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El desprestigio histórico y burgués de la indolencia y la lentitud
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Extracto de 'Los lentos' (Errata Naturae)

El desprestigio histórico y burgués de la indolencia y la lentitud

En el siglo XVIII el trabajo se convierte en un elemento constitutivo del orden social y la lentitud lleva consigo el germen de un posible desorden. Había que perseguirla como fuera

Foto: 'La indolente', de Frederick Arthur Bridgman (hacia 1880)
'La indolente', de Frederick Arthur Bridgman (hacia 1880)

Desde finales del siglo XVI, esta tensión entre velocidad y lentitud se desdobla con el debate sobre la necesidad de adaptar el cuerpo y la mente del individuo a partir de una combinación adecuada de actividades económicas y espirituales. En esta controversia participaron teólogos (sobre todo protestantes), gobernantes y filósofos. Tomemos el caso del teólogo anglicano William Perkins, que, cuando escribe acerca de las buenas costumbres necesarias para llevar una vida ejemplar, no duda en considerar que "el cuerpo y el cerebro de los ociosos son el taller del diablo". Por tanto, propone, es necesario proporcionarle una ocupación sana al cuerpo, mediante el trabajo, y a la mente, mediante la observancia de los ejercicios religiosos. Asimismo, denuncia ciertos malos hábitos, sobre todo la indolencia, que lleva a "hacer las cosas sin ganas y con negligencia, y altera el orden correcto que Dios ha establecido en las sociedades humanas".

No es casualidad que Perkins recurra a la palabra "indolencia": su uso empieza a establecerse en las lenguas europeas en esta época. Derivada del latín indolentia ("ausencia de dolor", "insensibilidad") y documentada en la lengua francesa a partir de 1590, se refiere en principio a alguien que carece de sensibilidad moral; es decir, es algo que atañe a la mente. Solo a partir de mediados del siglo XVII empezará a utilizarse en otro sentido, para calificar la actitud de alguien que evita tomarse molestias y hacer esfuerzos; es decir, algo que atañe al cuerpo. En cuanto a la falta de vigor que caracteriza la indolencia, el término hereda una de las acepciones de lentus (dúctil, flexible), justo en el momento en que el adjetivo "lento" se aleja de esta acepción. Según lo anterior, resulta fácil comprender que a partir de entonces la indolencia y la lentitud caminen a la par.

placeholder 'Los lentos', de Laurent Vidal
'Los lentos', de Laurent Vidal

Como prueba de este aumento de los debates sobre la indolencia, un caballero escribió en 1700: "No hace ni cuarenta años que el indolente y la indolencia eran casi insoportables. Hoy gozan de gran reconocimiento". Este apunte irónico demuestra que, frente al precepto de trabajo dirigido a la sociedad, una parte de la aristocracia encuentra en la indolencia proclamada un medio de distinción social, donde el libertinaje será una de sus expresiones. Así, por ejemplo, Vivant Denon se pregunta eN Sin mañana, un relato erótico que publicó anónimamente, qué nos proporcionaría el placer si lo despojáramos de la lentitud, para concluir que solo obtendríamos "el ajetreo y la tiranía del procedimiento". Medio siglo más tarde, el Dictionnaire philosophique de Neuville retoma esta separación entre cuerpo y espíritu al intentar distinguir entre despreocupación e indolencia: "La diferencia entre estas dos palabras es que la despreocupación se dice del cuerpo y la indolencia del espíritu, pero la causa es la misma. Resulta de la lentitud del alma en todas sus operaciones; y esta lentitud proviene de la poca impresión que los objetos hacen en los sentidos o los sentimientos en el corazón".

