Es noticia
Doris Lessing y las madres abandonadoras
  1. Cultura
Prepublicación

Doris Lessing y las madres abandonadoras

¿Podemos amar al genio y su obra a la vez que detestamos al monstruo? En su ensayo 'Monstruos', Claire Dederer aborda esos dilemas. Publicamos parte del capítulo dedicado a escritoras que renunciaron a sus hijos por la literatura

Foto: La escritora Doris Lessing, en una foto de 2007.  EFE / RICHARD LEWIS
La escritora Doris Lessing, en una foto de 2007. EFE / RICHARD LEWIS

Mi lista inicial de mujeres monstruosas era corta y sus pecados estaban relacionados, todos ellos, con la maternidad. En concreto, con la maternidad negligente. Si el crimen masculino es la violación, el crimen femenino es la renuncia a los cuidados. Lo peor que puede hacer una mujer es abandonar a sus hijos.

(...)

placeholder Portada de 'Monstruos', de Claire Dederer.
Portada de 'Monstruos', de Claire Dederer.

La idea de las madres que abandonan a sus hijos siempre ha ejercido en mí una fascinación morbosa.

Una vez, en una fiesta de periodistas, conocí a un hombre cuya mujer los había abandonado a él y a sus dos hijos pequeños. Me apoyé sobre la encimera de la cocina, bebiendo Shiraz y engullendo queso con galletitas saladas mientras él contaba su historia, que me pareció extraordinaria, fabulosa y aterradora.

Diez años antes, cuando sus hijos tenían cinco y ocho años, la mujer de aquel hombre había hecho las maletas y había dejado su casa de Colorado para irse a vivir a Portland, Oregón. Adiós muy buenas. Dejó a los niños a cargo del periodista de la barba bonita. No, no es eso: dejó que él los criara. El periodista no estaba haciéndoles de canguro. Se convirtió en una palabra que no suele pronunciarse a menudo: un padre soltero (con sus sutiles notas de "viudo"). El hombre explicó que cuando los niños eran pequeños él había estado fuera por trabajo a menudo y que ella se había hartado.

Cuando lo conocí y escuché su historia, yo era una madre de treinta y tantos años que apenas soportaba estar lejos de mis niños más de una noche o dos. A mi imaginación le horrorizó/excitó la historia de esa mujer que había huido a tantísima distancia, a través de las Rocosas, por la vertiente occidental de Colorado, atravesando las llanuras del este de Oregón y finalmente a la lluviosa Portland, en busca de una nueva libertad, con toda esa geografía tan accidentada entre ella y sus hijos. Me imaginé su casa, sin hijos; su cocina, sin hijos: su cama, con un amante tras otro, pero, de nuevo, sin hijos. ¿Cómo podía soportarlo? ¿Por qué tuvo que huir? ¿Qué la había empujado a hacerlo? ¿Cómo pudo hacerlo? No le hice ninguna de esas preguntas al periodista. Parecía de mala educación hacerlo, así que me limité a darle sorbitos al vino y a preguntarme cosas. Puede que también le atribuyera un poco de glamur a aquella mujer. Me hizo pensar en la Desbocada, el personaje de las novelas de Nancy Mitford A la caza del amor y Amor en clima frío, la salvaje y rutilante madre de la apocada narradora, a la que, como todos sabían, había abandonado.

placeholder Claire Dederer, autora de 'Mosntruos'.
Claire Dederer, autora de 'Mosntruos'.

Como madre, me horrorizó su historia. Pero, como escritora, me fascinó. Porque al mismo tiempo que cuidaba de mis hijos también me preguntaba a mí misma, a todas horas, cómo iba a ganarme la vida como escritora teniendo dos hijos a los que criar. Es más: ¿qué esperanza podía tener de escribir algo grande? Quería a mis hijos con toda mi alma. Cuidaba bien de ellos. Mis hijos eran, en realidad, lo mejor que me había pasado nunca. Pero, al mismo tiempo, me daba cuenta de que los niños hacían que me costara ir a trabajar. Todo aquello se mezclaba en mi reacción a la historia de la mujer del periodista; quería saberlo todo de esa mujer.

Incluso las mujeres que lo han hecho, las que han abandonado a sus hijos, parecen estar de acuerdo en que es el peor de los crímenes. Así lo describe Paula Fox en sus memorias Elegancia prestada:

Cuando solo me quedaban dos semanas para cumplir veintiún años di a luz a una niña. [...] Yo la había dado en adopción.

