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El insulto de una nación al hombre que lo dio todo por España
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eL ASALTO A ORÁN DE BLAS DE LEZO

El insulto de una nación al hombre que lo dio todo por España

Blas de Lezo no necesita muchas presentaciones ni loas a estas alturas de la historia, pero recordarle en su grandeza nos enriquece

Foto: Estatua de Blas de Lezo frente al Castillo de San Felipe en Cartagena (Joaquín Sarmiento/FNPI)
Estatua de Blas de Lezo frente al Castillo de San Felipe en Cartagena (Joaquín Sarmiento/FNPI)

"Gracias a la libertad de expresión, hoy ya es posible decir que un gobernante es un inútil sin que nos pase nada. Al gobernante tampoco".

–Jaume Perich

Orán, en el noroeste de la actual Argelia, era ya plaza española desde 1509, año en que el sagaz Cardenal Cisneros, previa autorización de Fernando el Católico y costeando íntegramente de su peculio la expedición, tomó por asalto desde la muy próxima población de Mazalquivir la aparentemente inexpugnable ciudad, matriz de todas las franquicias de la piratería berberisca y que tanto daño y durante tanto tiempo costaría erradicar. Pedro Navarro, autor material del asalto y capitán de la tropa peninsular, no saldría de su asombro al ver cómo los defensores se daban a la fuga sin más preámbulos y tras unas simbólicas escaramuzas. Al parecer, las más de cien naves que emergieron un día de mayo en aquel límpido horizonte mediterráneo fueron un argumento sobradamente elocuente.

La política española de expansión en el norte de África, copiada al calco de la exitosa y sabia penetración colonial portuguesa (enclaves de reducida extensión, sólidamente defendidos, con clara vocación mercantil y bajos costes de mantenimiento) evitaría una penosa y estéril instalación permanente en este continente, habida cuenta de que más allá de la línea de costa el verde era más que escaso y las arenas infinitas e ilimitadas. En consecuencia, penetrar en la brumosa y sobrecogedora Kalima o arriesgarse a que un Ghibli imprevisto acabara con cualquier atisbo de exploración hacia el interior, tenía pocos visos de rentabilidad. Mas tarde caerían Bugía y Trípoli hacia 1510, y, por efecto dominó, Túnez y Argel, que pasarían a ser tributarias de la Corona española.

Tras dejarse la mitad de sus extremidades por ahí en combates en todas las latitudes del planeta, murió prácticamente en la indigencia

Pero la disputa por el control de todas estas estratégicas plazas no sería un camino de rosas. A lo largo del siglo XVI y XVII, los turcos atacarían con frecuencia las mismas, pero Orán en particular resistiría hasta 1708, año en el que la Puerta Sublime lograría su conquista aprovechando la Guerra de Sucesión Española (1701 – 1713), que finiquitaba la dinastía de los Habsburgo y entronizaba a los Borbones.

La pérdida de la plaza se produjo como consecuencia de la deserción del comandante español, el conde de Santa Cruz, en un momento crítico de la guerra. Atacada la plaza por tropas argelinas al servicio del sultán turco, se envió en su socorro a dos fragatas españolas, al mando de Luis Fernández de Córdoba o lo que es lo mismo, al susodicho aristócrata, que con 57.000 pesos, provisiones abundantes y refuerzos escogidos, debería haber socorrido a los extenuados sitiados. Mas, al salir de Cartagena, el conde decidió pasarse a los partidarios del Archiduque de Austria con los dos buques y el socorro, condenando así a la abrumada guarnición a ser íntegramente pasada a cuchillo.

Documental sobre Blas de Lezo.

Uno de nuestros más grandes militares

Algunos años más tarde, el probablemente más venerable y admirado de los grandes marinos españoles, un vasco de Pasajes, que de niño balanceaba sus pequeñas piernas entre cabos y redes a la salida del canal o bocana que comunica este resguardado puerto, allá donde el Golfo de Vizcaya empieza a sentirse grande, daría cumplida respuesta al clamor de aquellas almas que murieron defendiendo el pabellón mientras eran abandonadas a su suerte.

Blas de Lezo no necesita muchas presentaciones ni loas a estas alturas de la historia, pero recordarle en su grandeza nos enriquece. Para nuestra desgracia, también hay que decir que tras dejarse la mitad de sus extremidades por ahí en combates en todas las latitudes del planeta, murió prácticamente en la indigencia y asistido económicamente por sus incondicionales oficiales y familia más allegada. Años más tarde, el mejor Borbón que hemos tenido en este país, Carlos III, reparó este monumental desaguisado cubriendo de gloria y dispendios las mortajas de su memoria y paliando en lo posible aquella metedura de pata inolvidable.

