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La batalla más estúpida: el día que los austriacos se atacaron a sí mismos
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LOS TURCOS FLIPARON

La batalla más estúpida: el día que los austriacos se atacaron a sí mismos

Cuando José II partió hacia lo que hoy es Rumanía, en su mente tenía la idea de ser recordado por siempre. Y lo consiguió, pero no por los motivos qué el pretendía

Foto: Los turcos y los austriacos se enfrentaron en numerosas ocasiones... pero esta no fue una de ellas.
Los turcos y los austriacos se enfrentaron en numerosas ocasiones... pero esta no fue una de ellas.

Era la noche del 19 de septiembre de 1788, y alrededor de 100.000 combatientes del ejército austriaco pernoctaban en un campo cercano a Karánsebes, en la actual Rumanía, donde aguardaban los turcos. Sería una velada aciaga para los húngaros, serbios, croatas, italianos, rumanos, lombardos y eslovacos que componían la armada liderada por el propio emperador José II del Sacro Imperio Romano Germánico, que soñaba con grabar con letras doradas su nombre en la historia. Antes de que despuntase el alba, su ejército sufriría una gran cantidad de bajas –entre 1.000 y 10.000, según el grado de exageración de las fuentes– pero no a causa del ataque enemigo, pues no había ningún adversario. El ejército austriaco acabó consigo mismo.

La batalla de Karánsebes ha pasado a la historia como la que probablemente sea la más absurda de todos los tiempos. Desde luego, pocos enfrentamientos terminaron con un único derrotado: el único participante. Figura, por ejemplo, en el libro que el director de cine y documentalista Eric Durschmeid publicó el pasado año, llamado ' The Hinge Factor', es decir, el “factor bisagra”, en el que analiza cómo la casualidad (o, en este caso, la “estupidez”) han cambiado la historia. En este caso, un barril de aguardiente. Porque lo que ocurrió aquella noche en lo que hoy es Rumanía fue una mezcla entre malísima suerte y los problemas consustanciales a la composición del ejército austriaco, formado por soldados que no hablaban alemán, el idioma de los oficiales.

José II pasaría a la posteridad, sí, pero por ser el único comandante en derrotar a su propio ejército

Si esta historia ha llegado a nuestros días, a pesar de los esfuerzos austriacos por encubrir el escarnio, ha sido gracias al historiador Anton Johann Gross-Hoffinger, que publicó su biografía del emperador austriaco en 1847. Es decir, 59 años después de lo ocurrido, un tiempo más que suficiente para que el recuerdo del alemán estuviese un tanto magnificado. Aun virando hacia la exageración propagandística, sigue siendo una magnífica historia bélica que tuvo lugar en plena guerra austro-turca, la que enfrentó entre 1787 y 1791 al Imperio austriaco y el otomano por el control de los Balcanes. José II pasaría a la posteridad, sí, pero por ser el único comandante en perder ante su propio ejército.

Vino y lenguas extranjeras, mala mezcla

Pero ¿qué pasó exactamente aquella noche sin estrellas? Todo había empezado cuando una vanguardia de húsares, la caballería ligera húngara, cruzó el puente del Timis. Al otro lado no encontraron a esa cacareada horda de sangrientos turcos que, según señalaban los rumores, se les había ofrecido 10 ducados de oro por cada cabeza cortada. La moral del ejército no era la mejor: las arcas estaban vacías, la comida no llegaba, la malaria y la disentería había acabado con decenas de miles de hombres y la indecisión del emperador había hecho aflorar la inactividad. En otras palabras, los aguerridos soldados pasaban la mayor parte del día jugando a las cartas, peleándose unos con otros (aquello era un caldero de etnias) y bebiendo.

placeholder Así es como pasas a la historia en Wikipedia cuando tu ejército pierde los papeles.
Así es como pasas a la historia en Wikipedia cuando tu ejército pierde los papeles.

Así que a eso es a lo que se dedicaron los húsares, a beber el aguardiente comprado a un grupo de gitanos errantes. Cuando poco después llegó la infantería, se encontró con que los húngaros se habían hecho con todo el alijo y no pensaban compartirlo. Fue en mitad de esa agria discusión por echarse un trago al gaznate cuando alguien disparó al cielo para asustar a sus adversarios. Fue como echar una cerilla a un bidón de aguardiente, pues en cuestión de segundos la caballería había desenfundado sus armas para comenzar a atacar a los soldados de infantería, mientras estos respondían con disparos. Ante el avance de los húsares, optaron por una útil estratagema: comenzar a gritar “¡turci, turci!” para que sus borrachos adversarios pensasen que el enemigo se acercaba. Así que consiguieron su objetivo y mucho más: no solo los beodos húsares intentaron escapar dando mandobles a diestro y siniestro, sino también los soldados que no se enteraban muy bien de qué iba la fiesta.

