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El Apocalipsis siempre se escribe en futuro
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LECTURAS RECOMENDADAS

El Apocalipsis siempre se escribe en futuro

No soy una experta en literatura de ciencia-ficción. Sin embargo, desde mi perspectiva de aficionada, me interesa la metáfora política que casi siempre albergan estos textos:

Foto: El Apocalipsis siempre se escribe en futuro
El Apocalipsis siempre se escribe en futuro

No soy una experta en literatura de ciencia-ficción. Sin embargo, desde mi perspectiva de aficionada, me interesa la metáfora política que casi siempre albergan estos textos: el tono reaccionario, la premonición, el miedo ante lo que vendrá. Los libros que se escriben sobre el futuro casi siempre son agoreros y distópicos. Las malas novelas de ciencia-ficción activan un estilo grandilocuente y pseudo-poético que me recuerda a las echadoras de cartas, a las lectoras de bola de cristal y a los quiromantes televisivos. 

Es como si hablasen a través de un código donde, fundidos trascendencia y misterio, el lector tuviera la penosa obligación de asentir para no sentirse tonto y excluido; de ir más allá mientras imagina decorados de plástico, nebulosas azules, seres mutantes y robots domésticos que no solo pican carne sino que diagnostican enfermedades y miden el grado de humedad de las plantas antes de echarles el agua justa. 

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Hace poco, han estrenado una película que, aplicando los parámetros de una ciencia-ficción a corto plazo, de una ciencia-ficción modesta, subraya la importancia afectiva de la memoria –tanto patológica como culturalmente- a la vez que nos advierte de las pérdidas derivadas de una adopción acrítica de las formas de comunicación digitales: Un amigo para Frank, protagonizada por Frank Langella fue merecedora del premio del público en el festival de Sitges de 2012.

Mundos paralelos y posibles

Después hay otros libros intrépidos que hablan de mundos paralelos y posibles. Libros maravillosos como Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll (excelente la versión de Nórdica con ilustraciones de Marta Gómez-Pintado) o la Escuela de mandarines de Miguel Espinosa, que nadie metería monolíticamente en el saco de la ciencia-ficción, pero que recrea con un lenguaje innovador un mundo nuevo, absolutamente distinto y absolutamente igual a cierta España rancia y no tan pretérita. Una España cuyas taras aún no hemos superado

Creo que el lector puede encontrar este clásico de la literatura maldita hispánica en edición de Alfaguara. Por su parte, Dudo Errante de Russell Hoban es “un arrebatador y vívido reportaje de la vida después del día del Juicio Final”, según el New York Times Book Review. El libro es sorprendente y en mi memoria ha quedado grabado un pasaje en el que los pilares y las nervaduras de la catedral de Canterbury se transforman, ante los ojos de Dudo, en un bosque pétreo.

Hoban le concede a Dudo una mirada y un lenguaje nuevos con los que se construye un universo post-atómico, una Neo-edad de Hierro, ante la que un lector contemporáneo se hace consciente de la ridiculez de los rituales que constituyen eso que llamamos civilización. Curiosamente el libro casi acaba encerrando un canto a la política: Dudo se dedica a ella con buena voluntad, asumiendo su destino. La pasión atómica se convierte en un tótem religioso donde confluyen los frescos de Canterbury, Jesús –el hombrecillo resplandeciente-, el átomo, las naves del cielo, retazos de antiguas leyendas… 

Al hilo de la peripecia de Dudo se formulan preguntas sobre qué es la crueldad, la inteligencia, la identidad, la religión o sobre cuáles son los resortes que mueven la Historia. Pese a que el Riddley´s Speech –la lengua de ese mundo, la lengua de este libro- puede interpretarse como una marca de autocomplacencia autoral que ha debido de generar adeptos sectarios al estilo de esos que separan de forma imposible los dedos como en Star Trek, tiene la virtud de hacerse inteligible para los lectores y algunas de sus metáforas son bellísimas. El texto fue publicado por Berenice y merece la pena. Russell Hoban nació en Pensilvania en 1925. Murió en 2011.

Motorman

Sin embargo, mi lectura más reciente de un libro de este género es Motorman del escritor estadounidense David Ohle. El texto es quizá una parábola lírica sobre la guerra de Vietnam y sobre la estéril vorágine bélica en la que se sumen los Estados Unidos en la década de los setenta. Durante más de treinta años, tal como reza en la contraportada del volumen, Motorman fue leído y convertido en objeto de culto gracias a las fotocopias. Sobresale el altísimo potencial poético de un lenguaje propio que atenta contra la sintaxis del poder. 

