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Para Eduardo Mendicutti, que allanó el camino del activismo queer y LGTBI
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Para Eduardo Mendicutti, que allanó el camino del activismo queer y LGTBI

Boris Izaguirre reivindica y homenajea la figura del escritor en el prólogo de 'Yo no tengo la culpa de haber leído a Mendicutti' (Egales)

Foto: El escritor Eduardo Mendicutti (d), durante la presentación de su libro "Otra vida para vivirla contigo", junto al presentador y escritor Boris Izaguirre (c), y el concejal del PSOE en Sanlúcar, Vicente Ramírez (i), en 2014 (EFE)
El escritor Eduardo Mendicutti (d), durante la presentación de su libro "Otra vida para vivirla contigo", junto al presentador y escritor Boris Izaguirre (c), y el concejal del PSOE en Sanlúcar, Vicente Ramírez (i), en 2014 (EFE)

Adoro a Eduardo Mendicutti, como escritor, como amigo y como maestro, aunque probablemente esta última adoración le guste menos. En realidad, ninguna, porque Eduardo no es hombre que se deleite en las adulaciones y la idea de la adoración es demasiado religiosa para él, pero me gusta reivindicar esa mezcla de admiración y adoración que siento por él.

Nos conocimos personalmente cuando la revista Zero nos unió en su plantilla de colaboradores. Yo lo había leído mucho, como novelista principalmente en Los novios búlgaros, uno de los primeros libros con los que me hice a mi llegada a Madrid (los otros, No digas que fue un sueño, de Terenci Moix, y Chicos, de Luis Antonio de Villena), y tambien devoraba sus columnas como la Susy en El Mundo. Reconozco que veía a Terenci, Eduardo y Luis Antonio como unas representaciones en español de la trinidad literaria gay formada por Tennessee Williams, Truman Capote y Gore Vidal en lengua inglesa. Y, así como Truman, Tennessee y Gore tenían a Mark Twain de capitán, pensaba que Eduardo, Terenci y Luis Antonio tenían a Antonio Gala. En cualquier caso, me fascinaba más la vinculación periodística que ejercían mis tres fantásticos, incluso por encima de sus obras literarias. Terenci escribía para El País y fue a través de ese medio como lo descubrí. Luis Antonio se movía con fascinante elegancia por programas de televisión y columnas periodísticas y cultivaba un cierto dandismo en torno a su figura que en realidad era más bien una vena erudita(Gala se equiparaba con Francisco Umbral en las alturas de opinión). Y Eduardo prefería asumir un travestismo burlón, guasón, para ampliar sus horizontes de actualidad y así escribir, versar, sobre casi todo.

placeholder Yo no tengo la culpa de haber leído a Mendicutti
Yo no tengo la culpa de haber leído a Mendicutti

Eso me encantaba de su Susy, la Susy. Acudía a su encuentro cada sábado, que no solo sería el día en que publicaría mi columna La paradoja y el estilo en El País, sino el mismo que El Mundo adjudicaría a su LOC (La Otra Crónica). Ambas publicaciones somos, en mi opinión, deudoras de la Susy. Y me atrevería a más: Carmen Rigalt, que durante años publicó la contraportada de El Mundo con una ácida crónica social, lo es también. O sea, que la Susy supo otear un mundo nuevo con más precisión e importancia que Rodrigo de Triana.

Todo ese Mendicutti estaba en mi radar cuando nos conocimos caminando por la Gran Vía y él, educado y con esa voz grave y suave, me comentó que leía lo que publicaba en Zero. Me encantó. Era algo con lo que he fantaseado toda mi vida: que uno de mis ídolos me salude. Me lo imaginaba con Capote y con Warhol y sufrí muchísimo cuando Williams murió ahogado por una pata de pollo en el Día de Acción de Gracias de 1983. Asi que, cuando pasó con Mendicutti, lo consideré una señal y me planteé seriamente caerle bien, convencido de que una amistad con un autor al que lees y respetas no puede hacerte daño.

