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Cosas oscuras y peligrosas: bienvenidos al ocultismo y misticismo musical
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Cosas oscuras y peligrosas: bienvenidos al ocultismo y misticismo musical

'La España oculta', grupos musicales que rozan lo místico, se actualiza con el nuevo disco de PYLAR, escrito en colaboración con Francisco J. Pérez, maestro de la mística cibernética

Foto: El grupo PYLAR
El grupo PYLAR

Mi título de disco favorito de todos los tiempos después de 'Blood, Guts & Pussy' (The Dwarves) es 'El porqué de mis peinados'. Aparte de ser un trabajo excelente de Sr. Chinarro, da idea a primer golpe del tipo de humor particularísimo y esencialmente español que gastaba por entonces Antonio Luque, alma del grupo. Pero además, eso sentí yo siempre al paladearlo, alude de refilón al misterio de toda una generación, la de la movida y aledaños, en la cual el símbolo pop era tan potente como la música, a menudo más. Y el símbolo estaba en las pelucas, fueran nacionales o importadas. Por supuesto, no creo que Luque se refiriese a nada de esto, y además hace mucho que tal símbolo pop se desplazó de la llamarada capilar al elemento que cubre y oculta el rostro, de modo que un equivalente actual para aquel título podría ser 'El porqué de mis capuchas', o bien el de mis máscaras.

Mientras yo escribía estas líneas, enfundado en mi propio silencio, Servando Rocha, escritor, activista y director de la excelente editorial La Felguera, presentaba en sociedad (secreta) su nuevo libro 'Algunas cosas oscuras y peligrosas', que lleva como subtítulo 'el libro de la máscara y los enmascarados'; seiscientas pico páginas de desfile carnavalesco/antropológico que -en su estilo referencial e hiperconectivo- va de los chamanes tribales a los superhéroes; del Ku Klux Klan a T.S Elliot; de Blake a los primeros trajes sadomaso y de Fantomas al Dadaismo. El baile de referencias literarias, culturales y visuales, por momentos apabullante, da fe de que nuestra época –nuestra época subterránea y contracultural, al menos- ha recuperado la máscara como atuendo favorito y acaso como manía. Y de que ahora, eso sí, le falta definir con claridad para qué la está utilizando.

Y al tiempo que todo ello sucedía, el colectivo sevillano PYLAR, ejemplo hispánico supremo del chamanismo musical enmascarado, daba a luz a su séptima referencia, 'Horror Cósmyco', un punto de inflexión en su carrera para el que se han decidido a colaborar con el escritor Francisco J. Pérez, brillante investigador del mundo de la hiperstición, la leyenda urbana, la neo lengua y las nuevas identidades (extraordinariamente recomendables sus libros 'Polybius' y 'Homo Tenuis').

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Unicorn

“Un ancestral sentimiento humano: el horror cósmico”, se lee en el bandcamp del grupo, “un miedo que nos paralizó hace eones, en el despertar de la conciencia, y por tanto nos obligó a concebir dioses para poder soportar nuestra existencia”. Si la tendencia de Pylar es una amalgama inventiva de reconstrucción ritual y pararreligiosa, en la cual Graves, Jung, Eliade, Cioran y Lovecraft ejecutan una danza pavorosa y armónica con la diosa triple, los presupuestos de J. Pérez son igualmente ambiciosos (y difíciles). La entente es, en cierto modo, la culminación temporal de una corriente antropológico-mística-musical que en España comenzó hace tres lustros con la publicación de aquel monolito de metal ralentizado y neolítico que fue 'Gran poder' (2005), de los igualmente sevillanos y ya legendarios Orthodox. Por aquel entonces Orthodox también iban enmascarados: sus capuchones procesionales de nazarenos son ya un mito en el mundillo, aunque fueron también un peso del que decidieron deshacerse pronto y que algunos fans añoran.

