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Lo que se aprende tras sobrevivir a uno de los crímenes más crueles de la historia de EEUU
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Lo que se aprende tras sobrevivir a uno de los crímenes más crueles de la historia de EEUU

En 2007 la familia Petit fue brutalmente asesinada en uno de los crímenes más salvajes que han acontecido en EEUU. Sólo salió vivo el padre de la familia, que ahora cuenta su versión de lo sucedido

Foto: Nadie podía imaginar que en la casa de los Petit estaba ocurriendo lo que estaba ocurriendo. (iStock)
Nadie podía imaginar que en la casa de los Petit estaba ocurriendo lo que estaba ocurriendo. (iStock)

Cheshire. Connecticut. Estados Unidos. Un pueblo anodino y tranquilo, pero rico, como cualquier otro municipio de Nueva Inglaterra, el lugar en el que desembarcaron los primeros colonos británicos que llegaron a América del Norte. Domingo 22 de julio de 2007. Jennifer Hawke, enfermera, su marido William Petit, médico, y sus dos hijas, Michaela, de 11 años, y Hayle de 17, cenan y se van a descansar. 24 horas después sólo William seguía con vida.

Jennifer fue violada y estrangulada, a sus hijas las quemaron vivas y su marido se salvó de milagro de una muerte segura en uno de los crímenes más salvajes de la (abultada) historia criminal de los Estados Unidos.

Ocho años después del suceso, y sólo un mes desde que el estado de Connecticut anunciara la abolición de la pena de muerte –que ha librado de la inyección letal a los dos artífices del crimen, Steven Hayes y Joshua Komisarjevsky–, se publica un libro que la prensa estadounidense no ha dudado en calificar como el nuevo 'A sangre fría'.

En 'The Rising: Murder, Heartbreak, and the Power of Human Resilience in an American Town' (Crown), el periodista Ryan D'Agostino relata el crimen desde el punto de vista del único superviviente del mismo, el padre de familia, que ha aportado numerosos datos sobre lo ocurrido desconocidos hasta la fecha.

William Petit se despertó la madrugada del 23 de julio atado de pies y manos con unas bridas en el sofá de la terraza acristalada de su casa. Tenía un horrible dolor de cabeza. Dos extraños estaban junto a él, observándole. Uno de ellos sujetaba una pistola de 9mm, el otro un bate de béisbol del propio William, que había encontrado en el sótano y había usado para abrirle la crisma.

El doctor estaba perdiendo sangre a borbotones más rápido de lo normal, pues tomaba a diario un anticoagulante debido a un problema del corazón.

Los asaltadores le preguntaron dónde guardaba el dinero y dónde estaba la caja fuerte. Pero en su casa no había dinero ni caja fuerte. Y así se lo hizo saber a los dos hombres que, viendo que no iban a sacar nada del padre de familia, le llevaron al sótano, le ataron con ayuda de una cuerda de tender a un poste y le cubrieron con un edredón.

En ese momento todo le daba vueltas. ¿Qué había ocurrido? Y, sobre todo, ¿dónde estaba el resto de su familia? “Ser prisionero en tu propia casa es un sentimiento indescriptible”, narra D'Agostino en 'The Rising'. “Ser golpeado hasta el punto en que apenas consigues andar en una casa en la que has vivido durante 22 años. Todo es familiar y grotesco al mismo tiempo, un delirio de de tu propia vida”.

Decidieron cambiar de plan. Esperarían a que abriera el banco. Uno de los dos metería a Jennifer en el coche y la obligaría a retirar 15.000 dólares

Mientras, los dos criminales buscaban dinero en joyeros, cajones y armarios, pero ni siquiera encontraron efectivo en la cartera de William, que sólo tenía una foto de su mujer y sus dos hijas. La búsqueda no cesó hasta que encontraron una libreta bancaria en la que se veía claramente que el matrimonio tenía una cuenta con 30.000 dólares. Entonces decidieron cambiar de plan. Esperarían a que abriera el banco. Uno de los dos metería a Jennifer en el coche y la obligaría a retirar 15.000 dólares. El otro se quedaría vigilando la casa.

William, claro está, no tenía ni idea de lo que estaban haciendo los dos asaltantes. “Sentía su cerebro hinchado y magullado. Podía sentir el pulso de su cráneo. Su cuerpo parecía insoportablemente pesado y su mente se movía entre la somnolencia, la desesperación, el miedo, el cálculo, el dolor y la inconsciencia”.

Y, mientras, la policía...

A primera hora de la mañana el capitán Robert Vignola, del Departamento de Policía de Cheshire, recibió una llamada. El director de un banco le explicó que Jennifer Hawkes había retirado 15.000 dólares de su cuenta y le había dicho a la cajera que necesitaba el dinero para salvar a su familia, pues la habían secuestrado. Jennifer le había pedido a la empleada del banco que no avisara a la policía, pero ésta decidió que lo mejor era llamarles de inmediato.

Vignola se dirigió a la vivienda de la familia Petit. No vio ningún movimiento. Ninguna luz. Dio una vuelta a la manzana, aparcó dos coches patrulla enfrente de la puerta principal, ordenó a algunos de sus hombres que montaran guardia en el bosque de detrás y pidió refuerzos. Uno de sus compañeros le dijo que tenía el número de teléfono de la casa, y los móviles de todos los miembros de la familia, pero el capitán ordenó que no se hiciera ninguna llamada. El protocolo, aseguró más tarde enfrente de un jurado, les impedía hacer nada hasta que vieran a un sospechoso.

