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A gritos en las aulas
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LA COSTUMBRE DE CHILLAR EN TODOS LOS ÁMBITOS AFECTA, Y MUCHO, AL EDUCATIVO

A gritos en las aulas

La crítica a la pedagogía hegemónica consiste en gran medida en poner al descubierto toda una serie de certezas, que en su pura evidencia y justamente

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A gritos en las aulas

La crítica a la pedagogía hegemónica consiste en gran medida en poner al descubierto toda una serie de certezas, que en su pura evidencia y justamente a causa de la misma, permanecen ocultas en el entramado de la jerga pedagógica.

Es obvio, por ejemplo, que si el alumno no desarrolla unos ciertos niveles de autonomía en su estilo de aprendizaje sus resultados académicos no serán los deseados; que la relación profesor-alumno no es, ni debe ser, simétrica (si lo que deseamos es el bien del propio alumno); y que el aprendizaje es por sí mismo una actividad autoreflexiva dirigida a contenidos que a medida que se va desarrollando crea estrategias y recursos de autoaprendizaje (absurda recursividad tautológica del ‘aprender a aprender’).

Sabemos que el acento sobre el esfuerzo es redundante y síntoma del reconocimiento de una política educativa errada: desde la más humilde herramienta hasta las conquistas más excelsas de la humanidad -la ciencia, el arte, el amor, la libertad- son todas ellas fruto del esfuerzo y la paciencia.

Pero hay una evidencia más, sobre la cual creo que no se ha reparado lo suficiente, y que yo destacaría como una de las causas fundamentales del fracaso escolar en España: el ruido.

En el mapa global sonoro, España se encuentra, como atestiguan los datos objetivos y nuestros indefensos oídos, entre los países más ruidosos. Y el efecto del ruido sobre la educación tiene consecuencias devastadoras. En efecto, sin un entorno silencioso es imposible que se den las condiciones necesarias para la concentración y el estudio. La saturación sonora distorsiona la comunicación y no sólo es causa de serias deficiencias en la comprensión, sino que afecta muy perjudicialmente a nuestra conducta, que se torna agresiva y desequilibrada; y por supuesto también a nuestra salud tanto, física como mental.

La patología de hablar alto

El exceso de ruido en los centros educativos se relaciona, como hemos dicho, directamente con los niveles de fracaso escolar. Y la verdad es que en nuestros centros escolares el silencio brilla por su ausencia, lo cual es a su vez reflejo de una sociedad en la que el ruido es una constante. La manía de hablar a gritos propiciada desde los medios de formación (vs. deformación) de masas y mimetizada frecuentemente en los propios hogares debería calificarse como patológica.

Resulta lamentable, sin embargo, que sean las propias Administraciones las que alienten comportamientos incívicos, al tolerar e, incluso, animar la barbarie sonora que siempre acompaña a las macro-concentraciones espectaculares propias de la sociedad del ocio y el consumo desaforado. El derecho a divertirse se ha convertido en justificación de conductas insolidarias, irresponsables y a menudo hasta violentas. A ello se suma la extrema indefensión jurídica de todas aquellas personas que son víctimas de situaciones de ruido con grave perjuicio para su salud. La falta de sensibilidad social del español medio respecto a la contaminación acústica sigue siendo una lacra nacional. Esta falta de sensibilidad hacia el ruido, como característica antropológica del hispano, tiene como consecuencia esa tendencia -tan arraigada en esta etnia- a no escuchar al otro, sino a hacerse escuchar por encima de todo: de lo que se trata es de hablar alto, sin importar demasiado lo que nuestro interlocutor pueda opinar.

Por supuesto es una mera generalización, una tendencia. En cualquier caso, conductas ruidosas incívicas que en España son normales, resultan impensables en los países del norte de Europa, en los que -según mi experiencia- es significativamente  más improbable que un vecino se dedique a destrozarle a uno los nervios poniendo su radio a un volumen desmesurado, hablando a gritos o bailando sevillanas a altas horas de la madrugada. Por la misma razón, he podido comprobar que los habitantes del norte suelen escuchar con más atención, a pesar de ser bastante menos comunicativos, y en cierto sentido menos civilizados que sus vecinos del sur. Más allá de los límites razonables, esa expansividad del modo de ser hispano, ese componente civilizatorio de apertura y sana sociabilidad, deviene empero en su opuesto, es decir: en una modalidad de barbarie, en la que ya no existe ni resto de virtud.

Sociedades del ruido, sin música

De todas las asignaturas incluidas en los actuales currículos de Europa, es la música la que más se ha visto afectada por esta revolución, hasta el punto de que algunos historiadores han llegado a hablar de sociedades ‘amúsicas’ o ‘anacústicas’. Este asunto por sí solo merecería una extensa reflexión, que sobrepasa los límites más modestos que aquí me he propuesto. Lo que importa es señalar que el ruido afecta a todas las dimensiones de la vida y que es de suma importancia pedagógica. La cuestión es, por lo tanto, reflexionar sobre la idea de espacio sonoro que la pedagogía “moderna” ad usum asume como implícita.

Para resumir: la filosofía de la pedagogía hegemónica consiste básicamente en conspirar contra el silencio. La dificultad de crear situaciones de silencio, sin tener que recurrir de forma sistemática a estrategias represivas de coacción, se haya en la raíz del desastre educativo. Sin silencio, repitámoslo, no hay educación posible. Y sin embargo, el silencio no forma parte del discurso pedagógico vigente. Es más: es algo que suena desagradable a los oídos de nuestros especialistas de la educación. ¿Por qué?

La imagen de un auditorio silencioso ante una autoridad que desgrana un discurso, cuya finalidad no es sino informar y formar a un grupo de personas supuestamente deseosas de recibir un conocimiento del que carecen, recuerda demasiado a un pasado ya superado y que debe ser enterrado; la imagen de una autoridad, investida de sabiduría, no es del agrado del activismo pedagógico, que interpreta esta imagen como una expresión de academicismo trasnochado y rancio autoritarismo. De ahí el gusto por las estrategias participativas del alumnado -aunque no tengan absolutamente nada interesante que aportar-, y de la transformación de las aulas en ridículos parlamentos donde lo que importa ante todo es que se hable, aunque no haya nada claro sobre lo que hablar.

Estamos ante un prejuicio tan falso como absurdo, que confunde autoridad con autoritarismo. ¿Es que hay autoritarismo en la actitud de un médico que informa ante un auditorio en absoluto silencio sobre los últimos avances en neurología? ¿Es autoritario un pianista al exigir un santo silencio mientras interpreta una sonata de Schubert? ¿No estamos una vez más ante un prejuicio infundado, arbitrario y estúpido? ¿Otro caso más de irresponsabilidad lesiva de nuestros especialistas de la educación, de ‘iatrogenia’?

*Francisco Javier González-Velandia es profesor de música en un Instituto de Educación Secundaria.

La crítica a la pedagogía hegemónica consiste en gran medida en poner al descubierto toda una serie de certezas, que en su pura evidencia y justamente a causa de la misma, permanecen ocultas en el entramado de la jerga pedagógica.