Los gritos de 'halt! halt!' (“¡alto! ¡alto!”) del oficial austriaco tampoco sirvieron de nada, sobre todo porque nadie le había enseñado la palabra a los soldados. A muchos de ellos les sonaba a algo parecido a “¡Alá, Alá!”, lo que provocó que siguiesen abriendo fuego a ese inexistente enemigo turco, que en realidad era sus compañeros de armas. El resto del ejército ya se había despertado, alertado por los disparos al otro lado del río: los turcos por fin habían llegado, pensaron. “El ruido de la batalla, los gemidos de los heridos y los gritos de agonía ayudaron a intensificar su terror”, escribe Durschmeid en el libro. El miedo invadió también a una manada de caballos de tiro, que tiraron la valla y salieron corriendo. A un comandante le pareció que sus pisadas sonaban a ejército turco, así que obligó a los suyos a abrir fuego… contra su propio ejército.

En pequeños grupos, los miembros del ejército se liquidaban unos a otros y, de paso, aprovechaban para saquear las casas y violar a las mujeres

“¡Los turcos, los turcos! ¡A cubierto!” eran los gritos que podían oírse en la noche cerrada, iluminada tan solo por los disparos de los cañones y los revólveres. En poco tiempo, un caos políglota se había desatado en la zona, convertida en Torre de Babel. El absoluto desconocimiento por parte de los miembros del ejército austriaco de los idiomas hablados por el resto de las facciones les hacía pensar que debía tratarse de infieles turcos y, por lo tanto, había que reaccionar pronto y matar o morir. Sin embargo, no hubo ni un miembro del ejército otomano que pisase el campo de batalla aquella noche. En pequeños grupos, los miembros del ejército se liquidaban unos a otros y, de paso, aprovechaban para saquear las casas cercanas y violar a las mujeres. Oficial o soldado raso, todos corrían similar suerte.

La vergüenza de un emperador

Mientras tanto, José II, el hombre que quiso cambiar para siempre el curso de la historia, se despertaba anonadado por los ruidos de destrucción y muerte que se elevaban a su alrededor. A duras penas a causa de sus enfermedades, consiguió subir a su caballo, del que fue descabalgado por la turba y arrojado al río. Consiguió escapar en otro podenco, ayudado por su guardia personal, pero la vergüenza nunca le abandonaría. “No sé cómo continuar”, explicaba en una carta enviada a su hermano, el archiduque Fernando, después de la batalla. “He perdido el sueño y paso la noche envuelto en oscuros pensamientos”.

placeholder 'Puf, qué mal'. (José II, inmortalizado por Carl von Sales)
'Puf, qué mal'. (José II, inmortalizado por Carl von Sales)

El emperador describió el episodio someramente en su correspondencia privada: “El pánico se extendía por doquier entre el ejército, entre la gente de Karánsebes, incluso en Temesvar, que se encuentra a unas 10 leguas de ahí”, escribió. “No puedo describir con palabras las terribles violaciones y asesinatos que presencié”. El futuro no sería muy brillante para el emperador, ya que fallecería apenas año y medio después. Sin embargo, y a pesar de los daños irreparables que sufrió el ejército, tanto físicos como morales al haber sufrido una de las carnicerías más absurdas de la historia, los austriacos liderados por el mariscal Ernesto Gedeón von Laudon recuperaron el Danubio de manos de los turcos.

Ello no borraría de las mentes de los supervivientes el escenario resultante, en el que abundaban cadáveres, miembros cercenados por los sables de los húsares, caballos muertos y bañados en ríos de sangre; un paisaje que, ahora sí, fue invadido por miles de turcos liderados por el visir que ganaron el dinero más fácil de su vida rebanando por decenas las cabezas de los caídos. La moraleja esta clara. Si vas a desplazar un contingente de 100.000 hombres a un país extranjero para librar uno de los grandes enfrentamientos militares de la historia, preocúpate por que tus soldados sean capaces de entenderse… Eso, y que compartan los cubatas durante las noches de fiesta.

Era la noche del 19 de septiembre de 1788, y alrededor de 100.000 combatientes del ejército austriaco pernoctaban en un campo cercano a Karánsebes, en la actual Rumanía, donde aguardaban los turcos. Sería una velada aciaga para los húngaros, serbios, croatas, italianos, rumanos, lombardos y eslovacos que componían la armada liderada por el propio emperador José II del Sacro Imperio Romano Germánico, que soñaba con grabar con letras doradas su nombre en la historia. Antes de que despuntase el alba, su ejército sufriría una gran cantidad de bajas –entre 1.000 y 10.000, según el grado de exageración de las fuentes– pero no a causa del ataque enemigo, pues no había ningún adversario. El ejército austriaco acabó consigo mismo.

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