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Susan Fenimore Cooper, la joya oculta de la literatura rural que enamoró a Darwin
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Susan Fenimore Cooper, la joya oculta de la literatura rural que enamoró a Darwin

Cuatro años antes de que Thoreau publicara 'Walden', una escritora también estadounidense se adelantó con un maravilloso 'Diario rural' que llega ahora a España y del que ofrecemos este extracto

Foto: Dibujo de Susan Fenimore Cooper
Dibujo de Susan Fenimore Cooper

Henry David Thoreau es hoy la referencia universal de todos aquellos que, desde que la modernidad despliega sus máquinas de vapor, sus carreteras y sus memorándum del progreso, persiguen una vida al margen del mundanal ruido. Su 'Walden o la vida en los bosques' (1854) se erigió rápidamente en 'Biblia' del buen salvaje refractario a la industrialización y a sus seducciones laborales y consumistas, capaz tanto de apilar leña como de enviar cartas explosivas con la firma de Unabomber. Pero cuatro años antes de aquel ensayo, una autora también estadounidense, hija de un celebérrimo escritor de novelas de aventura, firmó un libro muy similar, igualmente fascinante y delicioso y que ha permanecido a la sombra hasta que la actual locura colectiva por el neorruralismo y el slowlife lo ha acabado por sacar a la luz. Estos días se publica por primera vez en España 'Diario rural' (Pepitas de calabaza) de Susan Fenimore Cooper (Scarsdale, 1813 - Cooperstown, 1894), traducido por Esther Cruz.

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'Diario rural'

En su prólogo a la edición española, María Sánchez se pregunta: "Sí, 'Diario rural' se publicó cuatro años antes que 'Walden'. ¿Qué curioso, verdad? Sabemos que Thoreau leyó 'Diario rural', y que en uno de los medios en los que colaboraba hizo alguna mención sin pena ni gloria al libro de Susan. Hoy sabemos que lo leyó. Vuelve el género a marcar la escritura y a cuestionarnos una vez más: ¿y si 'Diario rural' hubiera sido escrito por un hombre? ¿Se habría cuestionado a Thoreau? ¿Se habría hablado de una obra fundamental que lo precedía y que claramente había sido influencia y semilla?"

La hija de James Fenimore Cooper, el autor de 'El último mohicano', fue una naturalista y escritora culta y brillante, precursora del feminismo, que vivió en el pequeño pueblo de Cooperstown cerca de Nueva York y que con la publicación de 'Diario rural' llamó la atención de lumbreras de la ciencia mundial del momento como el biólogo evolucionista Charles Darwin que, en una carta dirigida a Asa Gray, escribía: "Hablando de libros, ando en mitad de uno que me está encantando: 'Diario rural', de la señorita Cooper. ¿Quién puede ser? Parece una mujer muy inteligente, y ofrece un relato magistral de la batalla entre nuestras malas hierbas y las de ustedes". Son precisamente esas páginas mencionadas por Darwin las que adelantamos a continuación.

Diario rural: miércoles, 6 de junio

Ha hecho fresco esta mañana. La gente friolera ha encendido las chimeneas de los salones. El año pasado, tuvimos fresas el 6 de junio, pero esta temporada va más retrasada. Buen tiempo para pasear hoy.

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Susan Fenimore Cooper

Una parte gratificante de la elegancia de mayo, en los climas templados, es que pocas de las malas hierbas más rudas se dejan ver durante ese mes o, más bien, que no muestran tan prontamente su verdadero carácter. Desde luego, son muy problemáticas para los jardineros desde el principio, pero luego no se imponen a la atención general. La estación avanza con mucha rapidez, no obstante, y dichas plantas rudas ya están empezando a mostrarse en las formas con las que las conocemos. La bardana y la ortiga, y también el cardo, etcétera, crecen muy profusamente bajo las vallas, y en lugares baldíos; la pamplina de canario y la verdolaga, etcétera, brotan en los caminos y parterres tan libres y atrevidas que es la principal tarea del mes hacerle la guerra a su tribu.

Resulta destacable que estas fastidiosas plantas hayan llegado por lo general todas del Viejo Mundo. No son de aquí, sino que, siguiendo los pasos del hombre blanco, cruzaron el océano junto a él. Una gran parte de las malas hierbas más comunes en nuestros campos de cultivo y huertas, y en torno a nuestros edificios, son extrañas para estas tierras. Será fácil nombrar unas cuantas, como por ejemplo, el lampazo y la bardana, que se encuentran alrededor de cualquier granero y cobertizo; los llantenes y malvas comunes, hierbas normales en los caminos; la cineraria, la verdolaga, la centinodia, el pie de ganso, la bolsa del pastor y el cenizo, tan fastidiosos en las huertas; la pamplina de canario, que crece por todas partes; la pimpinela escarlata, la celidonia y el escleranto; la hierba pejiguera y la camomila; las ortigas comunes y la cardencha; el lino silvestre, la viniebla ensortijada, la bardana menor, la centidonia; todos los verbascos; los cardos más pestilentes, tanto el cardo borriquero como el que erróneamente se conoce como cardo blanco; la cerraja; el bromo, la neguilla, las alverjas, la buglosa, o viborera, y el mijo de sal en los cultivos de cereal; la cizaña, la milenrama, la chirivía, la margarita mayor, el ajo de oso, el botón de oro, y la hierba de San Juan de las praderas; los solanos, el tupinambo, el rábano silvestre, la mostaza de campo o silvestre, la cicuta, el beleño negro… Sí, e incluso el diente de león, una planta que pisoteamos a cada tanto.