Diez días más tarde fui a ver a uno de los doctores que habían hecho de intermediarios en el proceso de adopción y pedí que me devolvieran a mi hija. El doctor me dijo que, legalmente, era demasiado tarde. Yo era muy ingenua y acepté su mentira. Le había pedido a un segundo doctor que también había participado en la adopción que buscara una familia judía para ella. Imagino que para consolarme, me dijo con jovialidad: "El que viaja solo viaja más ligero".

Se nota lo difícil que le resultó a Fox escribir esas palabras. (Una derivada muy loca de su historia es que la hija de Fox, la que dio en adopción, acabó siendo la madre de Courtney Love.)

Dice la escritora Jenny Diski (de la que hablaremos en profundidad más adelante): "Los hombres eso es algo que hacen a todas horas — abandonar a su familia, por así decirlo, de un modo u otro—, pero suponemos, en parte por descuido o por precipitación, y en parte porque hay en ello un elemento de verdad, que es un dolor tan grande que solo una mujer de corazón muy duro puede soportarlo".

Las mujeres que tienen el corazón duro no son asesinas ni violadoras: son abandonadoras de niños.

placeholder Doris Lessing, de joven. REUTERS
Doris Lessing, de joven. REUTERS

En 1949, Doris Lessing abandonó a los dos hijos de su primer matrimonio cuando se fue a vivir a Londres desde lo que entonces se llamaba Rodesia. Lessing se llevó consigo a su tercer hijo, Peter, además de una maleta con el manuscrito de Canta la hierba. Ya en Londres, su novela fue publicada (o republicada: ya se había editado en Rodesia) con gran éxito, y Lessing pasó a convertirse en una de las pocas leonas literarias que ha albergado este planeta, aunque a regañadientes. Con el tiempo, por supuesto, acabaría ganando el Premio Nobel.

En cuanto a Peter, vivió con ella hasta que ambos murieron, con pocas semanas de diferencia, en 2013. Hasta las madres abandonadoras acaban de algún modo con hijos.

Algo más de una década después de su llegada a Londres, Lessing publicó su novela más famosa, El cuaderno dorado, que habla del problema de cómo vivir como una persona libre. Entre otras cuestiones, el libro examina y arroja luz sobre la pregunta de cómo se supone que debe vivir una mujer con inquietudes artísticas en una sociedad que en realidad no quiere que exista ni que cree una obra.

Aunque El cuaderno dorado es un libro atravesado por el deseo de libertad humana — uno de sus temas es el fracaso del comunismo a la hora de solucionar las relaciones humanas—, los problemas de la maternidad aparecen con frecuencia en sus páginas, como una especie de oscuridad cenagosa que succiona y burbujea en los tobillos de sus mujeres en busca de libertad.

Mujeres libres

La novela tiene un formato radicalmente experimental, incluso desde la perspectiva actual: consta de varios libros distintos, o más bien cuadernos, como se los llama, a los que se identifica por un color. Entretejida en todo ello aparece una — más convencional— novela dentro de una no vela titulada Mujeres libres, protagonizada por un alter ego de la novelista llamada Anna Wulf. Dudo si calificar Mujeres libres de autobiográfica, pero solo porque no creo que Doris Lessing aprobara que se le aplicara la etiqueta de autobiográfico a nada, y Doris Lessing me inspira un miedo cerval, incluso desde la tumba.

Aun así, es imposible no ver la novela sobre Anna Wulf como la historia de la propia experiencia de Doris Lessing en busca de libertad: de sus hijos, de su vieja vida en África, de las fuerzas que le impedían dedicarse a la creación artística. Escoger a solo uno de sus hijos hace que su huida sea aún más impensable: si los hubiera abandonado a todos, los dos que se quedaron atrás habrían podido explicárselo a sí mismos. Pero el no haber abandonado a uno parece enviar un mensaje muy claro a los otros: vosotros no erais lo bastante buenos.

Escoger a solo uno de sus hijos hace que la huida de Doris Lessing sea aún más impensable. El no haber abandonado a uno parece enviar un mensaje muy claro a los otros: vosotros no erais lo bastante buenos

Cuando leí por primera vez El cuaderno dorado, yo era, de hecho, una mujer libre. Tenía veintiún años, había dejado la carrera y vivía en una casita en la costa salvaje de Nueva Gales del Sur. Había acabado en las lejanas antípodas por razones que no sabía explicarme. Bueno, sí: fui allí siguiendo a un chico. La relación no funcionó. Tenía una habitación diminuta para mí sola y trabajaba en un almacén, y aparte de eso dedicaba mi tiempo a beber cerveza, ir a conciertos de punk rock, colarme en trenes y leer. La lectura era mi vocación, si es que una vocación es lo que se hace cuando nadie te obliga a rendir cuentas.