Una parte de la aristocracia encuentra en la indolencia proclamada un medio de distinción social, donde el libertinaje será una de sus expresiones

La indolencia se considera ahora una cuestión de moral o de temperamento, lo que explica que los gobiernos le presten especial atención. En 1682, Colbert le solicita al intendente de Alençon, que se quejaba de la miseria de su departamento, que examine con atención su origen antes de señalar que es conveniente "proporcionarle a la gente los medios para ganarse la vida, aunque cuando esa pobreza proviene de la indolencia natural no merece mucho alivio". En su famosa Fábula de las abejas, Bernard Mandeville plantea la diferencia entre el hombre activo y el indolente (indolent man) en un diálogo entre Horacio y Cleómenes. El médico y filósofo holandés pinta un retrato bastante sutil del indolente, que considera "muy deficiente", donde explica que "un fuerte temor a la vergüenza puede dominar hasta tal punto la indolencia de un hombre juicioso e inteligente que fácilmente hará todo lo necesario para escapar al menosprecio. Pero no hará más que lo que sea necesario". Estas consideraciones dejan a Horacio tan perplejo que le pregunta a Cleómenes: "¿No es el carácter tranquilo y la indolencia de que estás hablando lo que en inglés llamamos pereza?". A lo que el otro contesta: "De ningún modo. Semejante indolencia no implica pereza o aversión al trabajo. Un hombre indolente puede ser muy diligente aunque no sea industrioso".

Al distinguir de este modo la indolencia de la pereza, Mandeville muestra una relativa indulgencia hacia esta afección moral, que puede afectar a cualquiera, sin distinción de clases. Esto no es en absoluto lo que sucede con la pereza, que sería ante todo un atributo de los trabajadores pobres: "Cuando los hombres demuestran tan extraordinaria proclividad al ocio y al placer, ¿qué razón tenemos para pensar que trabajarían alguna vez si la necesidad inmediata no les obligara?". Y esta necesidad la suscita el dinero: "Lo único que puede hacer industrioso al obrero [labouring man] es, pues, una moderada cantidad de dinero; toda vez que, así como muy poco le haría, según fuera su temperamento, sentirse descorazonado o furioso, mucho le volvería insolente y perezoso".

La misma asociación entre insolencia e indolencia la encontramos en un panfleto de Daniel Defoe, publicado en 1724, titulado con malicia: La Gran Ley de la Subordinación Considerada; o la insolencia y el comportamiento insostenible de los sirvientes en Inglaterra. Este habla de un viejo criado carretero al que sus amos mantenían constantemente ocupado: "Una mañana se rompió un carro en el camino, el viejo fue enviado a repararlo y, mientras realizaba su tarea, se le acercó un campesino que, conociéndole, le saludó con la fórmula habitual: “Buenos días, padre Wright, y que Dios acelere tu quehacer”. El anciano lo miró y con un toque de amargura replicó: “Poco importa que Él lo acelere, puesto que tendré que trabajar todo el día”".

placeholder La indolente, de Eva Gonzales (1871-72)
La indolente, de Eva Gonzales (1871-72)

Indolencia, pereza, insolencia... La lista de palabras continúa, todas ellas para someter el cuerpo y la mente, sobre todo en el caso del "hombre lento", una expresión utilizada quizá por primera vez en el diccionario de Neuville. En este Siglo de las Luces en el que el trabajo se convierte en un elemento constitutivo del orden social (Montesquieu) y del hombre social (Rousseau), la lentitud en todas sus formas se percibe como un obstáculo para el buen funcionamiento de la sociedad. Sinónimo de inutilidad social, la lentitud lleva consigo el germen de un posible desorden. Y para dar más fuerza a tales afirmaciones, no faltan las comparaciones. La Enciclopedia de Diderot y d’Alembert, retomando las palabras del diccionario de Neuville, lo recoge de este modo: "El hombre indolente que no se conmueve por la fama, la reputación o la fortuna disfruta del descanso que le place. Este estado de indolencia es el estado natural del hombre salvaje". Así es como el indolente del siglo XVIII hereda las carencias sociales del indio perezoso de los siglos XVI y XVII. En este siglo de apogeo de la burguesía, quienes rechazan la fortuna y su consiguiente gloria demuestran la misma insolencia que el indio: su actitud desafía los códigos que la incipiente sociedad burguesa trata de imponer. Por ello, hay que perseguir cualquier manifestación de indolencia.

