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¿Qué parte de nosotros distingue el bien del mal? La respuesta no es tan sencilla
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¿Qué parte de nosotros distingue el bien del mal? La respuesta no es tan sencilla

Cuando la conciencia de una persona le dice que haga o no haga algo, lo experimenta a través de las emociones. A veces, esas emociones nos alientan, pero otras veces nos detienen

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Seguro que más de una vez te has encontrado en la disyuntiva de tener que decidir entre dos opciones. ¿Le digo a esa amiga que le sienta fatal su nuevo corte de pelo o hago como si pensara lo contrario? Tanteando una y otra, llegas a la conclusión de que lo mejor es analizar cuál es la que estaría bien, la buena, la que no estaría mal. Todo este proceso mental que nos surge diariamente con multitud de cuestiones distintas se debe a la característica que mejor diferencia al ser humano de otros animales: La mayoría de nosotros tenemos conciencia.

Esta capacidad de análisis profundo tanto de nuestros actos pasados como futuros no solo incluye un sentido general sobre el bien y el mal, sino también la percepción de cómo nuestras acciones afectan a los demás. Así que, solemos conocerla como la voz del interior, como si dentro de nuestra cabeza habitara una boca que nos dicta cada movimiento. Sin embargo, no hay ninguna boca, y no es literalmente una voz. Entonces, ¿qué se supone que es la conciencia?

Foto: Luz al final del pasillo. (iStock)

Los científicos se siguen haciendo la misma pregunta. Llevan siglos intentando entender de dónde viene esta capacidad que sobresale del cerebro. ¿Por qué la gente tiene conciencia? ¿Cómo se desarrolla a medida que crecemos? ¿Y en qué parte del cerebro surgen los sentimientos que componen nuestra conciencia? El debate está lleno de incógnitas, pero lo que es evidente es que su comprensión puede ayudarnos a entender, ante todo, lo que significa ser humano.

A través de las emociones

Cuando la conciencia de una persona le dice que haga o no haga algo, lo experimenta a través de las emociones. A veces, esas emociones son positivas: la empatía, la gratitud, la justicia, la compasión o la tolerancia, por ejemplo. Se trata de emociones que nos alientan a hacer cosas por otras personas. Otras veces, son lo contrario: la culpa, la vergüenza, o el miedo a ser mal juzgados por los demás. Es decir, aquellas emociones que nos detienen.

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Lo más curioso de todo ello es que, muy a menudo, llegamos a procesarlo con retardo. Vamos, que cuando la conciencia de alguien llama su atención, es porque esa persona ya sabe que debería haber ayudado a otra persona, pero no lo hizo. Es eso que conocemos como remordimiento tocando nuestra puerta.

Es posible, aseguran los científicos en la actualidad, que desde que nuestros antepasados primitivos tuvieron que trabajar juntos para cazar animales grandes, por ejemplo, nos hemos constatado como una especie cooperativa. Por supuesto, no somos la única: desde los simios a las aves, muchos otros animales habitan el mundo de manera colectiva. Sin embargo, las personas trabajamos juntas de una forma en que ninguna otra especie parece hacerlo.

La misteriosa mente de los niños

¿Cuántas veces has escuchado eso de que hacer cosas buenas sienta bien? Es cierto que compartir y ayudar suele desencadenar buenos sentimientos, pero también lleva consigo la posibilidad de un estado constante de presión ante ello. No poder solucionar un problema que hemos causado, por ejemplo, hace que la mayoría de las personas se sientan culpables o avergonzadas, precisamente entendiéndose como sujeto de cara al resto de la sociedad, de esa maraña de colectividad en la que existe.

Estos últimos son sentimientos que se desarrollan temprano, desde niños en edad preescolar, según comprobaron el experto en antropología evolutiva Robert Hepach y la doctora Amrisha Vaish en un estudio de 2017 para el que estudiaron los ojos de un grupo de niños de tal edad para medir qué tan mal se sentían por determinadas situaciones.