Me gustaban los libros muy gruesos por aquel entonces: como muchas personas libres, me veía ante una sucesión de días vacíos y, cuanto más tiempo me mantuviera ocupada un libro, mejor. El cuaderno dorado lo elegí en parte por su tamaño, tras pasar una larga temporada con Anna Karenina.

Los problemas a los que se enfrentaba Anna Wulf me eran desconocidos. Eran problemas que tenían que ver con compromisos: con una hija, con una política, con un futuro. Mi único compromiso era con el placer del día. Pero conecté con la idea de libertad, y me di cuenta de que estaba haciendo algo mal. En la libertad, intuía, tenía que haber más en juego, y la recompensa debía ser mucho mayor que todo el tiempo del mundo para leer novelas gruesas y colarme en un tren para ir a un concierto de rock en el quinto pino.

placeholder Doris Lessing posa con la medalla del Premio Nobel de Literatura. REUTERS / Toby Melville
Doris Lessing posa con la medalla del Premio Nobel de Literatura. REUTERS / Toby Melville

Pese a que sus preocupaciones no eran aún las mías, me encantó el libro. Se me pasaban las horas sin darme cuenta. Y Anna Wulf, el alter ego de Lessing, me pareció adorable. Me gustó, por su honestidad, un pasaje en particular, ese en el que Anna Wulf se despierta al amanecer en Londres con un amante en su cama y su hija pequeña en la habitación de al lado. Intenta ser una mujer libre y no es fácil, y puede que lo que haya en juego en su caso sea demasiado.

Deben de ser las seis. Tengo las rodillas rígidas. Me doy cuenta de que se ha apoderado de mí lo que yo llamaba, en las sesiones de Madre Azúcar [es el apodo con el que se refiere a su psicóloga], "el mal del ama de casa". Esta tensión que hace que me haya abandonado la tranquilidad, se debe a que la corriente de lo cotidiano está fluyendo: tengo-que-vestir-a-Janet-darle-el-desayuno-mandarla-a-la-escuela-hacer-el-desayuno-de-Michael-recordar-que-no-queda-té-etc.-etc. Junto con esta tensión inútil, pero al parecer inevitable, empieza el rencor. ¿Rencor contra qué? Contra una injusticia: ¡tener que perder tanto tiempo cuidando de detalles!

No son solo las tareas domésticas lo que carcome a Anna Wulf. Es preocuparse por ellas, tenerlas presentes, recordarlas; lo que hoy llamaríamos la carga mental. Anna siente la tensión de saber que está sola en su papel de mujer/madre. Ahonda en su análisis:

Hace tiempo, durante las sesiones con Madre Azúcar, aprendí que el resentimiento y la ira son impersonales. Es el mal de las mujeres de nuestro tiempo. Lo veo cada día en las caras de las mujeres, en sus voces o en las cartas que llegan al despacho. La emoción de la mujer, el rencor contra la injusticia, es un veneno impersonal. Las desgraciadas que no saben que es impersonal se revuelven contra su hombre. Las afortunadas, como yo, luchan por dominarlo.

Yo todavía no había vivido nada de todo eso cuando leí por primera vez ese pasaje. En ciertos aspectos estaba más cerca de Janet, la hija de Anna Wulf, que de la propia Wulf. Devoraba El cuaderno dorado en el tren, en mi habitacioncita monástica, en el bar mientras esperaba la llegada de un amante, con su acento que para él era tan normal y que tan excitante resultaba para mí. En esos días yo leía con fruición las partes de El cuaderno dorado que hablaban de comunismo y de amor, y me asustaban un poco los pasajes sobre la maternidad. Seguro que yo no sería así nunca.

Pasaron dos décadas.

placeholder Imagen de archivo de la supuestamente perfecta ama de casa.
Imagen de archivo de la supuestamente perfecta ama de casa.

Cuando volví a leer el libro, yo tenía ya dos hijos. Era dueña de una casa, cocinera, esposa, jardinera, profesora, chófer, mujer de la limpieza. Ansiaba tener la libertad suficiente, solo la suficiente, para poder acabar lo que estaba escribiendo. En esta ocasión me pareció, por emplear una expresión actual, que lo que decía el pasaje me representaba: "El resentimiento y la ira son impersonales. Es el mal de las mujeres de nuestro tiempo. [...] Las desgraciadas que no saben que es impersonal se revuelven contra su hombre".

En aquellos tiempos temí ser una de las desgraciadas de Lessing; me lo tomaba todo como algo personal y veía en la incapacidad de mi marido de sobreponerse a los privilegios del milenio y lavar los putos platos una prueba de que no me quería ni me respetaba.

