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El buen Apocalipsis: la mejor manera de que acabe el mundo
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ASÍ SERÁ EL APOCALIPSIS

El buen Apocalipsis: la mejor manera de que acabe el mundo

Los científicos han discutido enormemente sobre las distintas posibilidades de que acabe el mundo pero ¿cuál sería la mejor de todas? Es la pregunta que se hace el astrobiólogo Lewis Dartnell

Foto: Mel Gibson en una imagen de Mad Max.
Mel Gibson en una imagen de Mad Max.

En 2012, antes del supuesto fin del mundo maya, los medios de comunicación se fijaron en los preppers, personas que creen que el fin del mundo está cerca y se entrenan a diario para sobrevivir a la hecatombe. Hoy pocos se acuerdan de ellos, pero el apocalipsis está tan cerca –o tan lejos, según se mire– ahora como entonces.

Los científicos han discutido enormemente sobre las distintas posibilidades de que acabe el mundo pero ¿cuál sería la mejor de todas? Es la pregunta que se hace el astrobiólogo Lewis Dartnell en su nuevo libro Abrir en caso de Apocalipsis (Debate), un manual de supervivencia pensado para reiniciar la civilización ante un eventual desastre, que llegará a las librerías españolas el próximo 12 de marzo. Esto es un adelanto.

Desde el punto de vista de reconstruir una civilización, la peor clase de acontecimiento apocalíptico sería una guerra nuclear total. Aunque uno escapara a la volatización de las ciudades atacadas, gran parte del material del mundo moderno se habría borrado del mapa, y el cielo oscurecido por el polvo y la tierra envenenada por la lluvia radioactiva serían un obstáculo para la recuperación de la agricultura.

Igual de mala, por más que no directamente letal, sería una enorme eyección de masa coronal del Sol. Un eructo solar particularmente violento chocaría contra el campo magnético que rodea nuestro planeta, lo haría resonar como una campana, e induciría enormes corrientes en los cables de distribución eléctrica, destruyendo transformadores e inutilizando redes eléctricas en todo el planeta. El apagón global interrumpiría el bombeo de las reservas de agua y gas y el refinado de combustible, así como la producción de transformadores de repuesto. Con tal devastación de la infraestructura esencial de la civilización moderna sin que hubiera pérdida inmediata de vidas, pronto seguiría el desmoronamiento del orden social, y las muchedumbres errantes no tardarían en consumir las provisiones restantes, precipitando una despoblación masiva. Al final lo supervivientes encontrarían de todos modos un mundo sin gente, pero un mundo que ahora se habría visto despojado de cualesquiera recursos que hubieran podido ofrecerles un período de gracia para la recuperación.

La tormenta perfecta viral es un contagio que combine un avirulencia agresiva, un largo periodo de incubación y una mortalidad de casi el cien por cien

Mientras que el dramático escenario favorecido por numerosas películas y novelas postapocalípoticas puede ser el desmoronamiento de la civilización industrial y el orden social, obligando a los supervivientes a entregarse a una lucha cada vez más frenética por los decrecientes recursos, el escenario en el que yo deseo centrarme es el inverso: una despoblación repentina y extrema que deja intacta la infraestructura material de nuestra civilización tecnológica. La mayor parte de la humanidad ha sido borrada del mapa, pero el material sigue estando ahí. Este escenario presenta el punto de partida más interesante para el experimento mental acerca de cómo acelerar la reconstrucción de una civilización desde cero. Concede a los supervivientes un periodo de gracia para adaptarse, evitando una pendiente degenerativa que lleve demasiado lejos, antes de que tengan que reaprender las funciones esenciales de una sociedad autosuficiente.

Para llegar a este escenario, la mejor manera de que acabe el mundo estaría en manos de una pandemia que se propagara con rapidez. La tormenta perfecta viral es un contagio que combine un avirulencia agresiva, un largo periodo de incubación y una mortalidad de casi el cien por cien. De se modo, el agente del apocalipsis extremadamente infeccioso entre individuos, tarda un tiempo en hacer visible la enfermedad (lo que maximiza el acervo de huéspedes posteriores que son infectados), pero al final termina en una muerte segura. Nos hemos convertido en una especie realmente urbana –desde 2008 más de la mitad de la población mundial ha vivido en ciudades antes que en áreas rurales–, y esta apretada densidad de población, junto con los fervientes viajes intercontinentales, proporcionan las condiciones ideales para la transmisión rápido del contagio. Si una plaga como la Peste Negra de la década de 1340, que se cobró la vida de un tercio de la población europea (y probablemente una proporción similar en Asia), nos golpeara hoy, nuestra civilización tecnológica sería mucho menos resistente a ella.