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Pidieron a niños de dos y tres años que construyeran una vía para que un tren pudiera viajar hasta un adulto que estaban dentro de una habitación. Luego, los adultos pidieron a los niños que les entregaran un vaso de agua usando ese tren. Cada niño puso un vaso lleno de agua coloreada en un vagón de tren. Más tarde, el niño se sentó frente a una pantalla de computadora que mostraba las vías del tren. Un rastreador ocular escondido debajo del monitor midió las pupilas del niño.

Culpa en la infancia

En la mitad de las pruebas, un niño oprimía un botón para poner en marcha el tren. En la otra mitad, un segundo adulto pulsó el botón. En cada caso, el tren volcó, derramando el agua antes de llegar a su destino. Este accidente parecía haber sido causado por quien había arrancado el tren. En algunos ensayos, se le permitió al niño obtener toallas de papel para limpiar el desorden. En otros, un adulto agarró primero las toallas. A continuación, se midieron las pupilas de los pequeños por segunda vez, al final de cada ensayo.

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Los niños que tuvieron la oportunidad de limpiar el desorden tenían las pupilas más pequeñas al final que los niños que no ayudaron. Esto era cierto, ya sea que el niño haya "causado" un accidente o no. Pero cuando un adulto limpió el desorden que un niño pensó que había causado, el niño todavía tenía las pupilas dilatadas después. Esto sugiere que estos niños pueden haberse sentido culpables por hacer el desastre, dicen los investigadores. Si un adulto lo limpiaba, el niño no tenía posibilidad de corregir ese error. Esto los dejó sintiéndose mal.

La culpa es una emoción que comienza a jugar un papel temprano en nuestra vida, desde niños. A medida que crecemos, puede volverse más compleja, según los investigadores

La culpa es una emoción importante, señala. Y comienza a jugar un papel temprano en la vida. A medida que los niños crecen, su sentimiento de culpa puede volverse más complejo, dicen los investigadores. Comienzan a sentirse culpables por cosas que no han hecho pero que deberían. O pueden sentirse culpables cuando solo piensan en hacer algo malo. ¿Cómo transcurre en nosotros esta noción?

¿Qué nos dice el cerebro?

Los científicos se han centrado durante años en encontrar las áreas del cerebro involucradas con el pensamiento moral, algo que parecía imposible. Para ello, escanearon los cerebros de un conjunto de personas mientras miraban escenas que mostraban diferentes situaciones, desde escenas violentas a decisiones improvisadas de vida o muerte.

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Al principio, los científicos esperaban encontrar un "área moral" en el cerebro siguiendo este rastro de reacciones, pero resultó que no solo había uno, sino varias áreas de este órgano que se activaban durante los experimentos. Lo que entienden los expertos tras esta observación este, al trabajar juntas, dichas zonas cerebrales probablemente se conviertan en nuestra conciencia. Los científicos se refieren a estas áreas como la "red moral".

En realidad, son tres áreas conjuntas: un grupo de áreas cerebrales que se denominan red de modo predeterminado, y que nos ayudan a entrar en la cabeza de otras personas para que podamos comprender mejor quiénes son y qué los motiva, algo que ocurre con la empatía; un grupo de áreas del cerebro conocido como matriz del dolor, que se activa cuando alguien siente dolor; y una región cerebral vecina a la anterior que se activa con el dolor ajeno.

Por tanto, así como no existe un único centro moral del cerebro, tampoco existe un único tipo de persona moral. "Hay diferentes caminos hacia la moralidad", como apunta el psicólogo Fiery Cushman. Sea como sea, estas emociones son fundamentales para que nuestras interacciones con los demás sean más fluidas y cooperativas. Entonces, aunque esa conciencia culpable no sea de nuestro agrado, parece importante para entender que somos humanos.

Seguro que más de una vez te has encontrado en la disyuntiva de tener que decidir entre dos opciones. ¿Le digo a esa amiga que le sienta fatal su nuevo corte de pelo o hago como si pensara lo contrario? Tanteando una y otra, llegas a la conclusión de que lo mejor es analizar cuál es la que estaría bien, la buena, la que no estaría mal. Todo este proceso mental que nos surge diariamente con multitud de cuestiones distintas se debe a la característica que mejor diferencia al ser humano de otros animales: La mayoría de nosotros tenemos conciencia.

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