La guerra es una carnicería ciega plagada de testosterona, donde las vidas simples de las gentes sencillas no son elementos contables

El caso es que aquel chaval que soñaba con el mar, aventuras y gestas, de a poco creció y recorrió todo el escalafón que va en el tramo de grumete a Almirante, en lo que canta un gallo. Y ya, metido en harina, obligado a tocar la fúnebre partitura de la guerra, tras reclamar a los genoveses un dinerillo atrasado que debían a la Corona so pena de dejarles la ciudad más rasa que una mesa de plancha (había plantado media docena de fragatas a la entrada de la bocana del puerto mientras les sugería a los morosos que fueran más razonables), acabaría equipando una potente flota cuyo desembarco, y posterior asalto, tendrían un éxito fulminante, cayendo de nuevo por esos extraños azares de la historia, Mazalquivir y Orán en manos españolas, entre 29 de junio y el 1 de julio de 1732, en medio de encarnizados combates con un coste humano inaceptable para todas las partes. Pero la guerra es eso, una carnicería ciega plagada de testosterona, donde las vidas simples de las gentes sencillas no son elementos contables y, además, desaparecen en el nebuloso bando de la nada sin demasiadas explicaciones, dejando en la memoria de los allegados una sensación de absurdo e impotencia difícil de sobrellevar en el breve tránsito de esta efímera existencia.

Galeotes con destino a un triste hoyo, acostumbrados a golpe de látigo a un lento e inexorable bogar sobre la eternidad de océano, en la hora en que el día apunta una y otra vez su tenaz nacer, vieron como una multitud de soldados de los suyos saltaban las cerraduras de las lóbregas mazmorras donde discurría su infernal existencia. Por una vez, Dios existía.

Un reto en toda regla

Pero en Estambul no estaban muy contentos con las andanzas del vasco. Bey Hassan, a la sazón almirante de reconocido prestigio y excelente marino de aguas calmas, no creía en los poderes mágicos del tal Blas, y por ello decidió retarle. Así, como quien no quiere la cosa, asomando el otoño del año 1732, el turco casi de puntillas intentaría meterse en Orán por la puerta de atrás pero sería sorprendido por el de Pasajes in fraganti.

La idea de los turcos no era otra que la de crear un bloqueo en toda regla para rendir por hambre a los sitiados. Pero no habían introducido el principio de incertidumbre en la ecuación.

A día de hoy, sus restos mortales todavía yacen anónimos entre los escombros de un cine cartagenero edificado sobre las ruinas de la capilla de la Vera Cruz

Blas de Lezo, como es sabido, se había dejado partes del cuerpo en los lances y fregados en que se había metido. Pero la osadía y la astucia que le caracterizaban, estaban intactas. En la bahía de Mostagán, tras una implacable persecución, Bey Hassan tendría que refugiarse mientras era cañoneado a placer por la fragata Princesa desde la que Blas de Lezo hacia prácticas con el “calavera” que le había retado. Como resultado de esta acción, el del turbante cogería una chalupa y con los restos del honor que le quedaban se daría a la fuga en dirección a la playa más próxima dejando su nave capitana ardiendo por los cuatro costados.

El resto de embarcaciones que configuraban la flota española destinada para levantar el bloqueo, la Real Familia y otra media docena de menor porte, se dedicarían en los días siguientes a perseguir implacablemente a los incautos portadores de turbantes que habían osado alterar el orden establecido.

Años más tarde, este vasco universal elevó a la categoría de gesta la defensa de Cartagena de Indias contra unas fuerzas inglesas inmensamente superiores. Tras una victoria sin paliativos contra un engreído almirante que era un compulsivo coleccionista de pelucas y postizos –un tal Vernon–, un siete de septiembre del año 1741, la peste generada por los mas de 5.500 cuerpos insepultos que los ingleses habían dejado en su huida doblaría –por la epidemia– la dignidad de un hombre único.

Un final bochornoso

Las envidias y calumnias de un incompetente virrey local de gola rigurosamente almidonada, un tal Sebastián de Eslava, lenguaraz y falto de escrúpulos, que se la cogía con papel de fumar, hundirían en la miseria más absoluta a este mutilado de guerra que dio todo por su patria. Al parecer, Blas de Lezo había discutido o “desobedecido” durante el sitio de Cartagena al orgulloso virrey en temas estrictamente militares y el ego del superior había sido afectado en su más íntima sensibilidad acusando al vasco de traición.

Un entierro indigno, cutre y chabacano, sin honores, rodeado de sus más incondicionales oficiales, en medio de un espantoso barrizal y una lluvia de justicia, de esas que caen cuando los dioses se revelan miserablemente inhumanos en su arrogante grandeza, sería el bochornoso escenario donde se concretaría el insulto por omisión de una nación entera hacia quien lo dio todo, porque lamentablemente a día de hoy, sus restos mortales todavía yacen anónimos entre los escombros de un cine cartagenero edificado sobre las ruinas de la capilla de la Vera Cruz. Para mear y no echar gota.

España, un lugar extraño, una madre que devora a sus hijos.

"Gracias a la libertad de expresión, hoy ya es posible decir que un gobernante es un inútil sin que nos pase nada. Al gobernante tampoco".

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