El doctor sabía que tenía que pedir ayuda. Sacó fuerzas para frotar sus muñecas contra el poste y logró librarse de las bridas

Lo que no sabía Vignola es que, mientras tenía a sus hombres rodeando la casa esperando sin hacer absolutamente nada, ni siquiera advertir de su presencia, los dos asaltantes, que habían vuelto del banco con Jennifer, estaban cometiendo todo tipo de tropelías. Komisarjevsky violó a Michaela, la menor de las niñas, de 11 años, y fotografió la agresión con su teléfono móvil. Entonces animó a Hayes a que hiciera lo propio con su madre.

Mientras Hayes estaba violando a Jennifer en el salón, Komisarjevsky bajó al sótano y descubrió con perplejidad que William había logrado escapar. Pese a que el padre de familia no era para nada consciente de lo que estaba ocurriendo en los pisos superiores de su casa, el ruido que estaban haciendo los asaltantes terminó por despertarle.

El doctor sabía que tenía que pedir ayuda. Sacó fuerzas para frotar sus muñecas contra el poste y logró librarse de las bridas. Con las manos liberadas consiguió también desatar la cuerda de tender pero fue incapaz de librarse de las ataduras de los tobillos. Pese a esto se arrastró como pudo al patio y logró alcanzar la puerta de la casa de su vecino, que estaba sólo a 15 metros, y comenzó a gritar pidiendo ayuda.

“Dave, su vecino durante 18 años, vio a un hombre golpeado, empapado y cubierto de sangre en la entrada de su garaje y preguntó '¿puedo ayudarle?”. Ni siquiera reconoció a William. Sólo unos segundos después, el doctor se encontró a un policía enfrente suyo, apuntándole con el arma. No sabían si era una víctima o uno de los asaltantes. Inmediatamente gritó: “¡Las niñas! ¡Las niñas están en la casa!” Pero su advertencia llegó tarde.

Cuando los dos criminales descubrieron que William había logrado escapar supieron que la policía llegaría enseguida –no podían imaginar que llevaba casi media hora en la puerta de la casa–. Entonces, Hayes estranguló a Jennifer y roció su cuerpo sin vida con gasolina. Las hijas, que permanecían vivas y atadas a sus camas, también fueron cubiertas de gasolina. Los asaltantes prendieron fuego y se marcharon del domicilio en el coche de la familia. Nada más arrancar se toparon con dos coches de policía y fueron detenidos. Los agentes no lograron salvar a las niñas, que murieron ahogadas por el humo. Gran parte de la casa fue reducida a cenizas.

Vida después de la tragedia

En 2010 Hayes fue declarado culpable de los asesinatos y condenado a muerte. Un año después, Komisarjevsky, que aseguraba que su compañero había sido el verdadero instigador de los crímenes, fue también declarado culpable y condenado a la pena capital. En agosto de 2015, el estado de Connecticut abolió la pena de muerte. Hoy Hayes y Komisarjevsky siguen vivos cumpliendo cadena perpetua.

La policía de Cheshire nunca reconoció haber cometido errores: se limitó a seguir el protocolo

William, el único superviviente de la tragedia, tiene hoy 58 años. Los primeros años después de la tragedia su vida fue un infierno. Se fue a vivir con sus padres y se pasaba horas tirado en la cama, sin dormir. Cuando llegaba la noche no podía conciliar el sueño más de una hora. No quería ver a nadie. No tenía nada que decir. Sólo se preguntaba si hubiera podido evitar la tragedia. ¿Qué habría ocurrido si el cerrojo de la puerta hubiera funcionado correctamente? ¿Y si los agentes hubieran irrumpido en la casa 5 minutos antes? La policía de Cheshire nunca reconoció haber cometido errores: se limitó a seguir el protocolo.

William ha recibido la anulación de la pena capital para los dos asesinos de su familia como un jarro de agua fría, pero ha conseguido recuperarse emocionalmente de lo ocurrido. En 2012 conoció a una mujer, y logró volver a enamorarse. “Pronto aprendió que no había nada de malo en sentirse bien con otra persona”, explica D'Agostino. Se casó y hoy tiene un hijo de un año.

“Supongo que si hay algo que ganar de las muertes sin sentido de mi hermosa familia es todos nosotros aprendamos a vivir con una fe que implique acción”, explicó el médico en un homenaje que rindió la iglesia de su pueblo a su familia. “Ayudemos a nuestros vecinos, luchemos por una causa, amemos a nuestra familia”.

Cheshire. Connecticut. Estados Unidos. Un pueblo anodino y tranquilo, pero rico, como cualquier otro municipio de Nueva Inglaterra, el lugar en el que desembarcaron los primeros colonos británicos que llegaron a América del Norte. Domingo 22 de julio de 2007. Jennifer Hawke, enfermera, su marido William Petit, médico, y sus dos hijas, Michaela, de 11 años, y Hayle de 17, cenan y se van a descansar. 24 horas después sólo William seguía con vida.

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