Es noticia
La oscura muerte del capitán Martín de Acuña, una historia de espías en el siglo XVI
  1. Alma, Corazón, Vida
LOS SERVICIOS SECRETOS DE FELIPE ii

La oscura muerte del capitán Martín de Acuña, una historia de espías en el siglo XVI

En 1577, la red de espías tejida con paciencia y tesón por el veneciano Aurelio Santa Croce estaba a punto de sufrir un golpe sin precedentes

Foto: La sórdida red de espías de Felipe II.
La sórdida red de espías de Felipe II.

"Lo triste no es ir al cementerio, sino quedarse".

–Les Luthiers

Tras leerle un secretario judicial los cargos en secreto y sin testigos a la luz de dos trémulas velas insertas en una ahumada y añeja hornacina, con las primeras luces del alba, un fornido verdugo escogido ex profeso (que no de oficio) entraría por la puerta de la húmeda celda agachándose, pues su gigantesca estatura así lo exigía.

Tras santiguarse y encomendarse al altísimo (no al gigante, sino al “otro”) se sacó del bolsillo una moneda de plata y se la dio a su ejecutor. Ambos se miraron tácitamente en una incómoda complicidad. Asintiendo, el capitán Martin de Acuña dio su última orden. Las tres figuras, la del alcaide, la del verdugo y la del reo se reflejaban como sombras chinescas distorsionadas en los entreverados de la escasa luz a caballo entre la realidad conocida y la todavía más desconocida eternidad.

Tras colocarle dos argollas en sendas muñecas y erguirlo, el verdugo, en un gesto inusual, se persignó y a continuación se disculpó ante el militar.

A la derecha del Cuerno de Oro, varios hombres mimetizados como pescadores locales se preparaban para asestar un sonado golpe

Acto seguido e intentando causar el menor sufrimiento posible al futuro interfecto, el coloso enredó sus manos en el cuello del condenado y con una enorme y violenta presión sostenida inició su cruel tarea intentando cortarle con la intensa presión el flujo en las carótidas. Los desencajados ojos pugnaban con fuerza por salirse de las órbitas mientras la lengua del reo parecía burlarse de su expeditivo ejecutor. Una cianosis de un azul galopante invadía la cara de aquel curtido soldado, mientras este parecía musitar una oración in extremis. En este extraño lugar, al final, todo se reduce a un pataleo.

Corría el año 1577 y la entera red de espionaje tejida en el tiempo con paciencia, tesón y riesgos sin cuento por el veneciano Aurelio Santa Croce estaba a punto de sufrir un golpe sin precedentes por un inadecuado comportamiento de uno de sus miembros. Eran los famosos “ocultos” y operaban de manera muy eficaz en la trastienda de la Puerta Sublime, también llamada coloquialmente el Diván (Consejo de Ministros del Visir en la época). La falta de discreción y algunos detalles poco compatibles con el ejercicio de la función de observadores discretos harían tambalear la potente estructura al servicio de Felipe II en el control de la información en la capital más importante del oriente próximo, Estambul.

placeholder La Venecia del siglo XVI.
La Venecia del siglo XVI.

A la derecha del Cuerno de Oro, mirando hacia el Bósforo, entre las imponentes torres de Santa Bárbara y Neorio, enfrente del antiguo barrio griego de Gálata, en una de las tabernas del puerto, varios hombres perfectamente mimetizados como pescadores locales y comerciantes de salazón se preparaban para asestar uno de los golpes más sonados que de haber funcionado, habría quedado registrado en los anales de la posteridad. Era una de las acciones combinadas enmarcadas dentro de un plan mucho más ambicioso.

La guerra oculta

No hay que olvidar que seis años antes la armada turca había recibido un severo golpe en el Golfo de Patras frente a la Santa Liga y que a pesar de la violencia y del daño infligido a esta, seguía imponiendo a la cristiandad sus enormes recursos sin verse por ello debilitada. La sórdida guerra llevada a cabo por el espionaje español con la ayuda de sus socios mercantiles venecianos y genoveses en menor medida seguía dando sus frutos pero, aunque la erosión del adversario era continua y sostenida, se buscaban preferentemente los golpes de efecto de gran repercusión.