Eso es lo que Lessing llama suerte: la capacidad de combatir el "mal del ama de casa" del resentimiento, de saber que es un veneno impersonal. Es un veneno bien conocido para cualquier mujer que haya contemplado el periodo que va entre hacer la cena y la nana de antes de ir a dormir como una tierra baldía, a la par de los desoladores paisajes de El planeta de los simios. Y no sé de ninguna madre que no se haya sentido así al menos una vez, aunque afronte el momento con niveles variables de angustia o sangre fría, según su situación, sus ingresos o su grado de desesperación. Según cuánto laven los platos sus maridos, cómo sea su talante o lo radical de sus ideas políticas. Según el miedo que tengan.

Pero ¿por qué no era yo capaz de aceptar que la situación podía ser impersonal? ¿Que podía, en otras palabras, no ser culpa mía, no ser un problema individual propio ¿Por qué no podía ser yo una de las afortunadas de Lessing?

Es una extraña forma de cerrar el círculo. Lessing está dando voz, a través de Anna Wulf, a las presiones que hacen que una mujer sienta que es difícil hacer su trabajo (¿Su verdadero trabajo? En todo caso, su obra artística.) Las presiones que podrían llevar a una mujer a, por ejemplo, dejar a dos hijos en otro continente.

La ambivalencia de Anna/Doris con relación a la maternidad es algo que se aborda de pleno en lo que se convertiría en uno de los pasajes más conocidos de El cuaderno dorado, un pasaje que es el perfecto retrato en miniatura de la apatía y la disociación maternas:

Janet me ha mirado desde el suelo y ha dicho:

—Ven a jugar, mamá.

No podía moverme. Me he forzado a levantarme de la silla, al cabo de un rato, y me he sentado en el suelo junto a la niña. La he mirado mientras pensaba: "Es mi hija, mi propia carne y mi propia sangre".

—Juega, mamá — ha repetido.

Tomé unos tacos para hacer una casa, como una autómata. Me forzaba a hacer cada gesto. Me veía sentada en el suelo, la imagen de "la madre joven jugando con su hijita": como la escena de una película o una foto.

placeholder La escritora británica Muriel Spark, quien como Lessing también cambió Rodesia por Londres en los años 40 y renunció a su hijo. EFE
La escritora británica Muriel Spark, quien como Lessing también cambió Rodesia por Londres en los años 40 y renunció a su hijo. EFE

Ese es el trabajo de toda buena novela, y puede que incluso de todo texto escrito: poner de manifiesto la experiencia sentida y vivida, y no lo que crees que deberías sentir. Las sesiones de concienciación del feminismo de segunda ola partían justo de esa idea. ¿Qué pasaría si dijeras lo que de verdad sientes? ¿Sería un acto revolucionario? Supongo que depende en parte de quién lo diga. Lessing está haciendo algo muy importante en ese pasaje. Para las mujeres a cargo del trabajo doméstico, también conocido como anonimato, es más importante aún llegar a esa verdad de la experiencia sentida.

Esa sensación de impostura, ese roce callado con el papel de madre, yo lo he vivido. Durante años, viví con ese miedo de no haber sido, de no ser, lo bastante buena madre, porque no puedo representar el papel con todo mi ser, no puedo desprenderme de mi yo de escritora o quizá de mi yo real, un yo que no es del todo bueno. Por eso, cuando mi hija tenía tres años, solía pagarme a mí misma a cambio de jugar con ella. Me obligaba a comportarme como una buena madre, pero, por dentro, a veces, me sentía como Anna Wulf: una máquina, un plano cinematográfico,una foto, un simulacro, una bifurcación, una otra, un yo dividido.

El yo dividido es habitual en las mujeres con ambición artística. La historia de Lessing se ve reflejada en las vidas de otras grandes escritoras, de Jean Rhys a Alice Walker. De hecho, existe un enorme paralelismo entre lo que vivió Lessing y lo ocurrido con otra escritora de su época, aunque sus estilos y proyectos artísticos no podrían ser más diferentes. Muriel Spark también cambió Rodesia por Londres en los años cuarenta, tras un divorcio muy complicado. "Salí huyendo a la desesperada —dijo—. Si no hubiera insistido en el divorcio, Dios sabe lo que podría haber pasado". Su posiblemente violento marido acabaría en un hospital psiquiátrico. (Pero tengo la sensación de estar justificándola, de preparar su defensa o algo así.)

Para lograr su objetivo de libertad, Spark hizo que su hijo, Robin, fuera a vivir con sus padres: "Fue algo muy bueno, y un alivio inmenso para mí, que Robin tuviera un hogar estable con mi madre y mi padre en Edimburgo. Mi padre fue de verdad un segundo padre para mi hijo".