Quizá una de las fórmulas más exitosas de esta lucha se encuentre en El castillo de la Indolencia, de James Thomson, escrito en 1748. En sus orígenes, se trataba de un simple juego literario destinado a unos cuantos amigos donde se parodiaba el estilo y el vocabulario de Edmund Spenser, un poeta del siglo XV. Este largo poema, estructurado en dos cantos, presenta en primer lugar "el castillo llamado de la Indolencia y su lujo espurio, donde durante algún tiempo ¡ay! vivimos en franca alegría". Sus ocupantes, cuyo "único trabajo era matar el tiempo", son descritos como "tan flexibles [lithe] como una vara de sauce". Con el adjetivo inglés lithe, cuya etimología remite a la raíz latina lento, recuperamos uno de los significados de lentus, o sea, que ¡los habitantes del castillo de la Indolencia son lentos! En el segundo canto, Thomson quiere romper el hechizo: "Ahora debo cantar de qué manera el placer se ha convertido en dolor". Confía esta tarea al "caballero de las Artes y la Industria", un espíritu que hasta entonces vivía aislado en el bosque. Tras pedirle a su musa que "no ilumine más el lecho de la pereza" y encontrar en su camino a "la dama Pobreza" (como para insistir en el vínculo entre indolencia, pereza y pobreza), el caballero se encuentra ante "un mundo bárbaro que hay que civilizar. La tierra hasta entonces había sido un bosque salvaje y sin límites". Después de devolver su vitalidad a Egipto, Grecia y la Antigua Roma, cunas de la civilización, "Sir Industria ha navegado a toda vela hasta la costa inglesa, donde los nativos llevaban hasta entonces una vida salvaje". Mediante un juego de metáforas, Thomson asocia al indolente con el salvaje del Nuevo Mundo y al caballero con un conquistador que encabeza la batalla de la civilización contra la barbarie: "Allí, progresivamente, su obra maestra tomó forma; todo aquello de lo que las Artes y la Industria podían apoderarse"cambió. Y esta alteración responde a la imposición de un nuevo ritmo: "Entonces hizo que las ciudades se aceleraran por las Artes Mecánicas y ordenó que brillaran por el esfuerzo".

El caballero de Thomson invierte los términos de la situación. El trío indolencia-pereza-pobreza, que caracteriza la vida en el castillo, queda sustituido por una dinámica ternaria que marca ahora el tiempo en las ciudades: aceleración-trabajo-riqueza. Del castillo a la ciudad, de la indolencia a la aceleración, ¡un nuevo ritmo, un nuevo auge! Este será el reto de la era de las revoluciones.

*Este es un extracto de 'Los Lentos', de Laurent Vidal, que Errata Naturae publica este 20 de mayo.

Desde finales del siglo XVI, esta tensión entre velocidad y lentitud se desdobla con el debate sobre la necesidad de adaptar el cuerpo y la mente del individuo a partir de una combinación adecuada de actividades económicas y espirituales. En esta controversia participaron teólogos (sobre todo protestantes), gobernantes y filósofos. Tomemos el caso del teólogo anglicano William Perkins, que, cuando escribe acerca de las buenas costumbres necesarias para llevar una vida ejemplar, no duda en considerar que "el cuerpo y el cerebro de los ociosos son el taller del diablo". Por tanto, propone, es necesario proporcionarle una ocupación sana al cuerpo, mediante el trabajo, y a la mente, mediante la observancia de los ejercicios religiosos. Asimismo, denuncia ciertos malos hábitos, sobre todo la indolencia, que lleva a "hacer las cosas sin ganas y con negligencia, y altera el orden correcto que Dios ha establecido en las sociedades humanas".

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