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¿Podemos confiar en nuestros médicos?
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¿Podemos confiar en nuestros médicos?

Si hasta hace un par de décadas la profesión médica era de los colectivos profesionales más valorados, hoy ya no genera tanta seguridad en un entorno

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¿Podemos confiar en nuestros médicos?

Si hasta hace un par de décadas la profesión médica era de los colectivos profesionales más valorados, hoy ya no genera tanta seguridad en un entorno social que tiende a ver a sus profesionales cada vez con mayor desconfianza. Una primera señal de ese cambio parece ser el notable aumento de las terapias alternativas, cada vez más implantadas en las clases medias altas. Algo que, para el periodista Miguel Jara, autor de Traficantes de Salud (Icaria Editorial), es razonable, ya que “cuando una persona tiene un problema grave de salud intenta buscar cualquier solución que le sirva. Y las etiquetas (alternativa, convencional, alopática, oficial, complementaria) le dan igual porque lo que quiere son soluciones. Si algo le va bien, repite”.

Pero, según Jara, si sólo nos fijásemos en este aspecto nos estaríamos quedando en la mera anécdota, toda vez que ya no se trata de que los pacientes puedan encontrar mejores remedios fuera de la medicina convencional, sino de que los medicamentos que ésta prescribe ya no son los adecuados: “la población está comenzando a darse cuenta que muchos fármacos no son eficaces. Y que, otros, cuando lo son, sólo esconden nuestro problema aliviando la dolencia pero no curándola. Interesa poco investigar las causas de las enfermedades y buscar remedios que ataquen éstas y que curen. Eso no es rentable”.

Pero lo que explicaría ese creciente desprestigio tendría que ver, sobre todo, con que, como documenta Jara en el texto editado por Icaria, “la ciudadanía es consciente de que los episodios de corrupción en el entorno sanitario están a la orden del día. Durante los últimos años hemos asistido a varios escándalos de muertes o graves daños a la salud provocados por los efectos adversos de los fármacos. Y cada vez hay más enfermedades (reales e inventadas) sin que, en demasiados casos, se conozca por qué se producen”. A lo que se añade “el soborno o cohecho con que los laboratorios 'seducen' a los médicos para que receten sus productos, lo que provoca que la población desconfíe de buena parte de los remedios, de quienes los recetan y de quienes los producen”. En consecuencia, la industria farmacéutica es ya una de las peor consideradas socialmente, “y por méritos propios, en tanto ha antepuesto sus beneficios económicos a la salud las personas”.

Construir necesidades, vender remedios

Las grandes empresas farmacéuticas funcionan, según Jara, construyendo las necesidades para luego vender los remedios, lo que a menudo resulta peligroso para la salud. Como se demuestra por “las 305.000 personas que mueren anualmente, y sólo en Estados Unidos, por los efectos adversos de los medicamentos. El caso más grave de los últimos años es el de Agreal, un medicamento fabricado por el laboratorio Sanofi-Aventis que se enfrenta a 4.000 demandas de mujeres que tienen secuelas de por vida, ya que les ha atacado seriamente su sistema nervioso. Lo patético es que hasta que fue retirado en Europa (existen países en América Latina que incomprensiblemente continúan recetándolo) pasaron 22 años. Y era recetado para una no enfermedad como es la menopausia. Se creó la necesidad, se vendió un remedio peligroso (ya hay sentencias que dicen que Agreal crea adicción y puede incitar al suicidio), un laboratorio ganó mucho dinero con ello y miles de mujeres han perdido para siempre su salud”.

Sin embargo, parecería que estamos bien cubiertos antes esta clase de complicaciones, en tanto existe un doble test de seguridad que nos defendería de los medicamentos defectuosos. En primer lugar, porque si las empresas no los controlan suficientemente, deberán afrontar después las consecuencias económicas derivadas de los daños causados. Y, además, porque hay instituciones específicamente dedicadas a controlar la eficacia de los nuevos productos. Pero, asegura Jara, esos mecanismos no son los adecuados, en tanto “el controlador está controlado por el vendedor. Quienes deben garantizar la seguridad y eficacia de los fármacos son las agencias del medicamento. Pero la estadounidense, la FDA, está financiada al 70% por los laboratorios. La europea, la EMEA, aprueba licencias de medicamentos sólo con los informes que le presentan los fabricantes, sin hacer estudios independientes (así se ha aprobado el Prozac para niños, por ejemplo). Y la española no es una excepción: hay muchos datos que corroboran que la Agencia Española de Medicamentos en demasiadas ocasiones ha beneficiado a los intereses privados antes que a los públicos”.

Por eso, Jara recomienda que tratemos de informarnos al máximo acerca de lo que nos ocurre y que preguntemos al médico todo lo que no entendamos, tanto acerca de la dolencia que pueda aquejarnos como de los medicamentos que nos receta. “El buen profesional estará encantado de ofrecer información porque está seguro de lo que hace. Si un galeno no te da esa información debes sospechar, porque puede ser señal de que o no sabe lo que te pasa, o no sabe lo que hay que hacer para averiguarlo”. Pero también hay quien afirma que exigir a los ciudadanos que se informen tan ampliamente sobre sus dolencias es algo irreal, en tanto necesitarían de los años de formación que han seguido los médicos para que su conocimiento fuera similar al de estos.

Sin embargo, para Jara, el problema es el contrario: “vivimos en una sociedad con demasiados expertos y con una ciudadanía en exceso conformista, que parece que siempre está esperando a ver qué decide el experto de turno. Quien mejor conoce nuestro cuerpo somos nosotros mismos, y cuando nos encontramos mal lo que necesitamos más que un superexperto con un historial impresionante es una persona honesta que ame su trabajo y se comprometa con intentar curarte. Luego lo conseguirá o no, pero esa actitud es la que solemos apreciar. Y me temo que tal y como está hoy todo lo que rodea a nuestra salud más nos vale convertirnos en nuestros propios expertos”.

En todo caso, el desencanto en el sector sanitario es creciente, y muchos de sus profesionales están reaccionando contra prácticas poco éticas. Así, “durante el proceso de aprobación de Prozac para niños se creó la Plataforma contra la Medicalización de la Infancia. Y también se ha puesto en marca la Plataforma No Gracias, integrada en el movimiento No Free Lunch”. Además, también la sociedad civil está articulando sus mecanismos de defensa. “En España está en trabajando en este campo la Asociación Nacional de Consumidores y Usuarios de Salud, ASUSALUD. E incluso se han puesto en marcha profesionales dependientes del sector, habiéndose creado recientemente la plataforma '¡Con mi salud no se juega!', formada por farmacéuticos preocupados por la presión que la gran industria está ejerciendo en la Unión Europea para acabar con el modelo de farmacia mediterráneo. Cada vez son mayores las resistencias”.

Si hasta hace un par de décadas la profesión médica era de los colectivos profesionales más valorados, hoy ya no genera tanta seguridad en un entorno social que tiende a ver a sus profesionales cada vez con mayor desconfianza. Una primera señal de ese cambio parece ser el notable aumento de las terapias alternativas, cada vez más implantadas en las clases medias altas. Algo que, para el periodista Miguel Jara, autor de Traficantes de Salud (Icaria Editorial), es razonable, ya que “cuando una persona tiene un problema grave de salud intenta buscar cualquier solución que le sirva. Y las etiquetas (alternativa, convencional, alopática, oficial, complementaria) le dan igual porque lo que quiere son soluciones. Si algo le va bien, repite”.

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