consecuencias desastrosas para América Latina en general –se asistió a un giro nacionalista y autoritario– y para Argentina en particular, donde un golpe de Estado llevó al poder a José Félix Uriburu en 1930. Se inició entonces la que se conoce como década infame, pues, aunque en 1932 el Gobierno constitucional se restableció, desde entonces el Ejército se convirtió en el eje de la vida nacional. El punto final de aquel periplo se vivió en 1943, cuando otro golpe de Estado perpetrado por oficiales pronazis terminó, dos años más tarde, con la implantación de la dictadura autoritaria, antiliberal y anticomunista del entonces coronel Juan Domingo Perón, que determinaría, en adelante, la historia del país.

En México, con la estabilización política a la que se asistió en los años veinte, el presidente Calles institucionalizó el Partido Nacional Revolucionario –luego Partido Revolucionario Institucional (PRI)–, que gobernaría el país hasta finales del siglo XX e integraría en las estructuras del poder a sindicatos y organizaciones obreras. Ya bajo la presidencia de Lázaro Cárdenas, en los años treinta, se nacionalizaron bienes y sectores estratégicos como el del petróleo (1938). Fue este presidente quien abrió los brazos de manera ejemplar a los españoles que huían del franquismo –de manera muy significada a científicos, profesores, artistas e intelectuales–, dando lugar a uno de los episodios más prolongados, conocidos, sobresalientes y encomiables de estos diálogos atlánticos.

Cárdenas abrió los brazos a los españoles que huían del franquismo, especialmente a científicos, profesores, artistas e intelectuales

En los Estados Unidos de entreguerras sucedió exactamente lo contrario de lo que Wilson esperaba. Ante la difícil situación en Europa –dictaduras autoritarias, recelos entre naciones, proteccionismo, problemas con las reparaciones y deudas derivadas de la Primera Guerra Mundial–, los sucesores de Wilson en la presidencia (Warren G. Harding, Calvin Coolidge, Herbert Hoover y Franklin D. Roosevelt) regresaron a su tradicional postura aislacionista con respecto a Europa. Sin embargo, ante un mundo cada vez más interconectado, hubieron de matizar esa posición, lo que se plasmó en los planes Dawes-Young de 1924 y 1929 –racionalización escalonada del pago de las reparaciones de guerra que Alemania debía realizar a las potencias aliadas, ante la imposibilidad de satisfacerlo–, o el Pacto Briand-Kellogg de 1928 –liderado por Francia y Estados Unidos, y al que luego se unirían otras naciones, por el cual se renunciaba a la guerra como instrumento de política exterior–. Tras el crack del 29, se afianzó de nuevo la postura aislacionista en la nación norteamericana, lo que se tradujo en la ruptura unilateral del sistema de cooperación económica internacional, tras el fracaso de la Conferencia de Londres de junio de 1933, y la puesta en marcha del New Deal del presidente Roosevelt. Es más, tras la agresión japonesa a China en Manchuria en 1931, el acceso de Hitler al poder en Alemania 1933 y la ocupación de Abisinia por Mussolini en 1936, el Congreso norteamericano promulgó las conocidas como Leyes de Neutralidad entre 1935 y 1937, por las que se prohibía la compraventa de productos que pudieran determinar el destino de conflictos militares en liza (armas, petróleo, municiones, etc.). Así, Estados Unidos se apartaba oficialmente de la escalada bélica a la que se asistía en Europa con motivo de la Guerra Civil española y de las diferentes agresiones de la Italia fascista o la Alemania nazi a Austria, Checoslovaquia y, al fin, la invasión de Polonia el primero de septiembre de 1939, que supuso el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Como es bien sabido, el ataque japonés a la base norteamericana de Pearl Harbor, en diciembre de 1941, llevó a Estados Unidos a intervenir en la guerra junto a los aliados de manera decisiva.

Finalizada la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos emergió ante el mundo como superpotencia. En la configuración estratégica bipolar de dos bloques enfrentados –socialista y democrático liberal–, la España del general Franco, que había llevado al exilio prácticamente a medio millón de españoles, logró sobrevivir gracias a su adaptación a ese nuevo escenario: hizo valer su carácter anticomunista y se integró en la estrategia defensiva de Estados Unidos gracias a su posición geoestratégica en el flanco sudoccidental europeo, conforme a los acuerdos que ambas naciones firmaron en 1953.