Mad Max vs. Yo soy Leyenda

¿Cuál es, pues, el número mínimo de supervivientes de una catástrofe global necesarios para tener una posibilidad viable no solo de repoblar el mundo, sino de poder acelerar la reconstrucción de la civilización? O, dicho de otro modo, ¿cuál es la masa crítica para permitir un reinicio rápido?

A estos dos extremos del espectro de poblaciones de supervivientes los denominaré aquí los escenarios Mad Max y Soy Leyenda. Si se produce una implosión del sistema tecnológico de soporte vital de la sociedad moderna, pero sin una despoblación inmediata, la mayor parte de la población sobrevive para consumir rápidamente cualesquiera recursos que puedan quedar en una feroz competencia. Esto desaprovecha el período de gracia, y la sociedad se precipita puntualmente a una barbarie estilo Mad Max y la consiguiente despoblación masiva, con pocas esperanzas de recuperarse rápidamente. Si, por el contrario, uno es el único superviviente en el mundo (el “hombre Omega”), o al menos uno entre un pequeño número de supervivientes tan dispersos que es improbable que se tropiecen unos con otros a lo largo de su vida, entonces la idea de reconstruir la civilización, o incluso de recuperar la población humana, carece de sentido. La humanidad pende de un solo hilo y está inevitablemente condenada cuando ese hombre o mujer Omega mueran, una situación que se refleja en la novela de Richard Matheson Soy Leyenda. Dos supervivientes –un macho y una hembra– constituyen el mínimo matemático para la continuación de la especie, pero la diversidad genética y la viabilidad a largo plazo de una población que nace a partir de sólo dos individuos se verían seriamente comprometidas.

Una población inicial superviviente de alrededor de 10.000 personas en cualquier área dada constituye el punto de partida perfecto

Entonces, ¿cuál es el mínimo teórico necesario para la repoblación? Se ha utilizado el análisis de secuencias de ADN mitocondrial de los maoríes que viven actualmente en Nueva Zelanda para hacer una estimación del número de pioneros fundadores que llegaron allí inicialmente en balsas procedentes de la Polinesia oriental. La diversidad genética reveló que el tamaño efectivo de aquella población ancestral no superaba las aproximadamente 70 hembras reproductoras, con una población total, pues, de algo más del doble de esa cifra. Otro análisis genéticos similares dedujeron una población fundacional de tamaño comparable en los indios americanos de habla amerindia, quienes descienden de antepasados que cruzaron el puente terrestre de Bering procedentes de Asia Oriental hace 15.000 años, cuando los niveles del mar eran más bajos. Así, un grupo postapocalíptico de unos cientos de hombres y mujeres, todos ellos agrupados en un mismo lugar, debería condensar la suficiente variabilidad genética para repoblar el mundo.

El problema es que, aun con una tasa de crecimiento del 2 por ciento anual –el más rápido que ha experimentado nunca la población mundial, sustentado por la agricultura industrializada y medicina moderna–, todavía se necesitarían ocho siglos para que este grupo ancestral recuperara la población que había en la época de la revolución industrial. Una población inicial tan reducida probablemente sería demasiado pequeña para poder mantener una agricultura fiable, por no hablar de otros métodos de producción más avanzados, y, por lo tanto, experimentaría un retroceso que la llevaría al modo de vida de los cazadores-recolectores, cuya única preocupación es la lucha por la subsistencia. El 99 por ciento de la existencia humana ha transcurrido siguiendo este modo de vida, que no puede sustentar poblaciones densas y constituye una trampa de la que es muy difícil volver a escapar. ¿Cómo evitar un retroceso tan profundo?

La población superviviente necesitaría muchas manos para trabajar los campos, a fin de asegurar la productividad agrícola y liberar a un número suficiente de individuos para trabajar en el desarrollo de otros oficios y la recuperación de tecnologías. Para el mejor reinicio posible se necesitarían bastante supervivientes como para representar una amplia gana de conjuntos de habilidades y un conocimiento colectivo suficiente para evitar retroceder demasiado. Una población inicial superviviente de alrededor de 10.000 personas en cualquier área dada (que, por ejemplo, en el caso de Reino Unido representa una fracción superviviente de sólo el 0,016%), que sean capaces de agruparse en una nueva comunidad y trabajar juntos pacíficamente, constituye el punto de partida perfecto para este experimento mental.

En 2012, antes del supuesto fin del mundo maya, los medios de comunicación se fijaron en los preppers, personas que creen que el fin del mundo está cerca y se entrenan a diario para sobrevivir a la hecatombe. Hoy pocos se acuerdan de ellos, pero el apocalipsis está tan cerca –o tan lejos, según se mire– ahora como entonces.

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