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El oasis de Alejandro Magno y Cleopatra
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SIWA, UN PARAÍSO DESCONOCIDO EN EGIPTO

El oasis de Alejandro Magno y Cleopatra

Si algo le sobra a Siwa es el bien más preciado para Egipto, el agua que brota a borbotones a lo largo de decenas de kilómetros.

Foto: El oasis de Alejandro Magno y Cleopatra
El oasis de Alejandro Magno y Cleopatra

Si algo le sobra a Siwa es el bien más preciado para Egipto, el agua que brota a borbotones a lo largo de decenas de kilómetros. Alejado del Nilo, la fuente que dota de vida a un inmenso país en su mayoría desértico, este oasis conserva el recuerdo del mar que hace miles de años bañó sus arenas. Una insondable maraña de palmeras rodea dos grandes lagos de agua salada en los que el cuerpo flota sin oponer resistencia. Y al adentrarse más allá de sus cambiantes dunas, los restos de animales marinos fosilizados escriben sobre la tierra su atávica historia.

Los cerca de 560 kilómetros que lo separan de El Cairo ni siquiera se transitan en línea recta. Un penoso viaje por carretera, de unas diez horas, da fe de que esta población cercana a la frontera libia se encuentra a años luz del resto de Egipto. Ya lo estaba para la antigua civilización, puesto que hasta la tardía dinastía XXVI los faraones no lograron dominar sus tierras. Tras la ardua conquista, comenzaron a horadar sus montañas de forma piramidal para enterrar a los nobles, en unas tumbas policromadas que todavíaresisten el paso del tiempo.

Estos montes marcan el camino de entrada a una población que ahora sí vive doblegada al moderno Ejército egipcio. Los militares controlan varias plantas de embotellamiento de agua y otra de fabricación de aceite, que dan trabajo a poco menos de la mitad de la población. El resto viven de la agricultura y de los pequeños grupos de turistas que reciben. En medio de la abundancia de agua, dátiles y aceitunas, el oasis descansa ahora como una balsa de aceite después de siglos de desfiles marciales. Desde la resistencia a los primeros ataques hasta la pasiva acogida de las tropas italianas y el mariscal Erwin Rommel durante la Segunda Guerra Mundial.

Una historia bélica

Según Herodoto, el rey Cambises II de Persia intentó asediar el oasis en el año 524 a.C., pero sus 50.000 hombres perecieron entre las arenas. Por entonces, el templo del dios Amón acumulaba un siglo de fama gracias a las profecías del oráculo. Tal fue su magnetismo, que un año después de conquistar Egipto, Alejandro Magno se sobrepuso a la pérdida de su caravana y a la falta de agua para visitar el lugar sagrado. A su triunfal llegada, la deidad no pudo sino atestiguar su origen divino y su capacidad para gobernar a los hombres desde el cetro del faraón

Tras la muerte de Alejandro en Babilonia en el 323 a.C. cuentan varios historiadores que Ptolomeo robó su cuerpo para traerlo a Egipto. Algunos más atrevidos han atestiguado que sus restos descasan en el oasis, pero la veracidad de la historia nunca ha podido ser comprobada. Lo que sí ha trascendido es que el macedonio no fue el único turista insigne de Siwa, ya que Cleopatra tampoco pudo resistirse a los arcanos del oráculo.

A sólo unos metros del templo, la reina da nombre a uno de los manantiales de agua dulce en los que se piensa que pudo resguardarse de la calima. Y aunque ahora -coronado por un moderno café- se haya convertido en uno de los lugares favoritos para los turistas, son varias las fuentes de este tipo en las que poder despojarse de la salina de las lagunas. Estas piscinas naturales, que se conservan frescas durante el verano y más tibias cuando la temperatura afloja, constituyen uno de los lugares más relajantes antes de observar la puesta del sol entre el contraste del tranquilo vaivén de las aguas y la inmutabilidad de las montañas.

Una personalidad propia

Sosegados por la cadencia que marca un horario dominado por los rigores del calor, los habitantes de Siwa han mantenido ese ritmo distinto al del bullicioso Egipto, pero también unas tradiciones propias. La mayoría de los 25.000 habitantes del pueblo son bereberes, a diferencia de la mayoría de hombres del desierto egipcio, de tribu beduina. Y la lengua materna para ellos es el siwi, un idioma tribal que en nada se parece al árabe. 

Las directrices las marcan los líderes religiosos. “Si el jeque nos dice que vayamos a la izquierda, vamos a la izquierda y si nos dice a la derecha, a la derecha”, asegura en un aceptable inglés uno de los guías turísticos. Las mujeres apenas tienen presencia pública y cuando salen lo hacen bajo unos largos ropajes oscuros -desconocidos también en el resto del país- que apenas les deja asomar los ojos. Los niños dominan las calles, fruto de una efervescente natalidad provocada por la media docena de bodas que pueden concentrarse en una noche entre los habitantes de un puñado de manzanas.

Esta tradición sí que ha cambiado con el paso de los años, pues distintos escritos sostienen que Siwa fue pionera en la celebración de matrimonios homosexuales. Según varios antropólogos los ancianos que vivían en la ciudad amurallada del siglo XIII que aún preside la población requerían a jóvenes de las afueras para trabajar y vivir con ellos. Estos testimonios narran incluso rituales sadomasoquistas y disputas entre los hombres, algo que nunca se hacía por las mujeres. La prohibición expresa de este tipo de acuerdos firmados sólo llegó a principios del siglo XX, aunque se sospecha que se seguían produciendo de forma clandestina.

Esta excentricidad entre los musulmanes ya sólo forma parte de la historia de Siwa, que aunque siempre se ha mostrado apartada de Egipto comparte actualmente sus mismos problemas. Hosteleros y comerciantes lamentan el desplome del turismo, las basuras se acumulan entre las calles del núcleo urbano y en las gasolineras padecen la misma falta de combustible que se extiende a lo largo del país. Los caudillos religiosos fueron quienes ordenaron votar como presidente al islamista Mohamed Morsi, como hizo el 90% de sus habitantes. Y según estos mismos ciudadanos, serán también losjeques quienes decidan si seguir entregándoles su confianza.

Si algo le sobra a Siwa es el bien más preciado para Egipto, el agua que brota a borbotones a lo largo de decenas de kilómetros. Alejado del Nilo, la fuente que dota de vida a un inmenso país en su mayoría desértico, este oasis conserva el recuerdo del mar que hace miles de años bañó sus arenas. Una insondable maraña de palmeras rodea dos grandes lagos de agua salada en los que el cuerpo flota sin oponer resistencia. Y al adentrarse más allá de sus cambiantes dunas, los restos de animales marinos fosilizados escriben sobre la tierra su atávica historia.