Aurelio Santa Croce había escondido a los espías en casa de un familiar llamado Matthias Pharo

Cerca del antiguo acueducto de Adriano, ya en el interior de Estambul, existía un enorme depósito de munición para la artillería naval y la terrestre. Era un polvorín enorme, gigantesco, y cuya voladura podría muy bien haber arrasado la entera ciudad. Además, había ingentes cantidades de pólvora y una línea nueva de manufactura para la elaboración de la misma, y este y no otro era el objetivo de los convocados en aquella taberna del puerto prestos para ejecutar aquella insolente y atroz acción que podría haberse llevado de materializarse, la vida de miles de personas. Pero esto no ocurrió.

placeholder Felipe II en un cuadro de Tiziano en el año 1551.
Felipe II en un cuadro de Tiziano en el año 1551.

Al parecer, el antiguo capitán de arcabuceros en los tercios, podría haber hablado más de la cuenta en la intimidad de una cita de alcoba con una armenia al servicio del Gran Visir, Mehmet Sokollu Bajá. Unas pipas de opio, hachís en abundancia y una profusa ingesta de orujos de destilado clandestino lo había vuelto algo locuaz. Antes de que el sultán abordara lo que parecía un escándalo en toda regla, Santa Croce, al parecer, los había introducido en la legación comercial del Reino de España escapando casi todos por los pelos de la emboscada que les iban a tender. Pero quedaba la duda sobre las fidelidades de Martin de Acuña.

placeholder Una de las cartas dirigidas a Martín de Acuña.
Una de las cartas dirigidas a Martín de Acuña.

Aurelio Santa Croce había escondido a los espías (la famosa red de “los ocultos”) en casa de un familiar llamado Matthias Pharo. El mercader les había repetido en varias ocasiones que nadie debía de salir a la calle so pena de ser reconocido; los compañeros de Acuña, haciendo caso omiso, salen a tomar un té de menta en un zoco y son reconocidos por un agente renegado de nombre Esteban, dando con su osamenta en los calabozos. Cuando el tema se pone más que feo, una ingeniosa maniobra de Santa Croce saca a los conjurados del infortunio. Una carta falsificada con el sello filipino y una letra perfectamente copiada por un calígrafo consiguen engañar al jefe del Diván turco. Más tarde, el uso de unos carbones encendidos para leer el despacho, allá en Nápoles, destino de toda la correspondencia oficial y confidencial proveniente del medio oriente, sugiere a través de una sencilla clave mojar la carta fugazmente en agua para a continuación descifrar el mensaje con una vela encendida. La noticia del fracaso de la operación llega como jarro de agua fría a las manos del virrey.

Al gran rey Felipe II no le temblaba el pulso cuando había que depurar el sistema de espías que él mismo había creado

Este capitán de los tercios ya había estado cautivo en Orán y Bujía y hablaba el árabe con fluidez. Sin que nunca se pudieran verificar sus fidelidades, se cree que era un espía doble que pasaba información clasificada a los turcos. Nunca se pudo probar esta sospecha pero lo cierto es que el propio Felipe II que dirigía con mano de hierro los servicios secretos, albergaba serias dudas sobre él. Quizás fueran solo envidias, quizás fundadas, las que a la postre le llevaron al fatal desenlace.

Los pagos del silencio

Cuando ya su cuerpo estaba frio y su alma cumplía el itinerario previsto hacia los pagos del silencio, su jefe natural, el veneciano Aurelio Santa Croce, recién desembarcado en el puerto de Palamós, era asimismo apresado por indicios sumatorios, más basados en sospechas espurias que en análisis contrastados. Al gran rey no le temblaba el pulso cuando había que depurar el sistema que el mismo había creado.

Como Edward Snowden, el coronel “rojo” Philby -un esqueje de la prolífica fábrica de espías de Cambridge-, Christine Keeler en el Caso Profumo y muchos otros topos sujetos a comprometida subordinación ideológica, fidelidades inverificables, inescrutables situaciones sentimentales, o sencillamente cambios sobrevenidos en interés del servicio más allá de lo puramente material, no queda claro si en aquel trepidante y confuso mundo del espionaje de la época, el azar se había llevado a dos de los mejores de una tacada. ¿O a dos de los peores?

"Lo triste no es ir al cementerio, sino quedarse".

El redactor recomienda