Es noticia
Ay, Alfredo
  1. Cultura
  2. Cine
EL ACTOR JAVIER GUTIÉRREZ RECUERDA A LA GENERACIÓN DE ACTORES MÁS IMPORTANTE DEL PAÍS

Ay, Alfredo

A ninguna parte. Hacia el olvido y cuanto más se alejan de la última plaza más cerca del recuerdo. Por los caminos de la memoria viajan, a trompicones, en el mismo

A ninguna parte. Hacia el olvido y cuanto más se alejan de la última plaza más cerca del recuerdo. Por los caminos de la memoria viajan, a trompicones, en el mismo coche Paco Rabal, Fernando Fernán Gómez, José Luis López Vázquez, Fernando Rey, Agustín González, Manuel Aleixandre, Gracita Morales, Tony Leblanc y alguno más que se nos escapa entre la acumulación. La generación del esplendor teatral y cinematográfico, cuando un actor podía llegar a hacer tres funciones al día de la misma obra y rodar ocho o diez películas al año. Generación de posguerra, pan y circo, obligados a tapar las carencias de una sociedad con un agujero negro que se tragaba libertades, derechos y justicia. Un país de radio y Capitán Trueno, en el que la ola del cine empezaba a crecer y se haría imparable en las siguientes décadas. En 1950 se rodaron 48 largometrajes, en 1950 77 y en 1961 un total de 91.

En esos años también creció en un 90% el número de salas en el país, se crean los festivales de San Sebastián (1953) y el de Valladolid (1956). El progreso llegaba con retraso y la censura corregía las desviaciones del programo dictatorial, que prefería la comedia y el cine de humor a las tintas sociales del neorrealismo italiano. Pero no pudieron tapar la crítica mordaz de películas como Bienvenido Mr. Marshall, que dejaron huella en los herederos de fórmulas en las que un nuevo tipo de actor se estaba cociendo. Un actor educado en las tablas, exportado al cine. La escena de El viaje a ninguna parte (1986), en la que Fernán Gómez trata de entonar las dos frases que debe decir en su primera película y él, Galván mayor, no es capaz de olvidarse de impostar: “Estaba deseando que viniera usted por acá, Señoriiiitooo, a decirle una cosa un tanto… delicá”.

“El cine español es políticamente ineficaz, socialmente falso, intelectualmente ínfimo, estéticamente nulo e industrialmente raquítico”, como lo definió Bardem en las Conversaciones de Salamanca. El cine español vive entonces aislado de la propia realidad española, sin entrar en los problemas, sin testimonio, cultivando tópicos. Sin embargo, facilitaría que en la década siguiente naciera el que se llamó nuevo cine, que realizaron los jóvenes directores salidos de las aulas del IIEC, en 1960 (Mario Camus, Manolo Summers, Miguel Picazo, Carlos Saura), con mayor libertad gracias a la supresión de la censura previa.

Los actores que se cuecen al calor de los nuevos tiempos llegan a los platós desde las tablas. Eran cómicos, una clase de intérprete, una especie que no volvería a repetirse, una generación mutante a medio camino entre el actor con costuras cinematográficas y televisivas y el actor primitivo. La estirpe de los cómicos es apasionada y visceral, templada con bondad camaleónica y de verbo cortés. Los cómicos eran la punta de lanza de la sociedad, porque ésta creía en ellos, porque ellos tenían las herramientas con las que el público –el pueblo- era sometido a sus caprichos. Entregados al espectáculo, lo llaman magia cuando quieren decir confianza. Era una conexión especial, una comunión fraguada en los recursos de la escena de una generación única.

Tuvieron a su favor que eran baratos a la fuerza y los rodajes se multiplicaban por el territorio español. Eran otros tiempos. Muy distintos a estos. Eran actores ‘competitivos’, estajanovistas que cobraban poco y debían trabajar mucho para llegar a fin de mes. En su penitencia llevaban la virtud: actuaban en cientos de películas con tantos directores como filmes hacían, contrastaban géneros, estilos y guiños. Aprendían en el camino, gracias a la abundancia de papeles con los que se vestían. Tenían clase y categoría. Hoy los actores trabajan mucho menos, estudian mucho más y ensayan por su cuenta hasta el siguiente proyecto o mientras los ahorros se lo permitan. Quizá Javier Gutiérrez represente el eslabón perdido entre aquellos cómicos y los tiempos modernos.

El mismo Gutiérrez dice que les dedica su máximo respeto y admiración. Es tarde, acaba de salir de la función de Ay Carmela, dirigida por Andrés Lima, en el Teatro reina Victoria de Madrid. Esta noche se la han dedicado a Alfredo Landa. Les recuerda como unos supervivientes en tiempos de guerra, henchidos de amor y orgullo y con el respeto del público. Dice que estaban hechos de otra pasta, que en sus memorias ha quedado testimonio de cómo vivían su profesión: se metían en el teatro por la mañana y salían por la noche. “Y luego se comían la noche. Era una forma de vida que ya no existe. Echo en falta ese amor por la profesión, porque hoy estamos más preocupados en salir y pisar la alfombra roja”, cuenta al borde del camerino.

A ninguna parte. Hacia el olvido y cuanto más se alejan de la última plaza más cerca del recuerdo. Por los caminos de la memoria viajan, a trompicones, en el mismo coche Paco Rabal, Fernando Fernán Gómez, José Luis López Vázquez, Fernando Rey, Agustín González, Manuel Aleixandre, Gracita Morales, Tony Leblanc y alguno más que se nos escapa entre la acumulación. La generación del esplendor teatral y cinematográfico, cuando un actor podía llegar a hacer tres funciones al día de la misma obra y rodar ocho o diez películas al año. Generación de posguerra, pan y circo, obligados a tapar las carencias de una sociedad con un agujero negro que se tragaba libertades, derechos y justicia. Un país de radio y Capitán Trueno, en el que la ola del cine empezaba a crecer y se haría imparable en las siguientes décadas. En 1950 se rodaron 48 largometrajes, en 1950 77 y en 1961 un total de 91.