Su biógrafo, Martin Stannard, diría lo siguiente sobre la renuncia de Spark a su hijo:

Muriel no fue nunca víctima del síndrome del «carrito en el pasillo» [te lo he dicho, no hay forma de escapar de la expresión] descrito por Cyril Connolly en Enemigos de la promesa (1938). Su «carrito», sus responsabilidades domésticas, pasarían a estar en pasillos ajenos. Era necesario renunciar a las ataduras si impedían el progreso del arte, y si eso significaba divorciarse de la «eterna química de familia y los asuntos familiares», que así fuera. [...] Guiada por su vocación, Spark no se dejaría guiar por nadie ni nada más, y no tenía la menor intención de pasar el resto de su vida suspirando por lo que podría haber sido.

Stannard parece señalar acusadoramente con el dedo a Spark. Quizá sea solo cosa mía, pero ¿no está torciendo un poco el gesto en la frase sobre las "ataduras"? Y en cuanto a "guiada por su vocación"... Bueno, sí, de eso se trata. Gauguin partió en barco a Tahití, con la vocación el viento a su espalda, y su mujer y sus hijos diciendo adiós desde la orilla.

Incluso si una se queda en casa, incluso si tiene suerte, tiene dinero y tiene ayuda, los hijos y la escritura a veces parecen tozudamente ortogonales, dos fuerzas enfrentadas de forma constante la una a la otra

Y aun así, incluso si una se queda en casa, incluso si tiene suerte, tiene dinero y tiene ayuda, los hijos y la escritura a veces parecen tozudamente ortogonales, dos fuerzas enfrentadas de forma constante la una a la otra.

Cuando me puse a pensar en monstruos femeninos, el de Anne Sexton fue uno de los primeros nombres que me vino a la cabeza. Sexton fue la madre-arpía, la aterradora poeta de garras chirriantes, el ama de casa artista con más aprecio por sus neurosis que por sus hijas, la madre que sacrificó a sus criaturas en el altar de su terrible creatividad. Sexton es hoy en día posiblemente tan famosa por las memorias incendiarias de su hija Linda Gray Sexton, Buscando Mercy Street, como por sus poemas, pese a que durante un tiempo fue una de las poetas más famosas de Estados Unidos. Aunque, ¿existe en realidad la fama de los poetas? Es como intentar medir la velocidad a la que lanza una bola rápida una mariposa.

Tras la muerte de Sexton, Linda Gray Sexton encontró las cintas de las sesiones de terapia de su madre. Las transcripciones ponen de manifiesto que Sexton era una especie de versión nuclear de Anna Wulf, una mujer de una ambivalencia desmesurada. Sexton es la madre/artista insatisfecha elevada a la enésima potencia. Por ejemplo, este pasaje:

Bebía y bebía como forma de golpearme.
Empecé a azotar a Linda y Joan me golpeó en la cara.
Hace tres semanas cogí las cerillas y fui a la habitación de Linda.
Escribir es tan importante como mis hijas.
Odio a Linda y la abofeteo.

Está tan alarmantemente bien escrito que es fácil olvidar que no es una pieza literaria, que es, de hecho, un discurso oral atormentado. El fragmento está atravesado de una especie de búsqueda de la verdad frágil y compulsiva. Es difícil olvidar la imagen de la bebida como forma de autolesión. Y, obviamente, "hace tres semanas cogí las cerillas y fui a la habitación de Linda" es una gran frase de inicio para un poema, un cuento, una ópera o casi cualquier cosa.

Pero donde de verdad se ve la transgresión es en la frase "escribir es tan importante como mis hijas", escondida en medio de esa lista de terribles declaraciones. ¿Es verdad? ¿O está Sexton jugando a decir lo que no se puede decir, como se hace a veces en terapia?

Leí la frase y de inmediato me pareció que me lanzaba un guante. ¿Creía yo que mi escritura era tan importante como mis hijos? No lo creía, pero pensé que tal vez era importante intentar pensar en ello, intentar decirlo, hacer que las palabras rodaran como aceitunas en mi boca.

"Escribir es tan importante como mis hijos". Solo pensarlo hizo que me vinieran arcadas.

Mi lista inicial de mujeres monstruosas era corta y sus pecados estaban relacionados, todos ellos, con la maternidad. En concreto, con la maternidad negligente. Si el crimen masculino es la violación, el crimen femenino es la renuncia a los cuidados. Lo peor que puede hacer una mujer es abandonar a sus hijos.

Libros