Hacia el triunfo de la máscara ritual

Por supuesto hablamos de música en cierto modo marginal, pero no sólo de eso. Si en España la máscara musical se encarna en grupos contados aunque crecientes en número y profesionalidad (los citados PYLAR y Orthodox, El Altar del Holocausto, los tristemente difuntos Unicornibot, más cerca de la del math rock y de los Residents, etc), fuera de nuestro país una legión de bandas exitosas, cada una a su nivel -tanto de corte contracultural e intelectualizado como de perfil netamente comercial- están renovando el concepto, ya sea como referente de enganche o como símbolo de verdad. Y no es exactamente una novedad, sino la depuración de un proceso que fue primero puntual y vestigial (las máscaras de lucha libre han sido habituales en los grupos de garage, por poner un ejemplo, y el carnaval tenía un peso indudable en el primer rock&roll), después progresivamente central en movimientos de vanguardia (black metal, mundillo gótico y los herméticos filonazis) y finalmente extendido como una plaga prebíblica y fascinante. En los casos más obvios, es un modo fácil de llamar la atención y hacer caja; en otros (como el ‘corpse paint’), una seña de identidad tan polémica como arraigada o una recuperación del folklore primero; en los más metafísicamente afinados, una manera de conectar con un inconsciente colectivo que derribe definitivamente lo que en teatro se llamaba “cuarta pared”; en los más extremos como vía mística no exenta de ocasional humor. Y usted sin enterarse.

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Orthodox


“Si Jung postulaba que la máscara es la identidad que nos ponemos antes de salir al mundo externo, el músico juega con los arquetipos e intenta sumergirse de lleno en el inconsciente colectivo”, razona Coronel Mortimer, del imprescindible cuaderno de bitácora virtual 'La muerte tenía un blog'. “De tal suerte podríamos distinguir entre la ‘máscara festiva intrascendente’, dirigida simplemente a la ocultación inocua de la personalidad (muy habitual entre los grupos garajeros y en auténticas bizarradas como Gwar o los triviales Ghost) y la ‘máscara simbólica’ en la que el artista consigue que el oyente participe de su particular contexto ritual del espectáculo (desde el maquillaje de Mortiis al corpse paint, tanto en el glam como en el black metal). Dicha máscara simbólica, a su vez, puede estar dirigida puramente a la disolución del ego, a la disolución de la individualidad para sustituirla por un todo, o ser una ‘máscara panteísta con o sin significado espiritual’, que trata de resaltar la individualidad sobre el todo gracias a personalidades muy reforzadas que permiten al músico la total evasión de la realidad. Detrás de cada detalle se abre un universo de explicaciones ultraterrenas , simbologías que sólo los más avanzados fans de las bandas conocen, e incluso explicaciones que beben del inframundo”.

Mortimer cita en este último grupo a los inclasificables e imprescindibles The residents, Pylar o Portal. Se podrían añadir muchos a la lista, no sin discusiones previas, como los respetadísimos Sunn O))) o los polémicos Death in June.

Portales contra fantasmas

El citado J. Pérez escribía en un artículo publicado hace un año sobre las letras del grupo Portal (Karate press n. 5 pag. 60). Era un texto que se apoyaba en luminarias fronterizas como Leopoldo maría Panero o William Burroughs para levantar un discurso tan atractivo como difícil de seguir para no iniciados: “La psicodelia oscura de Portal nada tiene que ver con la estratagema multinacional de control mental y lavado de cerebro para promocionar un nuevo nido cognitivo en el que instalar la siguiente forma evolucionada de capitalismo rampante, esa con la que los hippies se dejaron engañar durante las mal llamadas revoluciones de los años sesenta y setenta (…). En el marco propuesto por la banda se da una manifestación del alma del vacío. El sonido que se produce al golpear con fuerza la existencia hueca (…)”.

Leyendo esas letras de Portal desde un punto de vista más pasmado que analítico, lo que encuentra uno de primeras son conceptos arcanísimos como “caos reptante” (Lovecraft, de nuevo), “lo nuclear ciego y no euclidiano”, el “ángulo futurista”, el “constelar coercitivo” o la “metástasis de las hélices”. Las máscaras son guapísimas, eso sí, pura artesanía agusanada y decadente. Fascinante es, también, que semejante empanada teórica difícilmente comunicable al vulgo levante las pasiones intelectuales que levanta. Quizá es que a la máscara no hay que entenderla como metáfora o guardián sino como existencia en sí.