Resulta destacable que estas fastidiosas plantas hayan llegado por lo general todas del Viejo Mundo

Se podrían añadir otras a la lista que le eran por completo desconocidas al piel roja, ya que las introdujo la raza europea y ahora nos ahogan por todas partes, creando la enorme aglomeración de malas hierbas extranjeras. Algunas atravesaron grandes distancias y, de hecho, dieron la vuelta al mundo. La bolsa del pastor, entre otras, es común en China, en la costa más oriental de Asia. Hay un tipo de malva que pertenece a las Indias Orientales; otro, a la costa del Mediterráneo. El estramonio, o Datura, es una planta abisinia, mientras que la Nicandra llegó desde Perú. Se supone que el amaranto o bledo, tan comunes por aquí, también son especies introducidas, aunque posiblemente desde partes de más al sur, dentro del propio país.

También existen unas pocas plantas americanas que se han llevado a Europa, y allí se han naturalizado, aunque la cantidad es muy pequeña. La onagra común, y el algodoncillo, entre otras, se han sembrado en algunas partes del Viejo Mundo, transportadas, sin duda, junto al tabaco, al maíz y a la patata, que ahora están tan ampliamente extendidos por el continente oriental, hasta el corazón mismo de Asia. Pero incluso en casa, en nuestra propia tierra, la cantidad de malas hierbas nativas es pequeña en comparación con la multitud traída del Viejo Mundo. El pepinillo amargo, una planta muy fastidiosa, la gran correhuela blanca, el cabello de capuchino, la acederilla, la hierba carmín, el algodoncillo, y uno o dos llantenes y cardos, de las variedades más raras, están entre las más importantes de aquellas cuyos orígenes claramente corresponden a este continente. Resulta asimismo singular que entre las tribus que son de una naturaleza dividida, con algunas plantas nativas y otras introducidas, estas últimas sean por lo general las más numerosas; por ejemplo, las pamplinas de canario y los llantenes y cardos nativos son menos comunes por aquí que las variedades europeas.

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Dibujo de Susan Fenimore Cooper

Tenemos otras plantas naturalizadas frecuentes en lugares descuidados, como cerca de granjas o en los bordes de los caminos, que ya se han hecho tan comunes como las malas hierbas del campo; las hierbas y plantas medicinales, usadas durante años por las mujeres de la casa en Inglaterra y Holanda, llegaron aquí muy pronto, y por lo general se han naturalizado todas —la hierba gatera, la hierbabuena, el marrubio, el tanaceto, la melisa, la consuelda, la énula, etcétera—, echaron raíces de inmediato, y se extendieron por todas partes en las que se las permitía crecer. Resulta sorprendente lo pronto que se establecen con firmeza en un nuevo asentamiento. Es frecuente verlas en este nuevo condado, apartadas de cualquier residencia. A veces, se las encuentra a casi kilómetro y medio de una huerta o una casa. Las semillas de las plantas naturalizadas parecen, en muchos casos, haber cruzado el lago flotando por encima del agua, pues hemos encontrado la hierbabuena y la hierba gatera europeas creciendo junto a la genciana azul, en las riberas mismas, donde los bosques se extienden en todas direcciones durante cierta distancia.

El término 'mala hierba' varía de sentido, y lo aplicamos en ocasiones incluso a la preciosa flor o a la hierba sin utilidad