Foto: Marcos Ana, cuando todavía era Fernando, en el patio de la enfermería de la Carcel de Burgos, 1951

Con el tiempo, he descubierto que Eduardo es muy de tener amistades largas e importantes con otros escritores. Me parece muy valiente. Y comprometido. Con él he conocido a Almudena Grandes, que fue una gran amiga, y a su esposo, Luis García Montero. Y, por supuesto, a Terenci y Luis Antonio, que se convertían en una suerte de Monte Rushmore de lo que se llamó "literatura gay española" gracias a ellos. Siempre recuerdo una cena en casa de Imelda Navajo, ya editora de La Esfera de los Libros, reunidos al completo, en la que me alertó de lo que podía esperarme si acudía a la fiesta de Antonio Gala en su casa del norte de Madrid después de la clausura de la Feria del Libro. Gala era el rey de la Feria: mandaba traer una butaca dieciochesca de su casa al parque del Retiro —recinto tradicional de la Feria— y disponía de un atractivo editor para sostener su estilográfica y pasar las páginas del ejemplar hasta abrirlo en la que Gala prefería firmar. Todo este ritual era comentado, pro y contra, en cada Feria. Pero acudir a su fiesta era una especie de premio que Luis Antonio, Terenci y Eduardo intentaban describirme como un túnel tan lleno de peligros como de atractivos. Visto desde ahora, era el típico encuentro entre crítico, pelín amarillista y muy irónico que se disfruta entre amigos y colegas. Pero a mí me hacía sentir importante y que estaba siendo aceptado por un muy especial grupo. Eso era tambien lo que sentía al compartir espacio con Mendicutti en Zero.

Es especial para mí mencionar esta suerte de alianza. No estaba planificada; no tenía otra importancia que no fuera la de existir, la de suceder. En una ocasión, Espasa nos reunió para que valoráramos la posibilidad de hacer un libro conjunto para orientar a los adolescentes en la diversidad, la aceptación de su sexualidad y la huida del armario. La explicación tuvo un algo de torpeza y Eduardo reaccionó de una manera clara y firme: no podían contar con nosotros. Me asombró, pero luego entendí que desde su experiencia intuía el peligro torticero de escribir un manual de conducta. La sexualidad es libre, siempre es libre; no se puede manipular, enseñar, dirigir.

Gala mandaba traer una butaca dieciochesca de su casa al parque del Retiro y disponía de un atractivo editor para sostener su estilográfica

Admiraba mucho a Eduardo, pero a partir de ese momento lo hice más. Entendí que nos divertíamos y disfrutábamos nuestro éxito, pero que el sitio que ocupas ante la sociedad tiene responsabilidades. Porque ese sitio que Gala, Mendicutti, Moix y Villena defienden en nuestra sociedad como intelectuales lo ejercen tanto como pensadores como líderes de opinión. Y, aunque no hayan usado los códigos del activismo queer y LGTBIQ a los que luego nos acostumbraríamos, es innegable que allanaron el camino. Son nuestros principales referentes y creo que es un buen ejercicio reconocerles ese punto pionero y también ese saber compartir con las siguientes generaciones tanto el recorrido, la experiencia, como lo aprendido, la información.

Es lo que hicieron, por ejemplo, conmigo.

Luego, el Mendicutti que he leído más es el de la última etapa. Para mí fue una revelación California, por su sentido del humor, su libertad y el punto de vista que ofrece su frenética, libérrima, apasionada narración. California es una reflexión sobre la democracia española contada a través de personajes gays y supervivientes en plenos años setenta, los de la muerte de Franco y el inicio de la Transición, pero desde Estados Unidos, con personajes homosexuales que se mueven entre Hollywood y una incipiente industria porno local. El giro inesperado es que se hacen mayores, igual que la Transición o el movimiento por los derechos LGTBIQ. Envejecen los personajes y las revoluciones en las que participan, pero durante toda la lectura el infatigable humor de Mendicutti te mantiene atrapado, con los ojos abiertos a entender ese paradigma entre los cambios, la aventura y el envejecer.

placeholder Boti García (iz) y Arancha Fernández (d) junto a Eduardo Mendicutti, detrás con gafas, colocan un ramo de flores y una bandera en la estatua  de Lorca en Madrid en 2009. EFE/Bernardo Rodríguez.
Boti García (iz) y Arancha Fernández (d) junto a Eduardo Mendicutti, detrás con gafas, colocan un ramo de flores y una bandera en la estatua de Lorca en Madrid en 2009. EFE/Bernardo Rodríguez.