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Residents


Normal, en todo caso, que mientras tanto el gato comercial se lo lleven al agua grupos con colorido antifaz como los citados Ghost, que por comparación son la esencia de lo desnatado. Cromada reinvención de los presupuestos de King Diamond y Alice Cooper y del talento negocial de Kiss, los suecos, con sus disfraces papales de cabaret noir, son lo que el cónclave de 'Eyes Wide Shut' a una orgía de verdad, pero son también tremendamente efectivos como icono plástico para todos los públicos. Al cabo, si uno no tiene pasta para llevar al crío a Disneylandia siempre puede llevarlo a un concierto de Ghost. El chaval estará, seguro, encantado con ese epatante cartón piedra envuelto en hits de metal chicle. Y el padre, probablemente, también.

Si se mira con justeza, la diferencia entre defensores de Portal y de Ghost no deja de ser la vieja brecha que separaba antaño a quienes postulaban un rock and roll que fuese esencialmente diversión y olvido de las penas semanales y quienes lo planteaban como inmersión cultural, liberación personal y riesgo real. Yo llevo décadas bailando entre ambos puntos, que es donde creo que se encuentra más luz. El baile revolucionario y toda esa mierda, ya saben.

La virgen y el miedo

Y sin embargo, no hay que despreciar la capacidad de impacto de los entes enmascarados e hiperintelectualizados sobre la psique virgen. Yo vi por primera vez a Pylar tardíamente, después de haberlos entrevistado un par de veces y de habar reseñado varios de sus discos. Fue en febrero de 2019 en la sevillana Sala X, abarrotada, donde compartieron con Orthodox un bolo que bien podría considerarse el “monsters of rock” de lo arcano ibérico. Estas son palabras de mi acompañante, persona sensible pero absolutamente ajena al metal, las modas de la máscara y las hipersticiones varias: “La mascarada, la invocación de animales totémicos a través de ella, la unión panteísta con la naturaleza incontrolable, la mezcla de procesión y de baile tribal dan lugar a una reformulación del sincretismo ibérico cargada de símbolos que resuenan en nuestro yo más ancestral (…) Es inevitable, presenciando una actuación de Pylar, tener una sensación no domesticada con regusto a miedo y fascinación, un sentimiento primitivo de conexión misteriosa y catártica con un pasado ancestral. Las máscaras, los bailes y la música nos llevan a un lugar inquietante en el que lo básico y lo esencial se abren en toda su complejidad”.

Una sensación no domesticada con regusto a miedo y a fascinación”. Ahí está. Yo, perro viejo de cuatro mil batallas de sótano, tuve exactamente esa misma sensación

“Una sensación no domesticada con regusto a miedo y a fascinación”. Ahí está. Yo, perro viejo de cuatro mil batallas de sótano, tuve exactamente esa misma sensación ante el congelado espasmo onírico invocado aquella noche por Lengua de Carpa y compañía. Me quedo también con otra frase con la que mi acompañante definió la cosa: “Una suerte de cueva platónica perturbadora”. Dejo el análisis de esta última impresión al respetable, pero constato que la reconstrucción de la psique religiosa del hombre y del ritual que llevan a cabo los sevillanos, que esa antropología de la acción de doble dirección (hacia el pasado y hacia el futuro), es poderosa, impactante en directo: uno de los momentos de invención y transgresión más liberadores por los que uno hay pasado nunca.

Sería fácil recurrir al tópico de que si Orthodox, Pylar o Unicornibot hubiesen sido ingleses o americanos estarían vendiendo entradas y camisetas como churros y tocarían en estadios. Probablemente no sería así. Aquí, la centralidad del pop español -eso que por razones incomprensibles hemos dado en llamar “indie” y es ya apenas un tardohipsterismo nostálgico y cocainómano- los ignora, por supuesto. No dejo de soñar, sin embargo, ya que es gratis, con un día en el que cinco mil almas en trance se reúnan para celebrar en el centro de Madrid, digamos, que el tiempo es circular y que Black Sabbath son anteriores al libro del Génesis.