El término "mala hierba" varía de sentido según muchas circunstancias, y lo aplicamos en ocasiones incluso a la preciosa flor o a la hierba sin utilidad. Una planta puede ser una mala hierba por resultar nociva, o fétida, o desagradable, o molesta, pero a decir verdad se hace raro que todas esas fallas se den juntas en un solo individuo de la raza vegetal. A menudo, las variedades poco agraciadas o fétidas, o incluso las plantas venenosas, son útiles o quizá resulten interesantes por alguna peculiaridad. Por otro lado además, hay muchas otras, molestas por su gran número, que tienen unas flores agradables si se las mira una a una. En líneas generales, no es tanto un defecto natural lo que señala la mala hierba como un cierto carácter impertinente o intrusivo presente en esas plantas, una carencia de modestia, el hábito de ir metiéndose en tierras en las que no se las necesita, de enraizar en un suelo destinado a cosas mejores, a plantas más útiles, más aromáticas o más bonitas. Así pues, la neguilla tiene una flor exquisita, no muy distinta a la del clavel lanudo de las huertas, pero sin embargo florece entre el preciado trigo, ocupando el lugar del cereal, y por eso se la considera mala hierba; la flor del cardo en sí es muy bonita, aunque resulta inútil, y crece en multitudes junto a los caminos hasta que nos cansa verla y todo el mundo le planta batalla. La hierba de san Juan, por su parte, pese a tener una flor amarilla hermosa y guardar utilidad como planta medicinal, es dañina para el ganado; aun así, se muestra tan obstinada y tenaz en ocupar un lugar entre el verdor que se la puede encontrar en todas las praderas, y la combatimos como mala hierba.

Estas plantas nocivas nos han llegado sin nosotros solicitarlas, con los cereales y hierbas del Viejo Mundo, el bien junto al mal, como siempre ocurre en este mundo de constantes pruebas: el trigo y la cizaña, de la mano. Las plantas útiles son una bendición múltiple para la labor del hombre, pero la mala hierba también está ahí, acompañando siempre sus pasos, para enseñarle una lección de humildad. Ciertas plantas de esta naturaleza —el lampazo, el cardo, la ortiga, etcétera— son conocidas por adherirse más especialmente al camino del hombre. En terrenos y climas de lo más diversos, siguen creciendo a su puerta. Solo el cuidado paciente y el trabajo duro pueden mantener el mal a raya, y no queda claro si está al alcance de los recursos del hombre eliminar enteramente de la faz de la Tierra una sola planta de esta peculiar naturaleza, mucho menos, todas sus variedades. ¿Acaso alguna ha quedado por completo destruida, ni siquiera entre los tipos más nocivos? La agricultura, con todo el orgullo y el poder de la ciencia ahora a sus órdenes, aparentemente ha logrado poco en este sentido. Cuentan que Egipto y China son países en los que las malas hierbas más bien escasean, en comparación; ambas regiones muestran desde hace mucho tiempo un estado avanzado de terrenos cultivados, repletas como están hasta sus topes por una población hambrienta que no descuida ni media hectárea de su suelo, y aun así en esas tierras también, incluso en las riberas mismas del Nilo, donde se sucede una cosecha tras otra sin intervalo alguno a lo largo del año entero, sin dejar tiempo a que las malas hierbas se extiendan; pues incluso ahí, estas nocivas plantas no son seres desconocidos, y en cuanto se abandona la tierra, tan solo una temporada, regresan con vigor renovado.

En este nuevo territorio, con una tierra fresca y una población más reducida, no solo tenemos innumerables malas hierbas, sino que se observa además que el escaramujo y la zarza parecen adquirir una fortaleza doble en las zonas habitadas por el hombre. Nos las encontramos en el bosque primitivo, aquí y allá, pero bordean nuestros caminos y vallas, y los bosques no han acabado de talarse para preparar los campos para el cultivo cuando ya empiezan ellas a crecer profusamente: el primer producto natural de ese suelo. Sin embargo, en este mundo de clemencia, aquel a quien acaban de maldecir recibe una gentil compensación a modo de bendición. Muchos frutos agradecidos, y algunas de nuestras flores más encantadoras, crecen entre los espinos y escaramujos, y su fragancia y su excelencia recuerdan al hombre las dulzuras y los esfuerzos de su tarea. La rosa mosqueta, más especialmente, con su sencilla flor y su deliciosa fragancia, desconocida en la naturaleza, pero cada vez más extendida gracias a la mano del labrador, parecería, por encima de todas las demás, la flor del agricultor.

Henry David Thoreau es hoy la referencia universal de todos aquellos que, desde que la modernidad despliega sus máquinas de vapor, sus carreteras y sus memorándum del progreso, persiguen una vida al margen del mundanal ruido. Su 'Walden o la vida en los bosques' (1854) se erigió rápidamente en 'Biblia' del buen salvaje refractario a la industrialización y a sus seducciones laborales y consumistas, capaz tanto de apilar leña como de enviar cartas explosivas con la firma de Unabomber. Pero cuatro años antes de aquel ensayo, una autora también estadounidense, hija de un celebérrimo escritor de novelas de aventura, firmó un libro muy similar, igualmente fascinante y delicioso y que ha permanecido a la sombra hasta que la actual locura colectiva por el neorruralismo y el slowlife lo ha acabado por sacar a la luz. Estos días se publica por primera vez en España 'Diario rural' (Pepitas de calabaza) de Susan Fenimore Cooper (Scarsdale, 1813 - Cooperstown, 1894), traducido por Esther Cruz.

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