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Alfonso XII, un buen rey breve
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Alfonso XII, un buen rey breve

Otros monarcas en España fueron acreedores de elogiosos adjetivos, el problema del que hoy nos ocupa es que no le dio tiempo ni para afeitarse

Foto: Alfonso XII visitando el hospital de coléricos de Aranjuez (1885)
Alfonso XII visitando el hospital de coléricos de Aranjuez (1885)

La vida es un naufragio, y cada uno echa a nadar como puede.

Arturo Pérez Reverte.

Creo que era Javier Marías (que Dios lo tenga en la gloria si es que existen alguno de los dos) quien decía, "Los muertos, a falta de un lugar más confortable, se quedan en la cabeza de los seres queridos". Uno de los recursos de la realidad es ese mecanismo evanescente, retrovisor, en el que guardamos los recuerdos hasta que nos vamos por la puerta de atrás de la vida discretamente.

La memoria nos humaniza, flagela, recuerda nuestra mortalidad y finitud, los momentos eternos de esos amores que fueron reconfortantes y nos dieron sentido en nuestra presencia en este extraño lugar o los más fugaces que duraron un instante y queríamos que fueran eternidad. La memoria nos muestra que la resignación y la adaptación son evidencias que nos sostienen, a la vez que nos laceran con el dolor que evidencia nuestra fragilidad.

Foto: Tánger (Fuente: iStock)
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Ya que estamos obligados a transitar por momentos insoportables y, a pesar o gracias a ello, ese baúl de recuerdos nos mantiene en la supervivencia, merezca esta la pena o no. Además, como refuerzo imaginario de la realidad, por si acaso, nos sacamos de la manga un dios redentor de nuestras frustraciones, un dios que casi siempre está de perfil, salvo cuando contemplamos la belleza de lo manifestado y no entendemos a que obedece esa grandiosa configuración en medio de tanta tragedia. Todos intuimos lo que nos espera ante lo irreversible, puesto que el hombre, que sepamos, es el único animal que mide el tiempo.

Este trivial detalle se le escapó de la ecuación vital al rey más entregado que ha tenido este país para con su pueblo, Alfonso XII. Fue un monarca enorme que navegaba en estas coordenadas, admirador de la belleza, de humanidad extrema, compasivo, derrochador, paliando la pobreza endémica de un país en vías de extinción como imperio y potencia, y cuya entrega a sus súbditos le llevó a una muerte temprana.

Este hijo de la disipada Isabel II, una reina 'pelín' tarada que le faltaba un gramo para el kilo y de un padre de conductas cuestionables para el cargo que detentaba como consorte, amaneció en medio de un periodo ilusionante para una nación cansada de guerras y ruido de sables; la llamada Restauración. La rémora que había dejado un lúcido y competente coronado, que duró menos que un suspiro, Amadeo I (1871-1873), pegó un sonoro portazo tras un par de años de amor y hematomas con este siempre alborotado país, al que calificó como una jaula de grillos. Esto y la posterior Primera República (1873-1874), que duró también lo que el canto de un gallo, daban pábulo a morbosas apuestas de todo tipo respecto a la duración del monarca. La verdad es que el tema no era banal.

placeholder Retrato del un joven príncipe Alfonso junto a su madre Isabel II y su padre putativo Francisco de Asís de Borbón
Retrato del un joven príncipe Alfonso junto a su madre Isabel II y su padre putativo Francisco de Asís de Borbón

Cuando quedó entronizada la corona otra vez tras estos sucesos, y tras la abdicación en Paris de Isabel II al rendirse a una generosa dotación asignada 'in extremis' ante su renuencia y pataleo a quedarse a dos velas, el monarca que iba a sentar sus reales en la capital de España ya había pasado por una esmerada educación en Ginebra y París, para acabar en un curso de oficiales en la academia militar inglesa de Sandhurst (la Academia Militar de Zaragoza no aparece hasta 1927) en virtud de un acuerdo previo entre su mentor, el Duque de Sesto, y el gobierno británico.

Se hace necesario recordar que este coronado creció alejado del país sobre el que iba a reinar y que su casi entera educación la había asimilado en el exilio. Cuando llegó al Palacio de Oriente venía precedido de un aura de monarca liberal (en aquel tiempo era una corriente política muy avanzada), máxime cuando sus inmediatos predecesores habían sido acreedores de una buena pedrada.

La popularidad en la que creció su reinado se debió a su increíble ubicuidad y capacidades sobrenaturales de estar aquí y allá a la vez. Un día era avistado en Cataluña y a la semana siguiente estaba en el País Vasco haciendo una revista a la tropa. Donde había una tragedia, inundación, brote epidémico o desgracia, allá estaba el rey. El gobierno no podía con él, por más advertencias y firmeza en sus quejas hacia su seguridad. Pero había un problema de fondo que el propio monarca obviaba: su salud de raíz nunca fue buena y las patologías solapadas acaban pasando factura (más si se toman riesgos evitables para el monarca y por ende para el gobierno de la nación).

Foto: Imagen del 22 de julio de 1916, durante el lanzamiento del submarino Isaac Peral, construido en el astillero Fore River en Quincy, Massachusetts, para la Armada Española. (Wikipedia)

¿Qué pasó entonces con este gran rey que llevaba aliento a los desgraciados?

En el año de 1885, una epidemia de cólera proveniente de las instalaciones portuarias de Valencia había atacado la ciudad con una severidad inusual. De a poco la tragedia fue extendiendo sus brazos canallas hacia el interior peninsular.

En Aranjuez hubo un brote muy potente que, literalmente, diezmó a un regimiento sito en las afueras. A pesar de las vehementes quejas y maniobras de Cánovas del Castillo para desbaratar la iniciativa del rey de ir a ver lo que ocurría, aquella hermosa conspiración regia prosperó, el peligro era más que patente y el rey, que ya padecía entre otras cosas, y a pesar de su juventud y episodios de asma, partió sin previo aviso hacia aquel infierno. Abrió el Palacio Real de Aranjuez y en él dio alojamiento a lo que quedaba de la diezmada tropa. Dejó como soporte a una docena de galenos, todos ellos voluntarios, que junto a unas abnegadas enfermeras intentaron paliar lo inevitable.

"Un monarca que, con escasos 28 años, dio mucho más de lo que de él se esperaba y con menos boato y pompa"

Cuando Cánovas se dio cuenta ya era tarde. Mandó a varios pesos pesados del gobierno para que trajeran al díscolo soberano de vuelta a Madrid. Fue recibido en loor de multitudes y el trayecto hasta palacio impracticable. Tuvo que intervenir el ejército de buenas maneras para abrir paso al monarca, pero para entonces ya era portador de una sentencia inapelable.

Tal que un 25 de noviembre del año 1885, su majestad perecería a velocidad sostenida ante una de las mayores agresiones a la vida humana. Un espectacular monumento en el famoso Parque del Retiro en la ciudad de Madrid (cerca del estanque de los enamorados) diseñado por Mariano Benlliure honra la memoria de aquel monarca que con escasos 28 años dio mucho más de lo que de él se esperaba y con menos boato y pompa.

Es recomendable honrar a este rey por inusual. El pueblo madrileño suele dejar con frecuencia flores sueltas en la plataforma.

La vida es un naufragio, y cada uno echa a nadar como puede.

Javier Marías Historia de España Naufragio