Para entonces, América Latina se había convertido en campo de batalla entre ambos bloques, al extenderse también allí el enfrentamiento de la Guerra Fría. Estados Unidos no podía permitir que en un área de su especial preferencia se instalara un bastión comunista, como acabó sucediendo con la Cuba de Castro en 1959. Este temor los llevó a intervenir, directa o indirectamente, y en muchos casos de manera ilícita, en el devenir interno de buena parte de los regímenes latinoamericanos que se sucedieron en esa segunda mitad del siglo XX. Sus acciones apoyaron el ascenso al poder de algunas dictaduras proclives a los intereses estratégicos norteamericanos, como sucedió, desde luego, en Argentina, donde tras la experiencia peronista impulsaron la llegada de los militares en 1976, dando lugar a una de las dictaduras más brutales y sanguinarias en la historia del continente. Entretanto, la colonia de españoles en Buenos Aires fue muy significativa, como se podrá apreciar en las páginas de este libro. A través de instituciones de gran relevancia como la Universidad de Buenos Aires, pusieron en marcha corrientes académicas, editoriales, revistas especializadas y escuelas cuyos frutos y representantes llegan hasta hoy. En México, la situación fue distinta. Aunque los gobiernos del PRI siempre tuvieron una relación ambivalente con Estados Unidos, condicionada por su proximidad geográfica, la nación de Cárdenas se convirtió en un referente de la defensa de los regímenes democráticos en los organismos internacionales. Allí se instaló, como es bien sabido, el Gobierno español de la República en el exilio, que siguió su curso hasta la muerte de Franco. Así, al tiempo que México fue uno de los pocos países que mantuvo la condena a la dictadura de Franco hasta su final –España había sido aceptada como miembro de pleno derecho en la Organización de Naciones Unidas en 1955–, la colonia de exiliados tuvo una significación sustantiva en el devenir del país, singularmente en la evolución de sus instituciones educativas, científicas y culturales, como se verá más adelante.

Estas son las personalidades más relevantes que pusieron los mimbres para que los desplazados a uno u otro lado del océano encontraran acomodo

Este libro reúne las aportaciones de destacados especialistas que se han fijado en algunas de las personalidades más relevantes –Avelino Gutiérrez, José Castillejo, Daniel Cosío Villegas, Jaime Benítez– de los procesos que pusieron los mimbres para que los desplazados a uno u otro lado del océano encontraran acomodo, en esas difíciles circunstancias, dentro de diferentes instituciones como la Residencia de Estudiantes, la Universidad de Puerto Rico o La Casa de España (que devendría en El Colegio de México). También centran su atención los estudiosos aquí convocados en intelectuales, científicos y autores que, con su obra y magisterio, crearon escuelas que, de una u otra manera, cubrieron buena parte del siglo y llegan hasta hoy: José Ortega y Gasset, Alfonso Reyes, Augusto Pi y Suñer, Federico de Onís, Claudio Sánchez Albornoz o Amado Alonso, entre otros muchos. Revistas y editoriales, auténticos vehículos de transmisión y creación de redes atlánticas, nunca mejor dicho, que fomentaron la transmisión del saber y el pensamiento en español (como la Revista de Occidente, Sur, La Torre o el Fondo de Cultura Económica), son también algunos de los protagonistas fundamentales de estos diálogos atlánticos.

Lógicamente, en las siguientes páginas son todos los que están pero no están todos los que son. Lo que se muestra en este estudio es que las transferencias científicas y culturales a uno y otro lado del Atlántico en el siglo XX son un elemento decisivo de la historia cultural del mundo científico y cultural hispánico, donde todavía hay muchas aguas que surcar.

Tras la independencia de las repúblicas americanas, España y América vivieron de espaldas a sus respectivas realidades durante buena parte del siglo XIX. Cien años después, coincidiendo con el despertar de Estados Unidos como gran potencia internacional, España restableció el diálogo atlántico en el ámbito científico y cultural. En América, la Institución Cultural Española argentina promovió que personalidades como José Ortega y Gasset, Ramón Menéndez Pidal o Augusto Pi y Suñer viajaran allí para compartir sus saberes. Aprovechando este contexto, la editorial Galaxia Gutenberg ha lanzado 'Diálogos Atlánticos', un ensayo escrito por Juan Pablo Fusi y Antonio López Vega en el que analizan cómo las relaciones del siglo XIX y los años posteriores a los dos lados del 'charco' desembocaron en el momento actual.

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