La propuesta literaria de Ohle vulnera el código de esa trinidad fundada por Estado, Poder financiero y Medios de Comunicación contra la que se rebeló otro escritor con quien Ohle colaboró: William Burroughs. Se trata de retorcer el lenguaje, de fundar uno nuevo, para contradecir el orden imperante. Tal grado de confianza en la palabra -en la palabra de la literatura- es reconfortante y muy esperanzador: de hecho, resulta sintomática la cantidad de cartas que se escriben esos moradores de un sórdido futuro donde el amor, aunque sea un poquito afásico, no ha desaparecido. Durante más de treinta años, tal como reza en la contraportada del volumen, Motorman fue leído y convertido en objeto de culto gracias a las fotocopias

Por otro lado, la imaginación de Ohle para crear un mundo se manifiesta en los muchos corazones instalados en su personaje principal, Moldenke; en las lunas y los soles que iluminan una atmósfera compuesta por efluvios tóxicos; en una gastronomía cuya base son saltamontes y zarapitos; en los gelatestas cuyas cabezas de gelatina rezuman en los momentos más inesperados; en las gasas y las gafas para proteger los ojos; en la vigilancia permanente, los teléfonos y esos ríos de aguas tan espesas que pueden atravesarse caminando…

Termino con un párrafo que ejemplifica la carga poética de los partes meteorológicos y de los informes que Moldenke escribe para el señor Featherfinger: “(1) Respecto al gusano de seda, al parecer no vale la pena molestarse en sacarlo del capullo: al masticarlo, la textura es correosa y tienen una tendencia a segregar excreciones amargas. No obstante, si se los deja pupar y emerger, se pueden freír, previamente remojados en leche de patata. (2) Las abejas halictinas secas sirven para hacer una infusión saludable y vigorizante, buena para la imaginación. Si se comen crudas, te dejan ampollas en la boca.” Buen provecho.

(Al colocar el libro de Ohle en la estantería me doy cuenta de que va justo al lado de otro texto futurista La máquina de cuotas de Norman Ohler, que fue publicado por la editorial Debate en 1996. ¿No lo han leído? Búsquenlo en la red, en algún portal de libros viejos. No se lo pierdan. Es una revelación, una profecía, el dibujo de un espacio donde se funden lo real y lo virtual en una atmósfera detectivesca. Un gozo intelectual y lingüístico).

Ultime fringe writer

Hace mucho menos tiempo, Errata Naturae ha publicado Entre los archivos del distrito, una curiosa novela que le debemos a la pluma de Kenneth Bernard. Nos situamos, otra vez, ante una parábola social en torno al individuo y al control del Estado, uno los asuntos recurrentes, una pesadilla prefigurada, de las ficciones científicas. Deshumanización y crítica de la civilización frente al instinto puro. Frente a la posibilidad del amor, en este caso, de un padre hacia su hijo Jiri. El entorno y los nombres de los personajes seleccionados por Bernard son sospechosamente centroeuropeos. 

En la alteración de los ritos, igual que en la novela de Hoban, se adivina la posibilidad de poner patas arriba el orden imperante: la cola del supermercado, el banco, el club funerario… Frente a todo, el lirismo humanizador y el afecto lo desorganizan todo y van transformando a John, el protagonista de esta historia, en una amenaza para el sistema. 

La lectura de Entre los archivos del distrito se anima con un sentido del humor escatológico y con algún referente literario, como Daniel Defoe, escritor y panfletista –el dato es relevante- que se coloca en la base evolutiva del género con otra parábola dieciochesca en torno a las virtudes y defectos civilizatorios, Robinson Crusoe, considerada la primera novela de la literatura anglosajona. Kenneth Bernard (Brooklyn, 1930) es definido como ultime fringe writer, es decir, un escritor marginal. Una categoría que comparte con muchos otros escritores de narraciones fantásticas y futuristas.

Esperemos que Carlos Soto, que acaba de publicar en Playa de Ákaba Enemigo innúmero, no caiga en el territorio de marginalidad de los ultime fringe writers ni nunca tenga que hacer uso de las arqueológicas fotocopias como le sucedió a Ohle. Enemigo innúmero se desarrolla en un crucero para singles y se narra a través de una voz poderosísima que destila amor tanto por la filosofía como por algunos de los grandes maestros de la ficción fantástica –o lo que sea-: desde Lem –gran parte de su obra en Impedimenta- y Bradbury a W.H. Hodgson, el olvidado autor de un libro que pone los pelos de punta: La casa en el límite (Abraxas).

No soy una experta en literatura de ciencia-ficción. Sin embargo, desde mi perspectiva de aficionada, me interesa la metáfora política que casi siempre albergan estos textos: el tono reaccionario, la premonición, el miedo ante lo que vendrá. Los libros que se escriben sobre el futuro casi siempre son agoreros y distópicos. Las malas novelas de ciencia-ficción activan un estilo grandilocuente y pseudo-poético que me recuerda a las echadoras de cartas, a las lectoras de bola de cristal y a los quiromantes televisivos.