Barrio y capuchas

Por supuesto, no sólo de mitologías reconstruidas y de herreros alquimistas del metal vive la máscara. En el ala ascético-política de la música contracultural, la del hardcore y la del hip hop menos complaciente, incluso la del metal más espartano y polucionado de ruido, la máscara tiene otra forma: el “hoodie”, esa sudadera con capucha que tus padres probablemente asocien (con razón) a las masas cabreadas que queman contenedores (aunque sin preguntarse por qué los queman). Vestimenta creada en los años treinta para los trabajos duros y para el deporte, el “hoodie” se ha extendido por el mundo hasta ser un símbolo de disidencia tan extensivo como amenazante. Y quizá su triunfo definitivo venga precisamente de su clara utilidad práctica, de su elemento de máscara pragmática, de su transversalidad funcional que ha permitido que no aluda ya a una tribu urbana concreta pero que sea adoptada por muchas, a modo de fantasmal y práctica amenaza antisistema. Son su simpleza y su utilidad, así, las que le permiten adquirir potencia simbólica equivalente a la de las más refinadas máscaras mitológicas o chamánicas que uno pueda inventar.

El hombre (o la mujer) tras la capucha puede traficar con drogas, consumirlas, hacer punk, rapear, robar casas, ocuparlas, crear arte o protestar contra la autoridad (o todo al tiempo), pero ciertamente no se viste así para ir a misa. La capucha crea un velo contracultural masivo y unificador, una identidad colectiva a la contra, y puede ser adoptada por casi cualquiera como símbolo, a condición de que sus intenciones no sean exactamente las de sociedad bienpensante. Así, ubicua, ambigua y al tiempo clara, se ha convertido –suponemos que para horror de mods y otros estetas napoleónicos- en el símbolo estético contracultural más poderoso de las últimas décadas, huella de street cred y de misterio al tiempo. Perfectamente asociable a un millón de bandas reivindicativas esenciales -de Black Flag a Public Enemy o NWA, pasando por Napalm Death o Godflesh- y desembocando en esa cosa multiforme que se ha dado en llamar música urbana, la capucha llega igualmente, sí, a los activistas antiglobalización, pero también a los chavales de la esquina de tu parque, cuyas bases no entiendes, ni en el sentido musical ni en el otro. ¿Qué hacen todo el día ahí? El “hoodie” es la calle. El “hoodie” es el “Hood”. El barrio. Y todo aquello que “el otro” no sabe. De algún modo, la vulgar capucha de currante ha terminado por ser más misteriosa, si cabe, que la máscara del mito. Ha terminado por ser el mito.

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Unicornibot

Los añadidos a ese uniforme no siempre han funcionado igual de bien. En su libro, Servando Rocha refleja un interesante momento de paradoja cultural que arroja cierta luz incierta sobre el devenir de nuestra época: En 2011 Alan Moore, el mito del comic que creó junto a David Lloyd 'V de Vendetta' –novela gráfica de la que luego saldría la famosa película con Natalie Portman como estrella- y también la máscara que se convertiría en icono cultural/revolucionario, se reúne con unos manifestantes/activistas que acampan frente a la catedral londinense de St. Pauls y les interroga por el uso de la citada máscara, que todos portan cubriendo sus caras. La incomodidad de Moore es comprensible debido a una paradoja ya clásica: es la multinacional Warner la que tiene los derechos de la máscara oficial que él creo con Lloyd. El icono revolucionario está en poder del elemento menos revolucionario que uno pudiese imaginar, y este, la multinacional, está ganando millones de dólares vendiéndoselo a quienes protestan contra un mundo regido, precisamente, por multinacionales. Es el penúltimo gran momento “yo también soy Espartaco” arruinado por los entresijos del capitalismo. Cada vez que te entregas al activismo simbólico con máscara de “V”, pues, estás dándole tu pasta a tu enemigo. Por supuesto, también lo estás haciendo cada vez que compras una cami de Ghost para tu crío. Pero claro, no pagar a las multinacionales es más difícil que comer carne sin antibióticos. Difícil, no imposible.