Tras California, Mendicutti volvió a cautivarme con Ganas de hablar, otra vez una novela sobre la edad y el madurar. Su protagonista es un manicurista con una importante fama local en ese sucedáneo de Sanlúcar de Barrameda que Mendicutti emplea en sus últimas novelas, La Algaida, un territorio entre el Macondo de García Márquez y el Brideshead al que retorna Evelyn Waugh para entender la Inglaterra posterior a la Segunda Guerra Mundial. En ese sucedáneo, deciden otorgarle al manicurista una calle con su nombre, pero el paso de la figura de una procesión muy querida y venerada da al traste con ese homenaje (el manicurista es LGTBIQ, se sobreentiende). A lo largo de la narración asistimos atónitos e intrigados por cómo va a solucionarse este dilema. Y el manicurista larga, para desahogarse, para que sepamos de las injusticias que la heterosexualidad normativa inflige sobre las minorías que no son iguales. La particular y miserable dieta del manicurista es estremecedora: conservas, mal vino, peor leche, un agua no muy higiénica, nada de verduras, poquísima fruta. Con ella dibuja una especie de bodegón detallista y aterrador sobre la soledad de los que han sido marginados por la sociedad.

Mendicutti no ha perdido el pulso periodístico y ha afinado ese preciso, incisivo, sentido de la ironía para atraparnos y desnudarnos como sociedad

Después de Ganas de hablar, Mendicutti ha sido muy prolífico. Es cierto que abandonó Madrid, dejándonos huérfanos de su presencia en casa para comentar la actualidad en este largo proceso en que aquella se ha convertido en una merienda alborotada y no siempre fácil de digerir. Su voz ausente como líder de opinión nos suma en mayor desconcierto. Pero a él le ha permitido escribir novelas como Otra vida para vivirla contigo, bastante autobiográfica, donde analiza, sin perder su elegancia narrativa y su inimitable sentido del humor, este nuevo mundo donde la información y la tecnología crean caos y parecen disfrutar sembrando desinformación y cómo el amor es siempre un enemigo que atacar. En este sentido, Mendicutti no ha perdido el pulso periodístico y ha afinado ese preciso, incisivo, sentido de la ironía para atraparnos como lectores y desnudarnos como sociedad. Mae West y yo y Furias divinas son novelas hermanadas, porque sus personajes se entrecruzan o sencillamente se proyectan de una a otra novela: un grupo alejadísimo de drags y travestis de La Algaida cada vez más inquietas y atacadas por hacerse mayores. En los últimos años y siempre desde ese exilio voluntario de Madrid, Mendicutti nos ha regalado Malandar y, en plena pandemia, Para que vuelvas hoy, magníficas novelas que juegan a lo crepuscular sin perder un ápice de la brillante ironía de un humor macerado por los años.

Ese sentido del humor, siempre ácido y desternillante, es también muy propio de otro Eduardo de nuestra literatura: Eduardo Mendoza. Mis escritores favoritos vivos. Porque enaltecen un don que es pertinente a los escritores españoles y latinoamericanos. Un sentido de la sátira que esquiva la caricatura, el populismo y la vulgaridad para deleitarnos con lecturas inolvidables y fortalecedoras. Espero que este ingrediente principal haya sido captado por los autores que rinden homenaje a Mendicutti en este volumen.

Y que la vida siempre nos mantenga subiendo o bajando la Gran Vía de Madrid o cualquier otra del mundo (LGTBI o no).

Adoro a Eduardo Mendicutti, como escritor, como amigo y como maestro, aunque probablemente esta última adoración le guste menos. En realidad, ninguna, porque Eduardo no es hombre que se deleite en las adulaciones y la idea de la adoración es demasiado religiosa para él, pero me gusta reivindicar esa mezcla de admiración y adoración que siento por él.

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