En el camerino del transformismo

A mí, fijaciones de la edad, la cobertura facial que más gracia me hace, es sin embargo la del viejo guitarrista de los reyes del punk The Dwarves, ese prodigio de los dos acordes y medio y el berrido gutural conocido como Hewhocannotbenamed (Lovecraft, again), que lleva toda la vida actuando en pelotas y con la cara cubierta por exóticas máscaras de lucha libre mexicana. Pese a lo puramente lúdico de su atuendo, no hay quien lo haya vestido con más seriedad (exceptuando a los citados Residents): que yo sepa no existen fotos del hombre sin la máscara. Y, así, el hombre es la máscara. No creo que a nadie le importe ya, a estas alturas, saber cómo es su fea cara, y eso es un triunfo casi definitivo de lo que, al cabo, él es.

“Con la máscara no soy menos yo, sino más yo”. La máscara es un paso en el proceso de individuación, y una afinación del yo

Podría afirmarse, en efecto, y eso vale para casi todas las máscaras -del mundo de la música, al menos- que la máscara sirve no para ser otro o para ocultar quien se es, sino para afinar la propia personalidad, es decir, para –huyendo de aquello que se nos ha añadido socialmente y rechazamos- ser más nosotros mismos. “Con la máscara no soy menos yo, sino más yo”. La máscara es un paso en el proceso de individuación, y una afinación del yo. Es en ese sentido que la máscara permite decir la verdad y que el alter ego no es una desviación de uno mismo, sino un utensilio de clarificación y alcance. Si fuésemos quienes somos, todos floreceríamos en máscaras, pero las máscaras ya no serían tales: serían la simple verdad, finalmente aceptable y aceptada.

Nuestro amigo Coronel Mortimer, agudo él, cita sin embargo un último estadio de la máscara artística, y lo describe bellamente: “Existe la máscara no física, que sólo está al alcance de determinados elegidos. La propia faz impertérrita del artista es ya la máscara, porque su propia fisionomía comulga/sorbe el inconsciente colectivo a placer. Se trata de un avituallamiento psicológico sólo apto para personalidades con un carácter explosivo y camaleónico (…) es la aterradora última parada del camerino del transformismo…”

Mortimer cita como ejemplo a Nick Cave. Yo personalmente me quedaría con Bob Dylan, máscara humana definitiva, entelequia sublimada del rock&Roll por excelencia. Alter ego colectivo en vida. En una foto extraida de la gira de la 'Rolling Thunder Review', que aparece también en el reciente y decepcionante documental de Scorsese al respecto, aparece Dylan en escena con una máscara de plástico que le deforma extrañamente la cara. La sensación es de absoluta extrañeza.

Lo pensé durante un rato y luego me pregunté: ¿Qué hace una máscara con una máscara?

Pero eso lo discutiremos en otra ocasión.

Mi título de disco favorito de todos los tiempos después de 'Blood, Guts & Pussy' (The Dwarves) es 'El porqué de mis peinados'. Aparte de ser un trabajo excelente de Sr. Chinarro, da idea a primer golpe del tipo de humor particularísimo y esencialmente español que gastaba por entonces Antonio Luque, alma del grupo. Pero además, eso sentí yo siempre al paladearlo, alude de refilón al misterio de toda una generación, la de la movida y aledaños, en la cual el símbolo pop era tan potente como la música, a menudo más. Y el símbolo estaba en las pelucas, fueran nacionales o importadas. Por supuesto, no creo que Luque se refiriese a nada de esto, y además hace mucho que tal símbolo pop se desplazó de la llamarada capilar al elemento que cubre y oculta el rostro, de modo que un equivalente actual para aquel título podría ser 'El porqué de mis capuchas', o bien el de mis máscaras.

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